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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (25 page)

En la segunda planta, el agente me encerró en el cuarto para interrogatorios. Me pidió que tomara asiento en una de las sillas y fue a por café para los dos. En su ausencia estudié la habitación.

Yo había descrito cuartos de interrogatorios e interrogatorios en muchos de mis libros, y esas desnudas paredes concordaban muy bien con mis descripciones. Resumiendo, creía tener un relativo conocimiento de lo que me esperaba. El hecho de que un agente solo me hubiera pedido que le acompañara y no formulara cargos contra mí en el lugar significaba que no me consideraban sospechoso de haber asesinado a Verner. Tampoco lo había hecho, pero no me favorecería que descubrieran que había estado en el lugar del crimen.

El agente volvió con el café y colocó un pequeño chisme negro en la mesa entre nosotros. Era una grabadora electrónica, muy alejada del cásete o de la vieja grabadora. De alguna manera hizo que me relajara un poco. Tener enfrente una grabadora grande con la cinta rodando me hubiera impresionado más. La visión de ese registro mecánico de mis palabras no desataría mis nervios.

Kim Vendelev sacó
Quien bien siembra
del bolsillo y lo echó sobre la mesa.

—Odio la novela policiaca —dijo tras haberse sentado—. Es tan irreal y llena de clichés que casi siempre acabo tirándola a la basura, presa de la rabia.

Fruncí las cejas. Era difícil imaginarse al muchacho que tenía delante en un ataque emocional explosivo y concluí que mentía. Lo había dicho para provocar una reacción en mí, lección número uno de la técnica de interrogatorio. Me encogí de hombros.

—Allá cada uno con sus gustos —respondí—. Si es realismo lo que quiere, seguro que no es este el mejor género. Si siguiéramos un desarrollo realista del caso, sería el libro más aburrido del mundo. ¿Quién leería una novela repleta de llamadas telefónicas interminables, artículos legales y expedientes?

—Pero es así como se esclarecen los delitos —señaló el inspector.

—Pero no es lo que los lectores piden. Los lectores quieren suspense y clichés. Por supuesto que les gusta un cierto realismo, pero tienen que poder situarse y reconocer la situación, no funciona confundirlos.

—¿Con datos?

—Sí. Usted y yo sabemos muy bien que, cuando se recibe un disparo, no se sale volando por los aires, pero en cantidad de películas de acción y de novelas de suspense se hace salir volando a las víctimas por ventanas e ir a caer a cornisas o barandillas tras haber recibido un disparo. El público lo espera y reaccionaría mal si no se le entregara ese producto.

Kim Vendelev ponderaba lo que yo acababa de decir.

—La gente quiere ser engañada —resumí.

—¿Le ha tentado alguna vez hacerlo realidad? —me preguntó de repente.

—¿Hacer realidad el qué?

—El crimen perfecto —respondió—. Quiero decir, ha empleado la mayor parte de su vida en pensar ingeniosas maneras de asesinar. Así que… ¿no ha deseado nunca ponerlas en práctica? ¿Demostrar que es más listo que nadie?

Lo negué sacudiendo la cabeza.

—Nunca.

—¿Ni siquiera si lee sobre un crimen en el que atrapan al asesino a causa de algún detalle que ha pasado por alto?

Sentí un picor en el cuero cabelludo y tuve que forzarme para no rascarme el cabello. ¿Pretendía confrontarme con el crimen de Gilleleje, revelar que conocía la conexión de este con Verner?

—Quizá me divierta lo imprudente que puede ser a veces la gente una vez que decide cometer un crimen, pero yo nunca he deseado hacerlo.

—¿Nunca se ha colocado en el lugar del asesino?

—Solo por logística. Estudio el lugar del crimen con los ojos del asesino para que todo sea verosímil. Los objetos deben estar en el lugar adecuado, los muebles tienen que estar situados correctamente unos en relación con los otros, y la salida y la entrada tienen que concordar con los hechos. —Hice una pausa—. Soy escritor, no criminal.

Kim Vendelev asintió.

«Ahora lo soltará —pensé—. Ahora sacará el periódico con los titulares de Gilleleje y, al lado, las fotografías de la autopsia de una Mona Weis que clava sus ojos azules en mí. Ahora soltará su ataque sorpresa».

En lugar de ello, hizo un gesto defensivo.

—Sí, sí, solo quería saber cómo trabajan ustedes los escritores —dijo—. Creo que muchos policías no entienden cómo pueden imaginase todas esas atrocidades sin que les afecten de una u otra forma. ¿Pueden dormir por las noches?

—Ningún problema —mentí.

Sabía que tenía aspecto de no haber dormido en varias semanas, y la verdad era que normalmente dormía mal. No eran mis crímenes en sí lo que me desvelaba, sino los sentimientos que los inspiraban. En general, el alcohol me ayudaba, al menos a coger el sueño, pero también me producía agitados sueños, de los que nunca podía recordar más que amenazadoras sombras oscuras.

—Pero, por lo demás, el crimen ya no es lo que era —dije—. Ahora es vuestro momento, el de los técnicos. Con el ADN, los teléfonos móviles y las cámaras por todos lados no queda ya mucho trabajo auténtico para el detective. Cuando empecé a escribir novela policiaca, el asesino podía borrarlo todo solo quemando el cadáver o sacándole los dientes y cortándole la punta de los dedos, pero ahora se acabó.

—Parece decepcionado —dijo Kim Vendelev.

Abrí los brazos.

—Solo digo que el romanticismo ha desaparecido.

—¡Romanticismo! —exclamó el agente—. No existe el romanticismo en un crimen.

—No, pero tampoco hay demasiado suspense en una prueba de ADN o en que todas las víctimas potenciales circulen con un teléfono móvil.

—¿Es por eso por lo que no tiene móvil? —preguntó.

La pregunta me pilló de improviso, en parte porque parecía que el inspector había verificado si lo tenía y, en parte, porque podía tener razón.

—Quizá —respondí—. No me había parado a pensarlo. En todo caso, es cansado hacer verosímil que mis víctimas no tienen móvil, o hallar miles de motivos que expliquen que no tienen cobertura en el momento en que el asesino les va a la caza.

—Pero ¿quizá proporcione otras formas de suspense? —propuso el agente—. Por ejemplo, que la víctima esté en contacto con alguien mientras ocurre. —Sonrió.

—Voy a pensarlo —dije, y le devolví la sonrisa.

Kim Vendelev dio una palmada.

—Bueno, mejor empezamos. —Y pulsó el aparato negro de encima de la mesa.

El interrogatorio duró una buena hora y, a diferencia de la charla introductoria, fue muy objetivo. Me preguntó por mi relación con Verner, cuándo lo había visto por última vez y qué estaba haciendo en el momento del crimen. Yo no tenía coartada para el resto de la noche, después de haber cenado juntos, pero eso no pareció preocuparle. Me preguntó si Verner tenía algún enemigo, pero seguro que eso él ya lo sabía. Se apreciaba que lo conocía muy bien y tuve la impresión de que Kim Vendelev había sido un trepa bajo la óptica de Verner. Y al contrario, seguro que, a ojos del inspector, Verner era una vergüenza para el cuerpo de policía, y si le motivaba atrapar al asesino no era por la identidad de la víctima, sino por la institución a la que representaba.

En ningún momento mencionó el crimen de Gilleleje y yo agradecí que, visiblemente, el inspector tuviera el buen gusto de no leer mis libros.

En resumen, creo que salí bien parado del interrogatorio. Las preguntas acerca de la muerte de Verner eran lo suficientemente concretas para que pudiera responderlas con sinceridad. Pero, por supuesto, quedaban en el aire algunas casualidades sospechosas respecto a mi persona. Yo había sido el último en ver a Verner con vida, y luego estaba, claro, el propio método de asesinarlo. Kim Vendelev abordó estas circunstancias con cierta vacilación; solo para constatar que todavía no habían sido lo suficientemente estudiadas, pero enseguida pasó a otras preguntas. Al despedirnos tuve que asegurarle que no abandonaría el país —ese cliché se mantuvo—, y yo estaba convencido de que no sería la última vez que lo veía.

Volví al hotel caminando.

Ferdinan estaba en la recepción, seguía con la misma expresión triste y se movía de forma infinitamente más lenta de lo acostumbrado en él, siempre tan enérgico. Al verme meneó la cabeza una vez más.

—Es horroroso —dijo.

Yo asentí, pero no dije nada.

—Y la policía, corren por todo el hotel —continuó diciendo desconsolado—. ¿Qué van a pensar mis clientes?

—Estoy seguro de que no te reprochan nada —dijo.

—Quizá. Pero ¿cómo van a sentirse seguros de aquí en adelante?

Le di un apretón de hombros.

—Lo atraparán. Y después tendrás todavía una historia más que contar.

Ferdinan me miró a los ojos agradecido.

—Pero mira que si hubieras tenido tú esa habitación… —dijo—. Podías haber sido tú.

—No lo creo —respondí seguro—. Parece más una venganza que otra cosa.

—¿Igual que en el libro? —Exactamente como en el libro.

28

D
EMONIOS INTERIORES
tuvo un duro trato en la prensa, pero las ventas hablaban por sí solas, fue un éxito.

Finn Gelf estaba desbocado.
Demonios exteriores
había financiado los locales de la editorial en Gammel Mont, y ahora parecía que
Demonios interiores
podía asegurar la estabilidad del negocio una serie de años por venir. Había excedentes para que él pudiera emplear un poco de dinero del negocio para comprarse un chalé en España y cambiar su viejo Fiat por un BMW.

Yo mismo estaba contento, aliviado de seguir poseyendo lo que creaba lectores, y estaba agradecido por haber seguido los consejos de Finn en lo de abandonar
Bienvenidos al club
en beneficio de la máquina de dinero que fue
Demonios interiores
.

Todo ese circo con entrevistas, autógrafos y tertulias televisivas empezó de nuevo, y no paré en casa las tres semanas que siguieron a la publicación. Line, que seguía de permiso por maternidad, estaba sola con las dos niñas y demasiado ocupada para participar en el circo, tan agobiada que no tuvo tiempo ni de leer el libro hasta pasados dos meses de la publicación.

Cuando al fin leyó
Demonios exteriores
, me abandonó.

El protagonista y asesino de la historia, Ralf Sindahl, había llegado al mundo bajo traumáticas circunstancias. La madre, una cooperante de la Cruz Roja, se había quedado embarazada de otro cooperante en África. Pero poco antes de dar a luz, fue secuestrada por una tribu africana y violada en un estado avanzado de su embarazo para después practicarle una cesárea improvisada con un machete. El niño fue vendido y circuló de tribu en tribu, pasó hambre y fue maltratado hasta que una familia rica y blanca que no podía tener hijos lo adoptó. Sin embargo, su crianza en la granja de la familia no representó el final de sus problemas. El hombre de la casa era un sádico, no solo con sus empleados, que trabajaban bajo condiciones de esclavitud, sino también con su mujer y la última víctima, el pequeño Ralf. El chico vuelve su frustración contra los empleados, que no se atreven a informar al padre, y sus agresiones se vuelven cada vez más bestiales a medida que se va haciendo mayor. A la edad de catorce años mata a su padre cuando este intenta evitar la agresión a una chica de color que está embarazada. Ralf decide huir, pero, antes de abandonar su casa, la revuelve en busca de dinero. Y entonces descubre un informe que describe su violenta llegada al mundo y un hilo conductor hasta sus padres auténticos. Con el informe, huye a Dinamarca y busca a su padre biológico, Claus, que lo acoge. Claus descubre enseguida que en el chico hay algo diabólico y pocos meses después de la reunificación familiar tiene que ponerle en manos de las autoridades. Ralf no conoce el temor ni la humildad, y su brutalidad le ayuda a iniciar con éxito una carrera como criminal. Pronto dispone de más dinero del que puede gastar. Sin embargo, no es el dinero lo que le interesa, sino el poder. Obsesionado por la idea de que su fuerza proviene de su brutal nacimiento, y en un intento de crear pequeños monstruos a imagen y semejanza suya, secuestra a embarazadas, a las que tortura hasta el momento de dar a luz y después las mata. A los niños los entrega a la inclusa con la certeza de que es su padre psicológico, ya que les une su traumático nacimiento. Está convencido de que los niños crecerán con la misma fuerza que tiene él y un día dominarán el mundo. El destino final de Ralf lo decidirá una mujer embarazada que posee una fuerza especial y que, sirviéndose de una treta, lo saca de quicio hasta poder darle muerte con un mazo.

Pero «sus hijos» andan sueltos por ahí…

No es muy original, lo sé, pero todavía había quien no había leído o visto la película
Los niños del Brasil
, y pensaron que era brutal. Sin embargo, la mayoría de las críticas estuvieron de acuerdo en que
Demonios interiores
era pura basura: una cínica explotación de la necesidad de la gente de sentir terror y sentirse escandalizada.

Una vez más me convertí en Mr. Violento, y
Demonios interiores
fue caracterizado por algunos como un libro malvado y peligroso al que había que boicotear, lo que naturalmente hizo que las ventas se pusieran por las nubes. Muchos bibliotecarios se vieron en la obligación moral de negarse a prestarlo a menores de dieciocho años. Eso provocó que los escolares robaran el libro de las estanterías para leer los episodios más violentos a escondidas y se creó entre los jóvenes un culto en torno a mi persona. Incluso, en una escuela de Aalborg, los profesores atraparon a unos jóvenes que habían creado el Club de los Poetas Muertos, cuyo objetivo era reunir y leer los más minuciosos relatos de torturas de la historia de la literatura. Mis dos libros de demonios se habían convertido casi en su Biblia y los leían en todas sus reuniones. Incluso habían dibujado algunas escenas con una minuciosidad digna del mejor informe policial. Los padres estaban conmocionados; los directores de escuelas, furibundos, y los políticos de extrema derecha hablaban de prohibición, censura o, como mínimo, de poner límite de edad a libros y películas. Muchos de mis colegas escritores hacían cola para declararse en contra de mi actividad literaria. No tenía nada que ver con la literatura, afirmaban, e insinuaron que el papel del libro haría mejor uso en el baño.

Entretanto, aumentaban las ventas.

A la vez, me llamaban y amenazaban por teléfono. Voces coléricas que me decían las peores cosas y detallaban cómo debería ser ejecutado, con métodos que ni siquiera yo era capaz de describir en mis libros. Nos dieron un número telefónico secreto, lo cual puso freno a lo peor, pero no impidió la llegada de montones de cartas. Debido a que mi dirección también era secreta, la correspondencia de los admiradores llegaba a mi editorial. Cada semana me esperaba una bolsa llena a tope. Al principio las abría y leía todas, incluso las que me ofendían; pero poco a poco cogí tanta práctica que ni siquiera abría ya las que contenían ataques de odio, podía percibir la cólera que emanaba de la letra del sobre.

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