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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La reina de las espadas

 

De la bruma emergían unas bestias reptilescas arrastrando pesadas corazas. Acarreaban cantidad de criaturas, y algunas bestias montaban en otras. Cada uno de los seres era la parodia de un ser humano: Eran animales, transformados en caricaturas. Algo parecido a un perro saltó sobre Córum. Llevaba casco y coraza, y su morro estaba cuajado de dientes que le mordían el brazo. Le agarraron unas manos que se transformaron en patas y le desgarraron la túnica y las botas. Toda la mañana empezó a amontonarse sobre Córum, mientras las espadas rasgaban y los puños se estrellaban contra las piedras. Córum pisoteaba dedos, segaba brazos, apuñalaba bocas, ojos y corazones, sumergido en un pánico que le daba fuerzas para combatir cada vez con mayor violencia. Córum comprendió que no quería matarles. Sin duda, pensaban torturarles, o transformarles en lo mismo que eran ellos.

Michael Moorcock

La reina de las espadas

Trilogía de las espadas II

ePUB v1.0

Dyvim Slorm
17.12.11

Título original: The Queen of the Swords

ISBN 84-7813-025-X

1971 by Michael Moorcock

Este libro es para Diane Boardman

Introducción

En aquellos días había océanos de luz, ciudades en el cielo y salvajes bestias voladoras de bronce. Había manadas de ganado carmesí que bramaban y eran más altas que castillos. Había cosas chillonas y repugnantes que infestaban ríos salvajes. Era un tiempo en que los dioses se manifestaban en nuestro mundo con todos sus atributos; un tiempo de gigantes que caminaban sobre el agua; de duendes sin mente y criaturas deformes que podían ser convocadas por un pensamiento mal calculado y que sólo podían ser alejadas con el dolor de algún terrible sacrificio; un tiempo de magia, fantasmas, naturaleza inestable, sueños frustrados, pesadillas corpóreas.

Era un tiempo rico y oscuro. El tiempo de los Señores de las Espadas. El tiempo en que los Vadhagh y los Nhadragh, enemigos seculares, se extinguían. El tiempo

en que el Hombre, esclavo del miedo, emergía sin darse cuenta de que gran parte del terror que experimentaba era consecuencia simplemente de su nacimiento. Era una de las muchas ironías relacionadas con el Hombre (que, en aquellos días, llamaba a su propia especie «Los Mabdén»).

Los Mabdén vivían breves existencias y se multiplicaban prodigiosamente. En pocos siglos llegaron a dominar el continente occidental en el que habían evolucionado. La superstición los disuadió de enviar sus flotas hacia las tierras de Vadhagh y Nhadragh durante uno o dos siglos más, pero poco a poco se envalentaron al no encontrar resistencia. Y comenzaron a sentir celos de las razas más antiguas; comenzaron a sentir envidia.

Los Vadhagh y los Nhadragh no se daban cuenta de ello. Habían habitado durante un millón de años o más sobre el planeta que, al fin, parecía en paz. Sabían de la existencia Mabdén, pero no los consideraban muy diferentes de los otros animales. Aunque continuaban manteniendo sus tradicionales odios mutuos, los Vadhagh y los Nhadragh ocupaban sus largas horas en meditar sobre abstracciones, en crear obras de arte y cosas similares. Racionales, sofisticadas, satisfechas consigo mismas, aquellas antiguas razas eran incapaces de creer en los cambios que se habían producido. Así, como casi siempre ocurre, ignoraron los presagios.

No había intercambio de conocimientos entre los dos antiguos enemigos, a pesar de que habían celebrado su último combate muchos siglos atrás.

Los Vadhagh vivían en grupos familiares que ocupaban castillos aislados, dispersos por todo un continente llamado por ellos Bro-an-Vadhagh. Apenas había ninguna comunicación entre aquellas familias, pues los Vadhagh habían perdido tiempo atrás el impulso de viajar. Los Nhadragh vivían en sus ciudades, construidas en las islas de los mares del noroeste de Bro-an-Vadhagh. También ellos mantenían pocos contactos, ni siquiera con sus parientes más cercanos. Y ambas razas se consideraban invulnerables. Ambas estaban equivocadas.

El hombre, recién llegado, comenzaba a multiplicarse y extenderse como peste por el mundo. Una peste que atacaba a las razas antiguas en donde las encontraba. Y no sólo era muerte lo que llevaba consigo el Hombre, sino también terror. Deliberadamente, redujo el mundo antiguo a ruinas y huesos. Inconscientemente, provocó un desorden psíquico y sobrenatural de tal magnitud que incluso los Grandes Dioses Antiguos no lo comprendieron.

Y los Grandes Dioses Antiguos empezaron a conocer el Miedo.

Y el Hombre, el esclavo del miedo, orgulloso en su ignorancia, continuó su progreso a tropezones. Era ciego ante los grandes cataclismos levantados por sus ambiciones aparentemente insignificantes. De hecho, el Hombre era deficiente en sensibilidad, no percibía la multitud de dimensiones que llenaban el Universo, cada Plano en intersección con varios otros. No era el caso de los Vadhagh o de los Nhadragh, que habían sabido moverse libremente entre las dimensiones que ellos denominaban los Cinco Planos. Habían observado y comprendido la naturaleza de los muchos Planos, además de los Cinco a través de los cuales se movía la Tierra.

Parecía, por tanto, una terrible injusticia que aquellas sabias razas perecieran a manos de criaturas que aún eran poco más que animales. Era como si los buitres se dieran un festín y se pelearan sobre el cuerpo paralizado de un joven poeta que sólo pudiera mirarlos con ojos confusos mientras ellos le robaban lentamente una existencia exquisita que nunca podrían apreciar, que nunca sabrían que estaban arrancando.

—Si apreciaran lo que robaron, si supieran lo que estaban destruyendo— dice el viejo Vadhagh de la leyenda «La Única Flor del Otoño»—, me sentiría consolado.

Era injusto.

Al crear al Hombre, el Universo había traicionado a las razas antiguas.

Pero era una injusticia eterna y habitual. Los seres vivos pueden percibir y amar el Universo, pero el Universo no puede percibir y amar a los seres vivos. El Universo no distingue entre la multitud de criaturas y elementos que lo constituyen. Todos son iguales. Ninguno es favorecido. El Universo, provisto sólo de materia y del poder de crear, continúa creando: un poco de esto, un poco de aquello. No puede controlar lo que crea y no puede, al parecer, ser controlado por sus creaciones (aunque algunos pueden engañarse a sí mismos pensando lo contrario). Los que maldicen la obra del Universo maldicen a un sordo. Los que la golpean, luchan contra lo indiferente. Los que airados agitan el puño, lo hacen ante ciegas estrellas.

Pero esto no impide que haya quienes intenten combatir y destruir lo invulnerable.

Siempre habrá seres semejantes; algunas veces, se tratará de seres de gran sabiduría, que no podrán soportar creer en un Universo indiferente.

El Príncipe Córum Jhaelen Irsei fue uno de ellos. Quizá fuera el último de la raza Vadhagh, y a veces era llamado el Príncipe de la Túnica Escarlata.

Esta crónica trata de él.

Ya sabemos cómo los seguidores Mabdén del Conde Glandyth-a-Krae (que se llamaban a sí mismos los Den-ledhyssi, o criminales) mataron a los parientes del Príncipe Córum, enseñando con ello al Príncipe de la Túnica Escarlata a odiar, a matar y a conocer la naturaleza de la venganza. Hemos oído cómo Glandyth torturó a Córum, le arrancó una mano, le vació un ojo y cómo Córum fue rescatado por el Gigante de Laahr y llevado al castillo de la Margravina Rhalina, un castillo situado en lo alto de un monte rodeado por el mar.

Aunque Rhalina era una mujer Mabdén (de la más noble casta de Lywm-an-Esh), Córum y ella se enamoraron.

Cuando Glandyth animó a las Tribus Pony, a los salvajes del bosque para que atacasen el castillo de la Margravina, ella y Córum buscaron ayuda sobrenatural y así cayeron en manos del brujo Shool, cuyo dominio era la isla de Svi-an-Fanla-Brool, la Casa del Dios Harto. Y Córum tuvo una experiencia directa de las mórbidas y desconocidas fuerzas que actúan en el mundo.

Shool habló de sueños y realidades. («Veo que estás argumentando en términos Mabdén», le dijo a Córum. «Es lo mejor para ti si deseas sobrevivir en este sueño Mabdén». «¿Es un sueño?», preguntó Córum. «De algún tipo. Bastante real. Es lo que podría llamarse el sueño de un Dios. También podría decirse que es un sueño que un Dios permitió que se convirtiera en realidad. Me refiero, por supuesto, al Caballero de las Espadas, aquel que domina nuestros cinco Planos».)

Con Rhalina como prisionera, Shool podía hacer un pacto con Córum. Le dio dos regalos, la Mano de Kwll y el Ojo de Rhynn, para reemplazar los órganos que le faltaban. Aquellas joyas ajenas habían pertenecido, hacía mucho tiempo, a dos dioses hermanos conocidos como los Dioses Perdidos, pues ambos habían desaparecido misteriosamente.

Shool le dijo a Córum lo que tenía que hacer si quería volver a ver a Rhalina: Córum había de llegar hasta el Caballero de las Espadas.

El Señor Arioch del Caos dominaba aquellos cinco Planos desde que le arrebatase el control al Señor Arkyn de la Ley. Córum debía encontrar el corazón del Caballero de las Espadas, que se encontraba en una de las torres de su castillo y que le permitía materializarse en el mundo y de aquel modo mantener su poder. Sin forma material, el Señor del Caos no podía dominar a los mortales.

Con pocas esperanzas, Córum emprendió el camino hacia el territorio de Arioch; pero, durante la travesía, pues viajó en barco, su nave quedó destruida al pasar cerca de él un enorme gigante que pescaba en las revueltas aguas del mar.

En las tierras de los extraños Ragha-da-Kheta descubrió que el ojo podía ver dentro de los más angustiosos mundos y que la mano podía ordenar a sus espantosos moradores que viniesen en su ayuda. Y que la mano podía percibir el peligro antes de que llegase y que era cruel matando, aun cuando Córum no quisiera matar. Se dio cuenta de que, al haber aceptado los regalos de Shool, había aceptado la lógica de su mundo y no podría escapar de ella.

Durante aquellas aventuras, Córum conoció la eternidad de la lucha entre el Caos y la Ley. Un alegre viajero de Lywm-an-Esh le aclaró las cosas («Es la voluntad de los Señores del Caos la que te domina», dijo. «Arioch es uno de ellos. Hace mucho tiempo hubo una guerra entre las fuerzas del Orden y las del Caos. Las fuerzas del Caos ganaron la guerra y sus Señores dominaron los Quince Planos y, tal y como yo entiendo las cosas, lo que hay más allá. Pero el Orden fue derrotado y sus dioses desaparecieron. Dicen que la Balanza Cósmica se inclinó demasiado en una dirección y por eso se producen tantos acontecimientos arbitrarios en el mundo. Dicen que una vez el mundo fue redondo en vez de plano...» «Algunas leyendas Vadhagh así lo dicen», le informó Córum. «Sí, pues los Vadhagh llegaron a su apogeo antes de que el Orden fuese desterrado. Por eso los Señores de las Espadas odian tanto a las Antiguas Razas. No han sido creadas por ellos. Pero los dioses no pueden inmiscuirse demasiado en asuntos de mortales, así que trabajan principalmente a través de los Mabdén...» Córum respondió: «¿Es ésa la verdad?» Hánafax se estremeció. «Es una verdad...».)

En las Tierras de la Llama, donde vivía la Reina Oo-resé, Córum vio una figura misteriosa que desapareció casi en el acto, tras matar a Hánafax con la Mano de Kwll, sabiendo ésta que pronto le traicionaría.

Descubrió que Arioch era el Caballero de las Espadas, y que Xiombarg, quien dominaba los cinco Planos siguientes, era la Reina de las Espadas, y que el más poderoso de todos los Señores del Caos era Mabelode, el Rey de las Espadas. Córum aprendió que los corazones de todos ellos estaban guardados en lugares donde no pudieran ser alcanzados. Después de nuevas aventuras en el castillo de Arioch, logró encontrar el corazón del Caballero de las Espadas y, para salvar su vida, lo destruyó, enviando a Arioch al limbo y permitiendo que Arkyn volviese a su antiguo reino.

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