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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa

 

En París, una triste tarde de octubre, un joven pierde su última moneda en una casa de juegos. Aturdido y tentado por la idea del suicidio, y mientras aguarda que caiga la noche, entra en una singular tienda de antigüedades en la que se cruzará en su camino un talismán en forma de piel curtida que cambiará de forma crucial el rumbo de su existencia.

Honoré de Balzac

La piel de zapa

ePUB v1.0

griffin
16.05.12

Título original:
La peau de chagrin

Honoré de Balzac, 1831

Traducción: Julio-Crescencio Acerete Bueno

Editor original: Griffin (v1.0)

ePub base v2.0

I
El talismán

Hacia fines del mes de octubre último, entró un joven en el Palacio Real, en el momento en que se abrían las casas de juego, conforme a la ley que protege una pasión esencialmente imponible. Sin titubear apenas, subió la escalera del garito señalado con el número 36.

—¡Caballero! ¿me hace usted el favor del sombrero? —requirió en voz seca y gruñona un viejecillo paliducho, acurrucado en la sombra, resguardado por una barricada, y que se levantó súbitamente, mostrando un rostro vaciado en un tipo innoble.

Cuando en tras en una casa de juego, la ley comienza por despojarte de tu sombrero. ¿Será ello una parábola evangélica y providencial? ¿Será más bien una manera de cerrar un contrato infernal contigo, exigiéndote no sé qué prenda? ¿Será quizá para obligarte a guardar actitud respetuosa para con aquellos que van a ganarte el dinero? ¿Será por ventura, que la policía, agazapada en todos los bajos fondos sociales, tiene afán de averiguar el nombre de tu sombrerero o el tuyo, si es que le has estampado en el forro? ¿Será, en fin, para tomar la medida de tu cráneo y confeccionar una instructiva estadística, relativa a la capacidad cerebral de los jugadores?

En este punto, el silencio de la Administración es absoluto. Pero, sábelo bien; apenas avances un paso hacia el tapete verde, ya no te pertenece tu sombrero, como tampoco te perteneces tú mismo; tanto tú, como tu fortuna, tus prendas de vestuario, hasta tu bastón, todo es del juego. A tu salida, el juego te demostrará, mediante un atroz epigrama en acción, que te ha dejado algo, devolviéndote tu indumentaria. No obstante, si en alguna ocasión llevas sombrero nuevo, aprenderás, a tu costa, que conviene hacerse un traje de jugador.

El asombro manifestado por el joven al recibir una ficha numerada a cambio de su sombrero, cuyos bordes, por fortuna, estaban ligeramente pelados, reveló bastante a las claras un alma todavía inocente. Así, el viejecillo, encenagado sin duda, desde su mocedad en los ardientes placeres de la vida del jugador, le lanzó una mirada de compasiva ternura, en lo que un filósofo hubiera leído las miserias del hospital, la vagabundez del arruinado, los sumarios y procesos, los trabajos forzados a perpetuidad, las expatriaciones al Guazacoalco.

Aquel hombre, cuya escuálida y exangüe faz denotaba la deficiencia de alimentos, presentaba la pálida imagen del vicio reducida a su más mínima expresión. Sus arrugas delataban las huellas de antiguas torturas, y debía jugarse sus menguados emolumentos el día mismo en que los cobraba. Semejante a esos rocines en los que no producen mella los palos, no había nada que le inmutara; los sordos gemidos de los jugadores que salían arruinados, sus mudas imprecaciones, sus estúpidas miradas, no causaban en él la más ligera impresión. Era la encarnación del juego. Si el joven hubiera contemplado al triste Cerbero, quizá se habría dicho:

—¡Ese hombre es una baraja ambulante!

El desconocido desatendió el consejo viviente instalado allí sin duda por la Providencia como ha situado la repulsión a la puerta de todos los lugares de vicio, y entró resueltamente en la sala, donde el sonido del oro ejercía deslumbradora fascinación sobre los sentidos, en plena codicia. Era probable que aquel joven fuese impulsado allí por la más lógica de todas las elocuentes frases de J. J. Rousseau, que, a mi juicio, encierra este triste pensamiento «Sí, concibo que un hombre recurra al juego; pero sólo en el caso extremo de no ver más que su último escudo entre él y la muerte».

Por la tarde, las casas de juego sólo tienen una poesía vulgar, pero de un efecto tan seguro como un drama sangriento. Las salas están repletas de «mirones» y de jugadores, de ancianos indigentes, que se arrastran por allí para entrar en calor, de fisonomías agitadas, de orgías comenzadas en el vino y prestas a acabar en el Sena. Si la pasión abunda, el excesivo número de actores impide contemplar frente a frente al demonio del juego. La velada es un verdadero trozo de conjunto, en el que toda la compañía canta, en el que cada instrumento de la orquesta modula su frase. Allí se ven numerosas personas respetables, que van en busca de solaz y lo pagan, como pagarían el placer del espectáculo o la satisfacción de un capricho gastronómico.

¿Pero alcanzaríais a comprender todo el delirio y el vigor encerrados en el alma de un hombre que espera con impaciencia la apertura de un tugurio? Entre el jugador de la madrugada y el jugador de la tarde, existe la diferencia que separa al marido indolente del amante embobado bajo los balcones de su beldad. Sólo durante la madrugada se muestran la pasión palpitante y la necesidad, en toda su horrible desnudez. En aquel momento podríais admirar a un verdadero jugador, a un jugador que no ha comido, dormido, vivido ni pensado mientras ha sido flagelado por el látigo de su martingala, mientras ha sufrido, asediado por la comezón de un golpe de «treinta y cuarenta».

A aquella hora maldita, encontraríais ojos cuya calma espanta, rostros que fascinan, miradas que remueven las cartas y las devoran. Así, las casas de juego no son sublimes más que a la apertura de sus sesiones. Si España tiene sus corridas de toros, si Roma tuvo sus gladiadores, París puede vanagloriarse de su Palacio Real, cuyas provocativas ruletas proporcionan el placer de ver correr la sangre a oleadas, sin el temor de que resbalen los pies. Intentad lanzar una mirada furtiva sobre aquella palestra, entrad… ¡Qué desnudez! Los muros, cubiertos de un papel mugriento hasta la altura de una persona, no ofrecen una sola imagen capaz de refrigerar el alma. Ni siquiera se encuentra un clavo para facilitar el suicidio. El entarimado está carcomido y sucio. Una mesa oblonga ocupa el centro de la sala. La modestia de las sillas de paja agrupadas en torno de aquel tapete gastado por el roce del oro, denuncia una curiosa indiferencia por el lujo, entre los hombres que van a sucumbir allí por el afán de la fortuna y del fausto.

Esta antítesis humana se descubre dondequiera que el alma reacciona poderosamente sobre sí misma. El galán desearía ver a su amada reposando sobre mullidos cojines de seda, envuelta en vaporosos tisúes orientales, y la mayor parte del tiempo la posee sobre un camastro. El ambicioso se imagina en la cumbre del poder, sin dejar de rastrear por el fango del servilismo. El traficante vegeta en el fondo de un tenducho húmedo y malsano, levantando un vasto palacio de donde su hijo, heredero precoz, será arrojado por una licitación fraternal. En fin, ¿existe algo más repulsivo que una casa de placer? ¡Problema singular! En constante oposición consigo mismo, midiendo sus esperanzas por sus males presentes y sus males por un porvenir que no le pertenece, el hombre imprime a todos sus actos el carácter de la inconsciencia y de la debilidad. Aquí abajo, no hay nada completo más que la desgracia.

Cuando el joven entró en el salón, había ya en él varios jugadores. Tres ancianos calvos estaban sentados indolentemente alrededor del tapete verde: sus rostros marmóreos, impasibles, como los de los diplomáticos, revelaban almas estragadas, corazones que hacía mucho tiempo que se habían olvidado de palpitar, ni aun arriesgando los bienes parafernales de una esposa.

Un joven italiano, de negra cabellera y tez cetrina, acodado tranquilamente al extremo de la mesa, parecía escuchar esos presentimientos secretos que gritan fatalmente al jugador: «¡Sí! ¡No!». Aquella cabeza meridional respiraba oro y fuego. Siete u ocho mirones, en pie, alineados formando galería, aguardaban las escenas que les preparaban los vaivenes de la suerte, las fisonomías de los actores, el movimiento del dinero y el de las raquetas. Aquellos desocupados se estacionaban allí, silenciosos, inmóviles, atentos como el pueblo al cadalso, cuando el verdugo cercena una cabeza.

Un hombre alto y flaco, raído de ropa, con una tarjeta en una mano y un lapicero en la otra, marcaba los pases del encarnado y del negro. Era uno de esos Tántalos modernos, que viven al borde de todos los goces de su siglo, uno de esos avaros sin tesoro, que atraviesan una puesta imaginaria; especie de loco razonable, que se consolaba de sus miserias acariciando una quimera, que actuaba, en fin, con el vicio y el peligro como los recién ordenados con la Eucaristía, cuando dicen misas blancas. Frente a la banca, un par de esos ladinos especuladores, expertos en lances de juego y semejantes a antiguos forzados, a quienes ya no asustan las galeras, permanecían en acecho, para aventurar tres golpes y llevarse inmediatamente la incierta ganancia de que vivían. Dos viejos criados se paseaban perezosamente con los brazos cruzados, mirando de vez en cuando al jardín, por detrás de las vidrieras, como para mostrar a los transeúntes sus anchas faces, a guisa de enseña.

El banquero acababa de lanzar su inexpresiva mirada circular sobre los puntos y de pronunciar el monótono «¡Hagan juego!», cuando el joven abrió la puerta. El silencio se hizo más profundo y las cabezas se volvieron al recién llegado, por curiosidad. ¡Cosa inaudita! Los embotados viejos, los pétreos empleados, los «mirones» y hasta el fanático italiano, experimentaron cierta impresión de espanto, al ver al desconocido. ¿No se ha de ser bien desgraciado para obtener piedad, bien débil para inspirar simpatía, de bien siniestro aspecto para estremecer las almas, en un lugar en que los dolores deben ser mudos, donde la miseria es alegre y la desesperación mesurada? Pues bien; de todo ello hubo en la sensación nueva que removió aquellos corazones helados, en el momento de entrar el joven. ¿Acaso no lloraron también alguna vez los verdugos, ante las vírgenes cuyas blondas cabezas debían ser segadas a una señal de la Revolución?

A la primera ojeada, los jugadores leyeron en el semblante del novicio algún horrible misterio. Sus juveniles facciones estaban impregnadas de una gracia nebulosa; sus miradas denunciaban esfuerzos fracasados, mil esperanzas defraudadas. La hosca impasibilidad del suicidio daba a aquella frente una palidez mate y enfermiza: una amarga sonrisa plegaba ligeramente las comisuras de los labios, y la fisonomía expresaba una resignación, que impresionaba desagradablemente. Algún secreto genio centelleaba en el fondo de aquellas pupilas, veladas quizá por las fatigas del placer. ¿Era que los estragos de una vida licenciosa empañaban el brillo de aquel noble rostro, en otro tiempo puro y rozagante, ahora degradado? Los médicos habrían atribuido indudablemente a lesiones cardíacas o pulmonares el círculo amarillento que rodeaba los párpados y el tinte rojizo de las mejillas, en tanto que los poetas hubieran pretendido reconocer en aquellos síntomas los estragos de la vigilia, las huellas de noches de estudio pasadas al resplandor de un quinqué. Pero era una pasión más mortal que la enfermedad, una enfermedad más implacable que la fiebre del estudio, la que alteraba aquel cerebro mozo, la que contraía aquellos músculos vivaces, la que hacía retorcer aquel corazón, apenas desflorado por las orgías, el estudio y la enfermedad. Así como cuando llega un célebre criminal al presidio, los penados le acogen con respeto, así todos aquellos demonios humanos, duchos en torturas, saludaron un dolor insólito, una herida profunda que sondeaba su mirada, y reconocieron uno de sus príncipes en la majestad de su muda ironía, en la elegante miseria de sus ropas. El joven vestía un frac de buen gusto, pero los bordes del chaleco y de la corbata estaban concienzudamente unidos, para que se le supusiera camisa. La limpieza de sus manos, pulidas como manos femeninas, era bastante dudosa; en fin, ¡hacía dos días que no llevaba guantes!

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