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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Pobre Manolito (3 page)

Siempre que hay fútbol todos los clientes del Tropezón se llevan la comida de casa porque el dueño dice que en ese tipo de días históricos él no está dispuesto a estar de criadito de nadie, que él no se está levantando todo el rato porque dice que por estar como un esclavo se ha perdido toda su vida los goles más importantes que ha habido en el terreno futbolístico. Mi abuelo le dijo un día:

—Pues cierra el bar y deja de quejarte.

Pero el dueño del Tropezón dice que ver un partido en casa no tiene emoción, que no hay nada como verlo desde la barra de su Tropezón. Así que su táctica es ésta: antes de empezar el partido va y pregunta a los padres: «¿Cuántos vinos te vas a tomar?» o «¿Cuántas cervezas?», y el padre va y responde que diecisiete, por ejemplo, y él le dice que le parecen pocas, que lo piense antes de que sea demasiado tarde, y el padre dice: «Entonces pon tres más, que es mejor que sobre que no que falte». Y con este acuerdo el dueño del Tropezón te las pone todas en fila en la mesa y sanseacabó. Yo he visto a gente llorándole a mitad del partido diciéndole:

—Ezequiel, dame otra, por favor, me quedé corto.

Y él en su barra, completamente impertérrito, contestando:

—Ah, se siente, esas cosas se piensan antes.

No lo creerás pero este trato le funciona muy bien con la clientela; nunca ningún padre se ha cambiado a otro bar. Su lema es:

«Con el cliente, mano dura. El dueño siempre tiene razón, para eso es el dueño. Si al cliente no le gustan estas reglas, que se largue: hay más bares que chinos.»

Con estas mismas palabras lo tiene escrito en un azulejo de tamaño Porcelanosa en el mostrador, justo al lado de una foto en la que salen sus cinco hijos, que lleva debajo una frase: «Papá, no corras». Él no tiene coche ni sabe conducir, pero siempre ha envidiado a mi padre, que es camionero, por tenernos al Imbécil y a mí al lado de la radio del camión.

Aquel sábado siete de enero todo Carabanchel (Alto) estaba en el Tropezón. La gente se traía sillas de otros bares. Era impresionante. Y allí estaba yo, haciendo que me gustaba el fútbol (llevo disimulando desde que tengo uso de razón), y todo porque mi padre no me desherede. Me molestaría mucho que fuera el Imbécil el que se quedara con el camión. Por eso llevo toda mi existencia sin poder confesar que no me entero de nada cuando veo un partido.

Tengo que hacer que entiendo para ser alguien en esta vida.

Cuando meten un gol «me pongo forofo perdido», grito más que nadie, y así voy salvando el tipo, aunque hay veces que te vas de la lengua y metes la pata y ocurre lo peor. Eso es lo que sucedió aquella tarde maldita, que me pasé de rosca.

Aquel fallo pudo costarme la vida. Cuando el Madrid metió el cuarto gol, me subí encima de una silla, tomé aire y con todas las fuerzas que me cabían en el cuerpo que tengo, grité:

—¡Todos juntos: Tres hurras por Romario!

Lo grité con tanto ímpetu que se me empañaron los cristales de las gafas y no pude ver que todas las caras se volvían hacia mí. Escuché, eso sí, «un silencio atronador». Un silencio sepulcral. Me limpié las gafas para ver qué pasaba. Dejaron de mirarme a mí y miraron a mi padre como suelen mirar los que están en la barra de los bares del Oeste al forastero que entra en el
saloon
. Aquellas personas querían que mi padre me diera mi merecido, pero mi padre es contrario a la violencia física (no es como mi madre) y lo único que pudo hacer es bajar la cabeza avergonzado. A mí me estaba doliendo ese momento como si me hubieran dado una colleja, pero en el Tropezón no se conforman con la clásica humillación psicológica. Busqué a mi abuelo para que me defendiera, pero en aquel momento crucial de mi vida estaba dormido en un rincón. Entonces Yihad rompió el hielo. Me dio un pequeño puñetazo. Como estaba mi padre delante se cortó un poco. Fue un golpe limpio, me dio tiempo a quitarme las gafas. Me dieron ganas hasta de darle las gracias. Mi padre le dijo al padre de Yihad:

—¿Alguna vez dejará tu hijo de pegar a este pobrecico mío?

Y el padre de Yihad dijo:

—Manolo, tenemos que admitir que en esta ocasión tu Manolito se la ha ganado; a un niño no le puedes dejas salir a la calle si no sabe que Romario está en el Barcelona. ¡Por Dios, un poco de cultura general! Además no ha habido daños materiales, las gafas están intactas y los daños físicos no son de importancia. Por esta vez la actuación de mi Yihad ha sido irreprochable. El muchacho se ha portado. Manolo, dile a tu chico que o se pone al día o que no vuelva.

Mi padre iba a contestar, pero el Madrid metió el quinto gol y la clientela se olvidó de los daños psicológicos, que son los que más me habían dolido.

Yo prefería olvidarme para conseguir que Yihad se olvidara también del asunto, aunque tenía muy claro que al lunes siguiente todos en la escuela se enterarían de mi metedura de pata.

Cuando llegamos a casa mi padre me fue a despedir a la cama y me dijo:

—No te preocupes, Manolito, mañana te enseñaré la alineación del Real Madrid, para que nadie pueda levantarte ni la voz ni la mano.

Todo se quedó a oscuras y pasó un rato. Creía que yo era el único ser despierto sobre el mundo mundial, pero mi abuelo me dijo:

—Manolito, pásate conmigo a la cama a calentarme los pies.

Me pasé y nos pusimos de cara a la ventana, que es del lado del que nos dormimos.

—Manolito, no te preocupes, el próximo partido, después de comernos la tortilla, vente conmigo al rincón y nos dormimos todo el partido juntos. Cuando haces eso nadie se fija en ti.

—Abuelo, a ti es que no te importa nada en la vida.

—Sólo dos cosas: tú y el Imbécil.

Mi abuelo, mi superabuelo, siempre estaba en mi equipo. Noté que se estaba quedando dormido y le moví para preguntarle una duda mortal que yo tenía desde hacía tiempo:

—Abuelo, pero yo te importo un poco más que el Imbécil, ¿verdad?

—Un poco más, sí, pero no lo vayas diciendo por ahí.

Al momento oí su primer ronquido y le metí la mano en la boca para quitarle la dentadura. Le dije:

—Abuelo, qué harías si no fuera por mí. Siempre tengo que estar en todo.

Y me respondió con un ronquido que hizo temblar Carabanchel (Alto).

Mal de muchos, consuelo de tontos

Este fin de semana no tengo paga y me han prohibido ver los dibujos. Y a mí qué. Soy el tío más feliz que existe en estos momentos en el mundo mundial.

¿Y cómo es posible —te preguntarás tú y se preguntará toda España— que haya alguien tan loco que sea feliz sin dinero para comprar chucherías y sin poder ver la tele?

Es cierto, cualquiera se sentiría desgraciado en mi lugar; incluso yo me sentiría desgraciado en mi lugar si no fuera porque… no soy la única persona que ha sido castigada en esta casa. Por primera vez en la historia de mi vida comparto un castigo con mi querido hermanito el Imbécil.

Normalmente me castigan a mí solo, y cuando me castigan, al ser que más odio tengo es al Imbécil, más que a mi madre, y eso que es ella quien me castiga. No me preguntes el porqué de esa reacción, es un misterio aún no resuelto por la ciencia.

Pero esta vez ha sido distinto. Empezaré por el principio de los tiempos:

Resulta que el Imbécil es un niño que a los cuatro años que tiene no controla sus esfínteres como a mi madre le gustaría. Lo diré en términos científicos para que lo entiendas: el Imbécil se mea en la cama. Mi madre lo ha intentado arreglar con sus métodos tradicionales, o sea, gritando por el pasillo:

—¡Otra vez! ¡No gano para detergente con el niño cochino éste! ¡Te voy a mandar a dormir a la taza del wáter!

Pero nunca cumple su amenaza. El Imbécil vuelve a dormir en su cuna gigantesca, vuelve a mearse y mi madre vuelve a gritar por el pasillo todas las mañanas a las ocho. Ésta es la maravillosa forma con la que los García Moreno recibimos un nuevo día en el calendario de nuestras vidas. Por la manera de chillar de mi madre se diría que va a agarrar al Imbécil por los pies y a tirarle por el hueco de la escalera. Pues no. Después de los gritos lo coge en brazos y en el mismo pasillo donde antes le insultaba ahora le atiza unos besos tipo oso hormiguero que el Imbécil aguanta sin decir ni mu porque es el mimadito de su mamá.

Esta escena se viene repitiendo desde hace varios siglos hasta el otro día que subió la Luisa (mi vecina de abajo) y le dijo a mi madre que la tarde anterior había llamado al programa de radio
Una solución para cada problema
y le había preguntado al señor locutor:

—Mire usted, soy la señora de Palomino, más conocida como la Luisa, y me ocurre lo siguiente: mi vecina íntima del piso de arriba grita como una posesa todas las mañanas porque su hijo no controla sus esfínteres. Estoy desesperada. ¿Qué puedo hacer?

Y el locutor le respondió:

—Vayamos a la raíz del asunto: ese niño que se mea incontroladamente. Ese niño tiene un problema psíquico-psicológico y hay que llevarlo rápidamente a un especialista. No hay tiempo que perder.

Cuando la Luisa nos terminó de contar el terrible consejo del señor locutor, mi madre dijo con lágrimas en los ojos:

—Si ya lo sabía yo que el pobrecillo no se meaba por gusto.

Al día siguiente fuimos todos al despacho de la
sita
Espe, que es la psicóloga de mi colegio. Fuimos mi madre, el abuelo, la Luisa, yo y el Imbécil. Como éramos tantos la pobre
sita
Espe se tuvo que quedar de pie. Fue bastante divertido. Mi abuelo se sentó en el sillón de la
sita
Espe, que tiene ruedas, y al final de la visita le dijo a la
sita
:

—¿No le importa empujarme el sillón hasta la puerta? Siempre me he preguntado qué sentiré el día en que mis piernas me fallen y tenga que ir en silla de ruedas.

Esta es una de las clásicas trolas de mi abuelo. Siempre que le gusta una chica se le ocurren cosas así, y la
sita
Espe le gusta.

El Imbécil y yo nos pusimos a ayudar a la
sita
Espe empujando la silla de ruedas y al final estampamos a mi abuelo contra la puerta. A pesar del golpe que se llevó en la frente mi abuelo dice que mereció la pena.

A lo que iba, la
sita
Espe dijo que ella no sabía cómo tratar a los niños que se meaban incontroladamente, así que nos dio la dirección de un médico hipnotizador muy eminente.

La tarde siguiente nos fuimos los mismos a ver al doctor hipnotizador; íbamos en el coche de la Luisa, que se acaba de sacar el carnet y nos lleva de conejillos de indias. Después de que nos insultaran prácticamente todos los conductores de Madrid y de realizar un aparcamiento forzoso, o sea, chocando con el coche de atrás y con el de delante, subimos a casa del doctor hipnotizador que era la casa más lujosa que yo había visto en mi vida. El doctor hipnotizador no nos dejó entrar a todos a su despacho. Mi abuelo y yo nos quedamos fuera, pero estuvo chachi: nos comimos toda la bandeja de caramelos que había en la mesa. Mi madre salió de la consulta tan pálida que el abuelo dijo:

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