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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

La lentitud

 

Milan Kundera se sirve a la vez de una novela francesa del siglo XVIII y de una excursión que a él y a su mujer se les antoja hacer a un castillo de Francia convertido en hotel, para ir dando vida a una serie de personajes del pasado y del presente que terminan coincidiendo en un congreso de entomólogos que se celebra en sus salones.

Personajes e historias de ayer y de hoy van entrelazándose de tal manera que a nadie sorprenderá, por ejemplo, que un hombre enfundado en un casco de motociclista, azorado e impaciente, se aleje en su moto a toda velocidad, mientras otro, con una peluca blanca, adormilado y ensimismado, se sube a una calesa que parece salida de una estampa del pasado : el primero desea sin duda dejar algo tras de sí a toda prisa ; el segundo, en cambio, parece disponerse a rememorar, al paso lento del caballo, la noche que acaba de pasar con la intrigante y seductora Madame de T.

Milan Kundera

La lentitud

ePUB v1.0

Ariblack
06.09.12

Título original:
La lenteur

Milan Kundera, 1995.

Traducción: Beatriz Moura

Ilustraciones: Xavier Vives

Editor original: Ariblack (v1.0)

ePub base v2.0

L
A
L
ENTITUD

1

Se nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han convertido en hoteles: un espacio perdido de verdor en una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de impaciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.

Vera, mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al atraco de una viejecita.

¿Cómo es que no tienen miedo cuando van al volante?».

¿Qué contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer.

La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.

Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de
apparatchik
del erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo.

¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta.

Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no descansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él, no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice.

Entretanto pienso en aquel otro viaje de París a un castillo en el campo, que tuvo lugar hace más de doscientos años, el viaje de Madame de T. y el joven caballero que la acompañaba. Es la primera vez que están tan cerca el uno del otro y la indecible atmósfera de sensualidad que les envuelve nace precisamente de la lentitud de la cadencia: mecidos por el movimiento del carruaje, los dos cuerpos se rozan, primero sin querer, luego queriéndolo, y se traba la historia.

2

En una novela corta, Vivant Denon narra lo siguiente: un gentilhombre de veinte años está una noche en el teatro. (No se mencionan ni su nombre ni su título, pero me lo imagino caballero.) En el palco de al lado ve a una dama (la novela nos da tan sólo la primera letra de su nombre: Madame de T.); es amiga de la condesa de la que es amante el caballero. Madame de T. le propone que le acompañe después del espectáculo. Sorprendido por este comportamiento decidido y tanto más confundido cuanto que conoce al favorito de Madame de T., un tal Marqués (nunca sabremos su nombre; entramos en el mundo de lo secreto, allí donde no hay nombres), el caballero, sin entender nada, se encuentra en el carruaje al lado de la hermosa dama. Tras un viaje grato y placentero, el carruaje se detiene en el campo ante la escalinata del castillo, donde, sombrío, les recibe el marido. Cenan los tres en una atmósfera siniestra y taciturna; luego, el marido les ruega que le excusen y los deja a solas.

En ese momento empieza la noche para ellos: una noche compuesta como un tríptico, una noche, un recorrido en tres etapas: primero pasean por el parque; a continuación hacen el amor en un pabellón; y, por fin, siguen amándose en una alcoba secreta del castillo.

Al alba, se separan. Al no poder encontrar su habitación en el laberinto de pasillos, el caballero vuelve al parque, donde, sorprendido, encuentra al Marqués, el mismo que él sabe que es amante de Madame de T. El Marqués, que acaba de llegar al castillo, le saluda alegremente y le cuenta la razón de la misteriosa invitación: Madame de T. necesitaba una tapadera para que su marido no sospechara del Marqués. Satisfecho de que la mistificación haya salido bien, se mofa del caballero obligado a cumplir tan ridícula misión de falso amante. Este, cansado tras la noche de amor, vuelve a París en la calesa que le ofrece, agradecido, el Marqués.

Con él título de
Point de lendemain
, la novela se publicó por primera vez en 1777; el nombre del autor fue reemplazado (ya que nos encontramos en el mundo de lo secreto) por siete enigmáticas mayúsculas: M.D.G.O.D.R., en las que, si se quiere, podría leerse: «Monsieur Denon, Gentilhombre Ordinario Del Rey». Más tarde, con una tirada reducida y del todo anónima, volvió a publicarse en 1779, antes de reaparecer al año siguiente con el nombre de otro escritor. Nuevas ediciones vieron la luz en 1802 y en 1812, siempre sin el verdadero nombre del autor; por fin, después de caer en el olvido durante casi medio siglo, volvió a aparecer en 1866. A partir de entonces, se le atribuyó unánimemente a Vivant Denon y, a lo largo de nuestro siglo, fue cosechando cada vez mayor gloria. Hoy se sitúa entre las obras literarias que parecen representar mejor el arte y el espíritu del siglo XVIII.

3

En el lenguaje corriente, la noción de hedonismo designa una inclinación amoral hacia la vida gozosa, cuando no viciosa. Es inexacto, por supuesto: Epicuro, el primer gran teórico del placer, comprendió la vida dichosa de un modo en extremo escéptico: siente placer aquel que no sufre. Así pues, es el sufrimiento la noción fundamental del hedonismo: se es feliz en la medida en que no se sufre; y, como los placeres traen muchas veces más desgracia que felicidad, Epicuro sólo recomienda placeres prudentes y modestos. La sabiduría epicúrea tiene un trasfondo melancólico: arrojado a la miseria del mundo, el hombre comprueba que el único valor evidente y seguro es el placer que él mismo puede sentir, por pequeño que sea: un sorbo de agua fresca, una mirada hacia el cielo (hacia las ventanas de Dios), una caricia.

Modestos o no, los placeres pertenecen tan sólo al que los siente, y un filósofo, con razón, podría reprocharle al hedonismo su fundamento egoísta. No obstante, a mi entender, el talón de Aquiles del hedonismo no es el egoísmo, sino su carácter (¡oh, ojalá me equivoque!) desesperadamente utópico: en efecto, dudo que el ideal hedonista pueda realizarse; temo que la vida que nos recomienda no sea compatible con la naturaleza humana.

El siglo XVIII, en su arte, arrancó los placeres de las brumas de las prohibiciones morales; dio lugar a la actitud que llamamos libertina y que emana de los cuadros de Fragonard, de Watteau, de las páginas de Sade, de Crébillon hijo o de Duelos. Por eso mi joven amigo Vincent adora ese siglo y, si pudiera, llevaría en la solapa una insignia con el perfil del marqués de Sade. Comparto su admiración, pero añado (sin ser realmente escuchado) que la verdadera grandeza de ese arte no consiste en una propaganda cualquiera del hedonismo, sino en su análisis. Por eso considero
Las amistades peligrosas
de Choderlos de Lacios como una de las más grandes novelas de todos los tiempos.

Sus personajes no se ocupan de otra cosa que de la conquista del placer. No obstante, poco a poco el lector comprende que les tienta más la conquista que el placer. Que no es el deseo de placer, sino el deseo de vencer el que lleva la batuta. Lo que en un principio parece un juego alegremente obsceno se convierte imperceptiblemente en una lucha a vida o muerte. Pero ¿qué tiene en común la lucha con el hedonismo? Escribió Epicuro: «El hombre sabio no busca actividad alguna relacionada con la lucha».

La forma epistolar de
Las amistades peligrosas
no es un simple procedimiento técnico que pudiera ser reemplazado por otro. Esta forma es elocuente en sí misma y nos dice que todo lo que han vivido los personajes lo han vivido para contarlo, transmitirlo, comunicarlo, confesarlo, escribirlo. En semejante mundo en el que todo se cuenta, el arma más fácilmente accesible y a la vez más mortal es la divulgación. Valmont, el protagonista de la novela, dirige a la mujer a la que ha seducido una carta de ruptura que acabará con ella; ahora bien, es su amiga, la marquesa de Merteuil, la que se la ha dictado palabra por palabra. Más tarde, la misma Merteuil, por venganza, enseña una carta confidencial de Valmont a su rival; éste le retará a un duelo en el que Valmont perderá la vida. Después de su muerte, se divulgará la correspondencia íntima entre él y Merteuil, y la marquesa acabará sus días despreciada, acosada y desterrada.

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