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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno

 

Se avecinan los siglos invernales del Gran Año, y el Oligarca ha tomado estrictas medidas para asegurar la supervivencia de los habitantes de Sibornal, el gélido continente del norte. Un inimaginable acto de traición desata una tremenda batalla, y junto con el invierno llega la plaga. El oligarca está empeñado en vencerla, y en derrotar a los phagors, los ancestrales enemigos de la humanidad.

En plena batalla aparece Luterin Shokerandit, héroe de guerra que pretende emular a su padre, el Guardián de la Gran Rueda de Kharnbhar. Su amor por la mujer que él mismo esclaviza, el encuentro con el capitán que se le enfrenta, un viaje fantástico, las rivalidades que desgarran Heliconia... Con todo esto llegaremos por fin a la Gran Rueda y al advenimiento de la oscuridad... No obstante, tras un panorama tan sombrío y desolado reside un sorprendente motivo de esperanza, no sólo para el planeta, también para los observadores terrestres.

Este volumen cierra la brillante y monumental saga de Heliconia, una de las obras fundamentales del prestigioso Brian Aldiss por su magnífica belleza y profundidad.

Brian W. Aldiss

HELICONIA

Invierno

ePUB v1.0

Mezki
01.09.11

Título Original: Heliconia / Winter

Editorial: Minotauro

Colección: Biblioteca Brian Aldiss

Fecha Publicación: 01/01/2003

ISBN: 978-84-450-7455-8

Mi querido Clive:

Aquí lo tienes. Han pasado siete años desde que empecé a ocuparme de estas cuestiones. Este volumen verá la luz en el inicio de una nueva década para ambos y cuando mi edad sea exactamente el doble que ¡a tuya.

Mientras me paseo por el jardín de Hilary, pensando en qué palabras usar, se me ocurre que la pregunta importante es: ¿Por qué será que los individuos de la raza humana se esfuerzan por estrechar los lazos comunes y sin embargo están tan solos, tan a menudo? ¿Será que el factor aislante es similar al que, como especie, nos hace sentir distintos del resto de la naturaleza? Tal vez la Madre Tierra que encuentres en estas páginas diste bastante de ser perfecta. Como toda madre, ha tenido sus problemas… a escala cósmica.

De modo que la culpa no es toda nuestra, tampoco suya. Hemos de aceptar la falta de perfección en la disposición general de las cosas…, aceptar la existencia de la mosca atigrada. El tiempo, escenario de todo drama, es, como dice J. T. Fraser, «una jerarquía de conflictos no resueltos». Hemos de aceptar esa limitación con la ecuanimidad de Lucrecio y enfadamos sólo con aquello que merezca nuestra ira, como la locura implícita en la fabricación y el uso de armas nucleares.

Aunque estas cuestiones no suelen aparecer en la literatura, sentí, como puedes ver, la imperiosa necesidad de intentar vérmelas con ellas.

Finalmente, helo aquí. Tienes ante tus ojos el edificio andante de Heliconia. Espero que disfrutes del resultado.

Tu afectuoso Padre

Boars Hill, Oxford

PRELUDIO

Luterin se había recuperado. Liberado de la misteriosa enfermedad, se le permitía salir otra vez. El diván junto a la ventana, la inmovilidad, las clases cotidianas con el maestro gris eran ahora cosa del pasado. Estaba vivo y podía llenarse los pulmones del vigoroso aire de fuera.

Desde el Monte Shivenink soplaba un frío acerado que había descortezado la cara norte de los árboles.

El viento fresco le devolvió la osadía, le inflamó las mejillas y le movió los miembros al ritmo del animal que lo llevaba a través de las tierras de su padre. Con un grito, espoleó al hoxney y partieron a galope tendido por la avenida que atravesaba los campos aún llamados el Viñedo, dejando atrás la carcelaria mansión con su sonoro campanario, intoxicado por el movimiento, el aire, el alboroto de la sangre en las arterias.

Alrededor se extendía el territorio de su padre, un dominio que desafiaba las latitudes, un pequeño mundo de páramo, montaña, valle, arroyo profundo, nube, bosque, cascada: no, prefino no pensar en la cascada. La caza aquí era abundante y parecía renovarse sin pausa a pesar de las cacerías paternas Phagors errantes Aves que al migrar oscurecían el cielo.

Pronto, siguiendo el ejemplo de su padre, volvería a cazar. La vida parecía haberse detenido y renovado a la vez. Debía alegrarse y evitar la oscuridad que acechaba en los confines de la mente Galopando, dejó atrás a esclavos de torso desnudo que paseaban algunos yelks por el Viñedo, sujetándolos por el bridón. Los golpes de los cascos desparramaban los montículos de tierra que coronaban las toperas.

Luterin Shokerandit pensó en los topos con simpatía. Ellos podían ignorar las extravagancias de los dos soles. Cazaban y excavaban en cualquier estación. Al morir, otros topos devorarían sus cuerpos. La vida para los topos era un túnel interminable, y a lo largo de ese túnel los machos buscaban comida y pareja. Los había olvidado mientras estuvo postrado.

—¡Salud, oh topos! —gritó, brincando en la montura, de pie sobre los estribos. La carne de más que aún le colgaba del cuerpo se desplazó con la inercia bajo la chaqueta de arang.

Volvió a espolear al hoxney. Necesitaba mucho ejercicio para recuperar su antigua forma de luchador. Era su primera cabalgata en más de un año pequeño y ya sentía que la grasa sobrante empezaba a abandonarlo. Había tenido que festejar su duodécimo aniversario tumbado de espaldas. Durante más de cuatrocientos días se vio obligado a yacer así, la mayor parte del tiempo sin poder moverse o hablar, enterrado en la cama de su habitación en la mansión de sus padres: la enorme y solemne Casa del Guardián. Pero este episodio estaba superado.

La energía procedente de su veloz montura, del aire, de los troncos de los árboles que iban quedando vertiginosamente atrás y de su propio ser interior, volvía a correr por sus músculos. Una fuerza destructiva e incomprensible había intentado apartarlo del mundo, pero é! ya estaba de vuelta y dispuesto a olvidar aquella nefasta etapa.

Al verlo aproximarse, un esclavo abrió para él una de las puertas dobles de acceso y Luterin la atravesó sin reducir el galope ni desviar la mirada.

El viento gañía como un perro en su oído desacostumbrado. Dejó de oír el sonido familiar de la campana de la casa; los cascabeles de sus arreos, en cambio, seguían tintineando y delataban sus movimientos.

Tanto Batalix como Freyr ocupaban la parte inferior del cielo meridional. Se deslizaban entre los troncos y el follaje y parecían dos gongs, uno pequeño y otro grande. Al llegar al camino de la aldea, Luterin les dio la espalda. Freyr se hundía cada año un poco más abajo en los cielos de Sibornal. Su descenso exhumaba la furia del espíritu humano. El mundo estaba a punto de cambiar.

El sudor de su pecho se enfriaba rápidamente. Volvía a sentirse entero, dispuesto a recuperar el tiempo perdido excavando y cazando corno los topos. El hoxney lo llevaría hasta donde empezaban los intrincados bosques caspiarnos, esos bosques que se sumergían sin fin aparente en lo más recóndito de las cadenas montañosas. En cuanto pudiera iría a fundirse en un abrazo con ellos para saborear su propia ferocidad como un animal entre animales. Pero antes buscaría el cálido abrazo de Insil Esikananzi.

Luterin soltó una carcajada. —Pues sí, hijo, tienes un lado salvaje —le había dicho en una ocasión su padre, después de alguna travesura de las suyas, mirándolo fijamente con ojos de pocos amigos mientras la mano sobre el hombro del muchacho parecía sopesar la cantidad de salvajismo que contenía cada hueso.

Y Luterin había agachado la cabeza, incapaz de aguantarle la mirada. ¿Cómo podía quererlo su padre tanto como él si siempre que estaba delante del gran hombre, enmudecía?

Entre los árboles desnudos aparecieron los distantes tejados grises de los monasterios. Cerca de allí se alzaban las puertas de los dominios Esikananzi. Luterin dejó que el hoxney de color castaño pasase a un suave trote, consciente de su falta de energía. La especie se preparaba para hibernar; pronto ya no se los podría montar. Había llegado el momento de domar a los tozudos pero más poderosos yelks. Un esclavo le franqueó la entrada y el hoxney avanzó al paso. Ahora llegaba con claridad el sonido característico de la campana de los Esikananzi, que tañía siguiendo los dictados del viento.

Luterin rogó a Dios Azoiáxico que su padre no supiera nada de sus asuntos con las hembras Ondod, un vicio en el que había caído poco antes de sufrir la parálisis Las Ondods le daban lo que Insil siempre le había negado.

Pero debía resistir a esas hembras inhumanas Ya era un hombre Hasta las miserables barracas que se levantaban en los límites del bosque se había acercado con sus compañeros de colegio —incluido Umat Esikananzi-n busca de aquellas desvergonzadas zorras de ocho dedos Zorras, brujas, venidas de los bosques, de las mismas raíces de los bosques Se decía que también se apareaban con machos phagor Pues bien, ya no volvería a ocurrir Era cosa del pasado, como la muerte de su hermano Y, como ésta, lo mejor era olvidarla.

No era precisamente bella la mansión de los Esikananzi La brutalidad era su principal característica arquitectónica, había sido construida para soportar los embates brutales de un clima septentrional Su base estaba formada por una hilera de arcos estancos Las ventanas, estrechas y de gruesos postigos, no aparecían hasta la segunda planta El conjunto tenía el aspecto de una pirámide decapitada Un tañido pedregoso llegaba del campanario, como si la campana sonase desde el corazón adamantino de la casa.

Luterin desmontó, subió los escalones y llamó a la puerta.

Era un joven de espaldas anchas, dotado ya de la típica altivez sibornalense, con una cara redonda que parecía especialmente concebida para la diversión, ahora, sin embargo, mientras esperaba ver a Insil, fruncía las cejas y apretaba los labios Con aquella expresión tensa se asemejaba a su padre, aunque sus ojos, de un gris claro, eran muy distintos a los paternos, profundos y oscuros.

Rebeldes rizos bajaban desde su coronilla hasta la base del cuello, y su color castaño claro contrastaba con la oscura cabellera de la muchacha a cuya presencia fue conducido.

Insil Esikananzi tenía los aires de quien ha nacido en el seno de una familia poderosa Podía llegar a ser cortante y despectiva Era burlona Mentía Podía aparentar fragilidad y desamparo, o, si le convenía, adoptar un aire de mando. Sus sonrisas eran heladas, más corteses que sinceras Sus ojos violáceos vigilaban desde un rostro lo más inexpresivo posible.

Insil cruzaba la sala con un jarro de agua entre las manos Al acercarse a Luterin, elevó levemente la barbilla en una especie de mudo y exasperado gesto de interrogación Luterin la deseaba con intensidad, y sus caprichos la hacían aún más atractiva.

Era ésta la muchacha con la que se casaría, tal como, al nacer Insil, habían acordado los padres de ambos a fin de consolidar la unión entre los dos hombres más poderosos del distrito.

En cuanto estuvieron juntos, Luterin volvió a caer en las redes de aquella vieja conspiración, en la intrincada y exasperante red de quejas y mohines que ella tejía a su alrededor.

—Veo, Luterin, que te aguantas otra vez en pie Excelente Y que, como un abnegado futuro esposo, te has perfumado con sudor y hoxney antes de atreverte a entrar y presentar tus saludos No hay duda de que has crecido en la cama al menos alrededor de la cintura.

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