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Authors: Pablo Neruda

100 Sonetos De Amor (4 page)

salve! la integridad de tus pies corredores,

viva! la bailarina que baila con la escoba.

Aquellos bruscos ríos con aguas y amenazas,

aquel atormentado pabellón de la espuma,

aquellos incendiaron panales y arrecifes

son hoy este reposo de tu sangre en la mía,

este cauce estrellado y azul como la noche,

esta simplicidad sin fin de la ternura.

Soneto LIV

Espléndida razón, demonio claro

del racimo absoluto, del recto mediodía,

aquí estamos al fin, sin soledad y solos,

lejos del desvarío de la ciudad salvaje.

Cuando la línea pura rodea su paloma

y el fuego condecora la paz con su alimento

tú y yo erigimos este celeste resultado!

Razón y amor desnudos viven en esta casa.

Sueños furiosos, ríos de amarga certidumbre

decisiones más duras que el sueño de un martillo

cayeron en la doble copa de los amantes.

Hasta que en la balanza se elevaron, gemelos,

la razón y el amor como dos alas.

Así se construyó la transparencia.

Soneto LV

Espinas, vidrios rotos, enfermedades, llanto

asedian día y noche la miel de los felices

y no sirve la torre, ni el viaje, ni los muros:

la desdicha atraviesa la paz de los dormidos,

el dolor sube y baja y acerca sus cucharas

y no hay hombre sin este movimiento,

no hay natalicio, no hay techo ni cercado:

hay que tomar en cuenta este atributo.

Y en el amor no valen tampoco ojos cerrados,

profundos lechos lejos del pestilente herido,

o del que paso a paso conquista su bandera.

Porque la vida pega como cólera o río

y abre un túnel sangriento por donde nos vigilan

los ojos de una inmensa familia de dolores.

Soneto LVI

Acostúmbrate a ver detrás de mí la sombra

y que tus manos salgan del rencor, transparentes,

como si en la mañana del mar fueran creadas:

la sal te dio, amor mío, proporción cristalina.

La envidia sufre, muere, se agota con mi canto.

Uno a uno agonizan sus tristes capitanes.

Yo digo amor, y el mundo se puebla de palomas.

Cada sílaba mía trae la primavera.

Entonces tú, florida, corazón, bienamada,

sobre mis ojos como los follajes del cielo

eres, y yo te miro recostada en la tierra.

Veo el sol trasmigrar racimos a tu rostro,

mirando hacia la altura reconozco tus pasos.

Matilde, bienamada, diadema, bienvenida!

Soneto LVII

Mienten los que dijeron que yo perdí la luna,

los que profetizaron mi porvenir de arena,

aseveraron tantas cosas con lenguas frías:

quisieron prohibir la flor del universo.

«Ya no cantará más el ámbar insurgente

de la sirena, no tiene sino pueblo.»

Y masticaban sus incesantes papeles

patrocinando para mi guitarra el olvido.

Yo les lancé a los ojos las lanzas deslumbrantes

de nuestro amor clavando tu corazón y el mío,

yo reclamé el jazmín que dejaban tus huellas,

yo me perdí de noche sin luz bajo tus párpados

y cuando me envolvió la claridad

nací de nuevo, dueño de mi propia tiniebla.

Soneto LVIII

Entre los espadones de fierro literario

paso yo como un marinero remoto

que no conoce las esquinas y que canta

porque sí, porque cómo si no fuera por eso.

De los atormentados archipiélagos traje

mi acordeón con borrascas, rachas de lluvia loca,

y una costumbre lenta de cosas naturales:

ellas determinaron mi corazón silvestre.

Así cuando los dientes de la literatura

trataron de morder mis honrados talones,

yo pasé, sin saber, cantando con el viento

hacia los almacenes lluviosos de mi infancia,

hacia los bosques fríos del Sur indefinible,

hacia donde mi vida se llenó con tu aroma.

Soneto LIX

(G.M.)

Pobres poetas a quienes la vida y la muerte

persiguieron con la misma tenacidad sombría

y luego son cubiertos por impasible pompa

entregados al rito y al diente funerario.

Ellos -oscuros como piedrecitas- ahora

detrás de los caballos arrogantes, tendidos

van, gobernados al fin por los intrusos,

entre los edecanes, a dormir sin silencio.

Antes y ya seguros de que está muerto el muerto

hacen de las exequias un festín miserable

con pavos, puercos y otros oradores.

Acecharon su muerte y entonces la ofendieron:

sólo porque su boca está cerrada

y ya no puede contestar su canto.

Soneto LX

A ti te hiere aquel que quiso hacerme daño,

y el golpe del veneno contra mí dirigido

como por una red pasa entre mis trabajos

y en ti deja una mancha de óxido y desvelo.

No quiero ver, amor, en la luna florida

de tu frente cruzar el odio que me acecha.

No quiero que en tu sueño deje el rencor ajeno

olvidada su inútil corona de cuchillos.

Donde voy van detrás de mí pasos amargos,

donde río una mueca de horror copia mi cara,

donde canto la envidia maldice, ríe y roe.

Y es ésa, amor, la sombra que la vida me ha dado:

es un traje vacío que me sigue cojeando

como un espantapájaros de sonrisa sangrienta.

Soneto LXI

Trajo el amor su cola de dolores,

su largo rayo estático de espinas

y cerramos los ojos porque nada,

porque ninguna herida nos separe.

No es culpa de tus ojos este llanto:

tus manos no clavaron esta espada:

no buscaron tus pies este camino:

llegó a tu corazón la miel sombría.

Cuando el amor como una inmensa ola

nos estrelló contra la piedra dura,

nos amasó con una sola harina,

cayó el dolor sobre otro dulce rostro

y así en la luz de la estación abierta

se consagró la primavera herida.

Soneto LXII

Ay de mí, ay de nosotros, bienamada,

sólo quisimos sólo amor, amarnos,

y entre tantos dolores se dispuso

sólo nosotros dos ser malheridos.

Quisimos el tú y yo para nosotros,

el tú del beso, el yo del pan secreto,

y así era todo, eternamente simple,

hasta que el odio entró por la ventana.

Odian los que no amaron nuestro amor,

ni ningún otro amor, desventurados

como las sillas de un salón perdido,

hasta que se enredaron en ceniza

y el rostro amenazante que tuvieron

se apagó en el crepúsculo apagado.

Soneto LXIII

No sólo por las tierras desiertas donde la piedra salina

es como la única rosa, la flor por el mar enterrada,

anduve, sino por la orilla de ríos que cortan la nieve.

Las amargas alturas de las cordilleras conocen mis pasos.

Enmarañada, silbante región de mi patria salvaje,

lianas cuyo beso mortal se encadena en la selva,

lamento mojado del ave que surge lanzando sus escalofríos,

oh región de perdidos dolores y llanto inclemente!

No sólo son míos la piel venenosa del cobre

o el salitre extendido como estatua yacente y nevada,

sino la viña, el cerezo premiado por la primavera,

son míos, y yo pertenezco como átomo negro

a las áridas tierras y a la luz del otoño en las uvas,

a esta patria metálica elevada por torres de nieve.

Soneto LXIV

De tanto amor mi vida se tiñó de violeta

y fui de rumbo en rumbo como las aves ciegas

hasta llegar a tu ventana, amiga mía:

tú sentiste un rumor de corazón quebrado

y allí de la tinieblas me levanté a tu pecho,

sin ser y sin saber fui a la torre del trigo,

surgí para vivir entre tus manos,

me levanté del mar a tu alegría.

Nadie puede contar lo que te debo, es lúcido

lo que te debo, amor, y es como una raíz

natal de Araucanía, lo que te debo, amada.

Es sin duda estrellado todo lo que te debo,

lo que te debo es como el pozo de una zona silvestre

en donde guardó el tiempo relámpagos errantes.

Soneto LXV

Matilde, dónde estás? Noté, hacia abajo,

entre corbata y corazón, arriba,

cierta melancolía intercostal:

era que tú de pronto eras ausente.

Me hizo falta la luz de tu energía

y miré devorando la esperanza,

miré el vacío que es sin ti una casa,

no quedan sino trágicas ventanas.

De puro taciturno el techo escucha

caer antiguas lluvias deshojadas,

plumas, lo que la noche aprisionó:

y así te espero como casa sola

y volverás a verme y habitarme.

De otro modo me duelen las ventanas.

Soneto LXVI

No te quiero sino porque te quiero

y de quererte a no quererte llego

y de esperarte cuando no te espero

pasa mi corazón del frío al fuego.

Te quiero sólo porque a ti te quiero,

te odio sin fin, y odiándote te ruego,

y la medida de mi amor viajero

es no verte y amarte como un ciego.

Tal vez consumirá la luz de Enero,

su rayo cruel, mi corazón entero,

robándome la llave del sosiego.

En esta historia sólo yo me muero

y moriré de amor porque te quiero,

porque te quiero, amor, a sangre y fuego.

Soneto LXVII

La gran lluvia del sur cae sobre Isla Negra

como una sola gota transparente y pesada,

el mar abre sus hojas frías y la recibe,

la tierra aprende el húmedo destino de una copa.

Alma mía, dame en tus besos el agua

salobre de estos mares, la miel del territorio,

la fragancia mojada por mil labios del cielo,

la paciencia sagrada del mar en el invierno.

Algo nos llama, todas las puertas se abren solas,

relata el agua un largo rumor a las ventanas,

crece el cielo hacia abajo tocando las raíces,

y así teje y desteje su red celeste el día

con tiempo, sal, susurros, crecimientos, caminos,

una mujer, un hombre, y el invierno en la tierra.

Soneto LXVIII

(Mascarón de Proa)

La niña de madera no llegó caminando:

allí de pronto estuvo sentada en los ladrillos,

viejas flores del mar cubrían su cabeza,

su mirada tenía tristeza de raíces.

Allí quedó mirando nuestras vidas abiertas,

el ir y ser y andar y volver por la tierra,

el día destiñendo sus pétalos graduales.

Vigilaba sin vernos la niña de madera.

La niña coronada por las antiguas olas,

allí miraba con sus ojos derrotados:

sabía que vivimos en una red remota

de tiempo y agua y olas y sonidos y lluvia,

sin saber si existimos o si somos su sueño.

Ésta es la historia de la muchacha de madera.

Soneto LXIX

Tal vez no ser es ser sin que tú seas,

sin que vayas cortando el mediodía

como una flor azul, sin que camines

más tarde por la niebla y los ladrillos,

sin esa luz que llevas en la mano

que tal vez otros no verán dorada,

que tal vez nadie supo que crecía

como el origen rojo de la rosa,

sin que seas, en fin, sin que vinieras

brusca, incitante, a conocer mi vida,

ráfaga de rosal, trigo del viento,

y desde entonces soy porque tú eres,

y desde entonces eres, soy y somos,

y por amor seré, serás, seremos.

Soneto LXX

Tal vez herido voy sin ir sangriento

por uno de los rayos de tu vida

y a media selva me detiene el agua:

la lluvia que se cae con su cielo.

Entonces toco el corazón llovido:

allí sé que tus ojos penetraron

por la región extensa de mi duelo

y un susurro de sombra surge solo:

Quién es? Quién es? Pero no tuvo nombre

la hoja o el agua oscura que palpita

a media selva, sorda, en el camino,

y así, amor mío, supe que fui herido

y nadie hablaba allí sino la sombra,

la noche errante, el beso de la lluvia.

Soneto LXXI

De pena en pena cruza sus islas el amor

y establece raíces que luego riega el llanto,

y nadie puede, nadie puede evadir los pasos

del corazón que corre callado y carnicero.

Así tú y yo buscamos un hueco, otro planeta

en donde no tocara la sal tu cabellera,

en donde no crecieran dolores por mi culpa,

en donde viva el pan sin agonía.

Un planeta enredado por distancia y follajes,

un páramo, una piedra cruel y deshabitada,

con nuestras propias manos hacer un nido duro,

queríamos, sin daño ni herida ni palabra,

y no fue así el amor, sino una ciudad loca

donde la gente palidece en los balcones.

Soneto LXXII

Amor mío, el invierno regresa a sus cuarteles,

establece la tierra sus dones amarillos

y pasamos la mano sobre un país remoto,

sobre la cabellera de la geografía.

Irnos! Hoy! Adelante, ruedas, naves, campanas,

aviones acerados por el diurno infinito

hacia el olor nupcial del archipiélago,

por longitudinales harinas de usufructo!

Vamos, levántate, y endiadémate y sube

y baja y corre y trina con el aire y conmigo

vámonos a los trenes de Arabia o Tocopilla,

sin más que trasmigrar hacia el polen lejano,

a pueblos lancinantes de harapos y gardenias

gobernados por pobres monarcas sin zapatos.

Soneto LXXIII

Recordarás tal vez aquel hombre afilado

que de la oscuridad salió como un cuchillo

y antes de que supiéramos, sabía:

vio el humo y decidió que venía del fuego.

La pálida mujer de cabellera negra

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