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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria

 

Los cielos están manchados con la sangre de los hombres…

Mientras las Valquirias cantan su canción.

Esta frase de la saga islandesa de Njal es una entrada perfecta para explicar la situación en la que se encuentra el detective Jan Fabel. Sus relaciones con las mujeres de su vida se están volviendo cada vez más complicadas: su pareja, Susanne, desea afianzar su compromiso; su hija está planteándose unirse al cuerpo de policía, algo de lo que su ex mujer le culpa a él.

En este estado de cosas, un violento asesinato en el distrito rojo de Hamburgo desentierra el fantasma de una asesina en serie que hace diez años actuó impunemente y que nunca fue capturada. ¿Será posible que se trate de nuevo del Ángel de Sant Pauli? Mientras los crímenes se suceden sale a la luz un proyecto olvidado de la Stasi: poner en marcha a un grupo de sicarios de elite formado enteramente por mujeres que se denominó Valquiria…

Craig Russell

La venganza de la Valquiria

ePUB v1.1

NitoStrad
01.04.13

Título original:
The Valkyrie Song

Autor: Craig Russell

Fecha de publicación del original: agosto 2009

Traducción: Santiago del Rey Farrés

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A Wendy

Los cielos están manchados con la sangre de los hombres, mientras las valquirias cantan su canción.

SAGA DE NJÁL

Los destinos de vida y muerte los repartían las valquirias, siervas de Odín, en el salón de los guerreros del Valhalla.

Eran las valquirias, con sus terribles gritos de guerra llenando los cielos, las que recorrían el campo de batalla, reuniendo las almas de aquellos a los que habían adjudicado la muerte.

En nórdico antiguo,
valkyrja
significa «la que escoge a los caídos».

Prólogo
I

Mecklenburgo

1995

T
odas las hermanas, pensó, se reflejan entre sí.

Ute permanecía sentada y se miraba a sí misma en su reflejo más joven: Margarethe. Margarethe parecía cansada. Y triste. A Ute le dolía verla así. De pequeñas parecía como si la energía hubiera sido repartida de manera desigual entre ambas: Margarethe había sido siempre la hermana más alegre, la más lista, la más guapa. A Ute le dolía también ver a su hermana en un sitio como aquel.

—¿Recuerdas —dijo Margarethe, mirando el cristal azulado de la ventana— cuando éramos pequeñas? ¿Recuerdas que fuimos a la playa, miramos el lago Schaalsee y dijiste que un día lo cruzaríamos en barco y nos iríamos al otro lado de Alemania, o a Dinamarca o a Suecia? Me dijiste que no estaba permitido. ¿Recuerdas cómo me enfadé?

—Sí, Margarethe, lo recuerdo.

—¿Puedo contarte un secreto, Ute?

—Claro, Margarethe. Para eso están las hermanas. Igual que cuando éramos pequeñas. Entonces siempre nos contábamos nuestros secretos. Por la noche, cuando ya habían apagado las luces, cuando podíamos susurrarnos tranquilamente sin que mamá y papá nos oyeran. Venga, cuéntame tu secreto.

Estaban sentadas a la mesa, cerca de la ventana que daba a los jardines. Hacía un día espléndido y soleado, y los macizos de flores se veían repletos, aunque la vista quedaba levemente teñida de azul cobalto por el grueso cristal de la ventana. «Debe de ser —pensaba Ute— porque es un cristal especial. De ese tipo que no se puede romper». Al menos era mejor que mirar entre rejas.

Margarethe miró con suspicacia a los demás pacientes, a las visitas y los cuidadores. Luego volvió a aislarse, reduciendo todo el universo a sí misma, a su hermana y a aquella vista teñida de azul. Se echó hacia delante con aire confidencial para hablarle a Ute. En ese momento se convirtió otra vez en la niña preciosa que había sido. En la misma niña preciosa.

—Es un secreto terrible.

—Todos tenemos alguno —dijo Ute, posando la mano sobre la de su hermana.

—Necesitaré mucho tiempo para contártelo. Montones de visitas. No lo he contado nunca, pero ahora he de contárselo a alguien. ¿Volverás para verme y escuchar mi secreto?

—Claro que sí. —Ute sonrió con tristeza.

—¿Recuerdas cuando se llevaron a mamá y a papá? ¿Recuerdas cómo nos separaron y nos enviaron a distintas residencias?

—Ya sabes que sí. ¿Cómo iba a olvidarlo? Pero no hablemos ahora de esas cosas…

—A mí me enviaron a un sitio especial, Ute. —La voz de Margarethe se había convertido en susurro sibilante—. Dijeron que yo era diferente. Que era especial. Que podía hacer por ellos cosas que otras chicas no podían hacer. Me dijeron que podía convertirme en una heroína. Me enseñaron a hacer cosas, cosas terribles. Tan malas que nunca te las he contado. Nunca. Por eso estoy aquí. Ese es mi problema: todas las cosas espeluznantes que tengo en la cabeza… —Frunció el ceño, como abrumada por el peso de lo que contenía su mente—. No estaría aquí si no me hubieran enseñado a hacer cosas tan terribles.

—¿Qué cosas, Margarethe?

—Te lo voy a contar. Ahora te lo cuento. Pero tienes que prometerme que, después, tú te encargarás de arreglarlo todo.

—Te lo prometo, Margarethe. Eres mi hermana. Te prometo que lo arreglaré todo.

II

Hamburgo

Enero de 2008

L
e estaba esperando.

Lo divisó en cuanto apareció en Erichstrasse, frente al Museo Erótico. Caminaba en su dirección, pero aún no podía verla. Ella retrocedió hacia las sombras de la placita adoquinada. Aquel sería el lugar. La plaza en sí misma no tenía luz, solo la que se colaba desde las calles de ambos extremos, y quedaba aún más ensombrecida por los dos árboles que se alzaban en el círculo de tierra que había en el centro.

Le estaba esperando.

Mientras se acercaba, reconoció su cara. No lo había visto nunca en carne y hueso, pero lo reconoció. Era una cara que rebasaba el ámbito del mundo real. Una cara que conocía de la televisión, la prensa y los carteles de los escaparates. Una cara familiar, aunque de un universo paralelo.

Vaciló por un momento. Siendo quien era, debía de haber otros con él. Ayudantes, guardaespaldas. Retrocedió hacia las sombras. Cuando lo tuvo más cerca vio, sin embargo, que iba completamente solo.

Él no la había visto hasta que llegó a su altura, hasta que ella salió de las sombras y dijo en inglés:

—Hola. Yo le conozco.

El hombre se detuvo sobresaltado. Inseguro.

—Claro —dijo—. Todo el mundo me conoce. ¿Me estabas buscando?

Ella se abrió el abrigo, exhibiendo su cuerpo desnudo, y en la cara del hombre se dibujó una sonrisa. Lo rodeó con un brazo, lo arrastró a las sombras. Él le puso las manos encima, las metió dentro del abrigo, sobre su piel cálida y suave en medio de la noche invernal. Descubrió que su aliento también era cálido cuando ella le puso los labios en el oído.

—Te buscaba… —le dijo.

—Yo no venía para esto —respondió él sin aliento, pero se dejó arrastrar hacia la oscuridad.

—Ni yo he venido a pedirte un autógrafo… —dijo ella, deslizándole la mano por el vientre. Encontrándolo.

—¿Cuánto? —preguntó él, con voz suave pero tensa de deseo.

—¿Cuánto? —Ella lo miró a los ojos y sonrió—. No, cielo, esto es gratis. Tuyo para siempre, no te costará nada.

Le sostuvo la mirada al hombre, pero sus manos se movieron con destreza. Él notó que le aflojaba el cinturón, que le levantaba la camisa, y luego el frío de la noche en su piel desnuda.

Y de pronto se cayó al suelo.

Los adoquines estaban húmedos y fríos, y soltó una risotada de asombro ante su propia torpeza. Se había desmoronado contra el muro de ladrillo de detrás, con las piernas totalmente abiertas. ¿Por qué se había caído? Sentía como si las piernas no le pertenecieran y se las miró extrañado, preguntándose por qué habrían cedido bajo su peso. Entonces levantó la vista hacia la mujer, plantada a horcajadas sobre él, y el fuego de sus ojos lo aterrorizó. Vomitó sin previo aviso, sin sentir náuseas primero. Un repentino escalofrío lo recorrió de arriba abajo, hasta los mismísimos huesos. Miró el vómito desparramado por su pecho y por los adoquines cercanos. Relucía con un brillo negro rojizo a la tenue luz de la plaza.

Levantó la vista otra vez, como si ella pudiera explicarle por qué se había caído, por qué había tanta sangre. Entonces la vio: la esquirla de acero que destellaba en su mano enguantada. Sintió algo cálido y húmedo bajo la ropa. Encontró con dedos temblorosos el frente de la camisa y se la abrió de un tirón. Los botones saltaron en la oscuridad y rodaron por los adoquines. Tenía el vientre abierto y, a la media luz, vio que le salía un bulto de la herida: algo gris, húmedo y reluciente con vetas rojizas. De su vientre rajado subía un vaho que se diluía en el aire de la noche. La sangre manaba rítmicamente de la herida, con el mismo compás que los latidos que resonaban en sus oídos. Tenía frío. Y sueño.

La mujer se agachó sobre él y utilizó la hombrera de su carísimo abrigo para limpiar la hoja ensangrentada. Luego, con la misma destreza y precisión con que lo había acuchillado, le registró los bolsillos. Después de quitarle la agenda, la billetera y el teléfono móvil, volvió a inclinarse a su lado. El hombre sintió una vez más en el oído el calor de su aliento.

—Diles quién te ha hecho esto —le susurró todavía en inglés; todavía seductora—. Cuéntales que ha sido el Ángel quien te ha abierto las entrañas… —Se puso de pie, guardándose el cuchillo en el bolsillo del abrigo—. Asegúrate de decirlo antes de morir…

III

Veinticuatro años antes:

Berlin-Lichtenberg,

República Democrática Alemana

Febrero de 1984

N
iñas. Estamos hablando de niñas, ¿no?

La pregunta del comandante Georg Drescher quedó flotando en el aire cargado de humo. Todos permanecieron en silencio mientras una joven con el uniforme del Regimiento de Vigilancia Felix Dzerzhinsky entraba cargada con una bandeja con tazas y una cafetera.

El ministerio de Seguridad del Estado, MfS, de la República Democrática Alemana —conocido rencorosamente como Stasi por la población a la que decía servir— ocupaba una manzana entera en el distrito Lichtenberg de Berlín Este. La inmensa sala donde se hallaba el comandante Georg Drescher estaba en la primera planta del cuartel general, en Normannenstrasse. Era una sala imponente revestida de roble con un enorme mapa de Alemania —Este y Oeste— en la pared. Junto a este campeaba un gran escudo de armas, el blasón del ministerio, cuyo lema proclamaba que la Stasi era «la espada y el escudo del Partido». Una mesa de roble dominaba el centro de la estancia, como un portaaviones en dique seco. En una esquina había un busto de Lenin; en la pared opuesta, los retratos del secretario general Erich Honecker y del ministro de Seguridad del Estado Erich Mielke observaban ceñudos la asamblea reunida alrededor de la mesa.

Aquella era la sala de reuniones: el lugar donde se analizaban y decidían tácticas y estrategias. Era allí donde la policía secreta más eficiente del mundo tramaba planes contra los enemigos del extranjero. Y contra su propio pueblo.

La Stasi contaba con otras salas en ese mismo complejo y también en Hohenschönhausen, un par de kilómetros al norte. Dependencias donde se hacían otras cosas además de hablar. Almacenes repletos hasta los topes de ropa interior sustraída de los domicilios de potenciales disidentes: cada prenda etiquetada con el nombre y el número de identificación, para que los perros especialmente adiestrados de la Stasi tuvieran, en caso necesario, un rastro que seguir. En algunas habitaciones se diseñaban y se fabricaban dispositivos de escucha y armas especiales, o se desarrollaban y probaban sueros y venenos. En otras, se transcribían las innumerables horas de conversaciones secretamente grabadas, se revelaban miles de fotografías, se revisaban kilómetros y kilómetros de filmaciones clandestinas. Había plantas enteras del cuartel general de la Stasi dedicadas a albergar el inmenso archivo de los expedientes abiertos a ciudadanos de la República Democrática. Ningún Estado había amasado jamás tal cantidad de información sobre su propio pueblo, recogida a través de la red de 91.000 agentes de la Stasi y de 300.000 personas corrientes que colaboraban «de manera informal» con el ministerio por el bien del Estado, por dinero o por un ascenso en el trabajo. O simplemente para salvarse ellos mismos de la cárcel. Uno de cada cincuenta, del total de la población de Alemania del Este, espiaba a sus vecinos, amigos y parientes.

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