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Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

1280 almas (9 page)

—Vamos, vamos —dije—. ¿Cuando se cree que Sam hizo todas estas cosas?

Rose vacilo y dijo que, bueno, que no sabía exactamente cuando. Pero, alabado fuera el Señor, sabía con seguridad que las había hecho.

—La gente no se inventa cosas así. ¡Es imposible!

—¿Tú crees?

—¡Pues claro, querido! Además, según dice Myra, casi todo ha partido de la señora de Robert Lee Jefferson. Su propio marido se lo contó y ya sabes que Robert Lee Jefferson no suele mentir.

—Si —dije—. Yo, no parece que haya tenido que hacerlo ahora, ¿no crees?

Tuve que morderme los morros para no reír. O para no hacer lo contrario, quizá. Porque, de veras, era una cosa condenadamente triste, ¿no? Realmente las cosas estaban en una situación muy lamentable.

Por supuesto, todo era en beneficio mío. Había echado el anzuelo a Robert Lee Jefferson y éste había picado. Había hecho ni mas ni menos que lo que yo esperaba: ponerse a preguntar a la gente por las historias que se contaban de Sam. Los interrogados se habían puesto a preguntar a otros. Y no había tardado en aparecer buena cantidad de respuestas; precisamente el tipo de marranadas que la gente suele inventarse cuando no hay nada de cierto.

¿Sabéis? La cosa me afectó un poco. No podía menos de desear que Robert Lee Jefferson no hubiera mordido el anzuelo ni se pusiera a hacer preguntas. Cosa que, a su vez, había empezado a acumular porquería en un hombre tan excelente como Sam Gaddis.

Si señor. En cierto modo deseé que las cosas no hubieran resultado de aquella manera. Aunque se destrozara a Sam y a mi se me reeligiera, cosa que ocurriría sin lugar a dudas.

A menos que fallara algo...

XI

Llovió durante la noche y yo dormí la mar de bien, como ocurre siempre que llueve. A eso de las diez del día siguiente llamó Rose Hauck mientras tomaba mi segundo desayuno, ya que el primero había consistido sólo en unos cuantos huevos y algunos bollos.

Había intentado ponerse al habla conmigo, pero no había podido a causa del chismorreo que se llevaba Myra por lo de Sam Gaddis. Myra le estuvo hablando durante un par de minutos y luego me pasó el auricular.

—Me temo que le ha pasado algo a Tom, Nick —dijo Rose, como si no supiera lo que había ocurrido—. Esta mañana apareció su caballo solo.

—¿Estas preocupada? —dije—. ¿crees que debería ir a buscarle?

—Bueno, Nick, no lo se —dudó—. Si Tom esta bien, puede darle algo cuando vea que he mandado al comisario en su busca.

Dije que aquello estaba claro. Que a Tom no le gustaba que nadie se metiera en sus asuntos.

—Puede que se haya refugiado en algún sitio a causa de la lluvia —dije—. Puede que espere a que se vaya un poco la humedad.

—Juraría que se trata de eso —dijo, fingiendo alivio en la voz—. Probablemente no pudo guarecer a la yegua y dejo que volviera a casa por sí sola.

—Si, seguramente ha sido eso —dije—. Después de todo, no te dijo que fuera a volver anoche, ¿verdad que no?

—No, no, no lo hizo. Nunca me dice cuanto tiempo va a estar fuera.

—Bueno, no te preocupes por ello —dije—. Es decir, aún no. Si Tom no está en casa para mañana, entonces me pondré a buscarlo.

Myra hacía visajes y gestos súbitos, como si quisiera preguntar que pasaba. Le dejó el auricular, hubo otro rato de parloteo y acabó por pedir a Rose que cenara con nosotros.

—Mira, querida, lo que tienes que hacer es venir, porque tengo un montón de cosas que contarte. Puedes coger el correo de las cuatro y haré que Nick te lleve a casa después.

Colgó, sacudió la cabezota y murmuró:

—Pobre Rose. Pobre, querida, dulce mujer.

—Oye —dije—. Rose no es pobre, querida. La granja que tienen ella y Tom está muy bien.

—Venga, cierra el pico —dijo—. Si fueras al menos medio hombre, hace tiempo que habrías ajustado las cuentas a Tom Hauck. Lo habrías metido en la cárcel, que es donde debe estar, en vez de dejarlo en libertad para que pegue a esa mujercita que tiene, tan desvalida la pobre.

—Oye, yo no podría hacer una cosa así —dije—. Nunca me entrometería en los asuntos de un hombre y su mujer.

—¡No podrías, no podrías! ¡Nunca puedes hacer nada! ¡Porque ni siquiera eres medio hombre!

—Bueno, mira, yo no sé de esas cosas —dije—. No digo que te equivoques, pero no estoy seguro de que digas...

—Oh, cierra el pico —repitió—. Lennie es mucho más hombre que tú. ¿No es cierto, Lennie querido? —dedico una sonrisa a su hermano—. ¿Verdad que eres el valiente de Myra? No un borrego acobardado como Nick.

Lennie barbotó una carcajada y me señaló con el dedo.

—¡Borrego acobardado, borrego acobardado! El comisario Nick es un borrego acobardado.

Le lancé tal mirada que dejó de reír y de señalarme. Se quedó mudo como una piedra y hasta palideció un tanto.

Lancé otra mirada a Myra y su sonrisa se tensó y desapareció. Y se quedó tan pálida y callada como Lennie.

—Ni... Nick —Myra rompió el largo silencio con una risa temblorosa—. ¡Qué... qué ocurre?

—¿Ocurrir? —dije.

—Es por la cara que pones. Parece que fueras a matarnos a Lennie y a mí. Nun... nunca te he visto mirar de esa manera.

Me esforcé por reír y que la risa pareciera ligera y bobalicona.

—¿Yo? ¿Yo matar a alguien? ¡Venga ya!

—Pero... pero tú...

—Creo que pensaba en las elecciones. Pensaba que quizá no estuviera bien que se gastasen bromas a mi costa con las elecciones por delante.

Myra asintió rápidamente y frunció el ceño a Lennie.

—Por supuesto, no lo haríamos nunca en público. Pero... pero probablemente no esté bien. Aunque sea sólo una broma.

Le agradecí su comprensión y abrí a la puerta.

Me siguió unos metros, algo nerviosa aún; corrida por la cicatriz que le había provocado accidentalmente.

—No creo que tengas que preocuparte por lo de las elecciones, querido. Por lo menos, no después de los chismes que se cuentan de Sam Gaddis.

—Bueno, nunca he creído en las oportunidades —dije—. Siempre he pensado que un tipo tiene que doblar la espalda y ponerse a bregar, y no contar los polluelos hasta que no hayan roto el cascarón.

—La señora de Robert Lee Jefferson dice que su marido dice que tú dijiste que no crees lo que se cuenta de Sam Gaddis.

—Y es verdad. No creo ni una maldita palabra —dije.

—Pero... también dice que él dice que tú dijiste que ibas a hablar en favor del señor Gaddis. Dice que dice que dijiste que vas a estar a su lado en la tribuna el domingo que viene.

Le dije que le había dicho la verdad y que así estaban las cosas.

—Cuando vuelvas a verla, dile que cuando dice que Robert Lee dijo que dije que iba a hablar en favor de Sam Gaddis, tiene todita la razón.

—¡Idiota...! —se contuvo—. Querido, que Gaddis esta contra ti. ¿Por qué hacer nada en su favor?

—Bueno, eso es más bien un problema, ¿no? —dije—. Pues si señor, es un buen problema. Creo que te daría la solución si no supieras que tiene que ser muy jodido resolverlo.

—Pero...

—Creo que lo mejor será que vuelva a la oficina —dije—. No puedo saber lo que ha ocurrido mientras he estado fuera.

Bajé por las escaleras, haciendo como que no la oía mientras me llamaba. Entré en el despacho, tomé asiento y puse los pies en el escritorio. Me eché el sombrero sobre los ojos y dormí un ratito.

Todo estaba la mar de tranquilo. El barro obligaba a casi todo el mundo a quedarse en casa y los pintores habían tomado fiesta a causa de la humedad, de modo que todo estaba despejado de golpes, trastazos, chillidos y contestaciones a gritos. Se podía descansar y recuperar el sueño perdido durante la noche.

Así que descansé y dormí hasta el mediodía, momento en que subí a comer.

Myra se había cubierto la cicatriz y estaba cerca de la normalidad. Me miró y dijo que se veía a la legua que había tenido una mañana muy ajetreada y que esperaba no estuviera yo destrozado.

—Bueno, lo procure —dije—. Un tipo como yo, del que dependen la ley y el orden de todo el condado, tiene que cuidar su salud. Y esto me recuerda eso de llevar a su casa a Rose HAUCK esta noche.

—¡Pues tendrás que hacerlo! —me soltó Myra—. Tendrás que hacerlo y no intentes siquiera decirme que no.

—Pero, ¿y si Tom está allí? Suponte que se cabrea porque llevo a su mujer a casa y... y...

Me revolví y bajé los ojos, pero podía ver que Myra me miraba con fijeza. Cuando volvió a hablar, la voz le temblaba de odio y repugnancia.

—¡Bicho, que eres un bicho! ¡Miserable pretexto de hombre! ¡Te voy a decir una cosa, Nick Corey! Si Tom está y tú dejas que haga daño a Rose, te haré el hombre más desdichado del condado.

—Vamos, cariño mío —dije—. ¡Suspiro mío, encanto! No tienes necesidad de hablarme así. No voy a quedarme para ver cómo pegan a Rose.

—Será mejor que no lo hagas. Esto es cuanto tengo que decirte. ¡Será mejor que no lo hagas!

Empecé a comer mientras Myra me fulminaba con miradas suspicaces de tarde en tarde. Al cabo de un rato alcé los ojos y dije que se me había ocurrido algo relativo a Rose. Que supusiese que Tom volvía después que yo la dejara en su casa y que ella se quedara sin nadie que la protegiese.

—Es un tipo muy ruin —dije—. Con tanto tiempo fuera, lo más seguro es que vuelva el doble de borracho y ordinario que lo normal. Tiemblo de pensar en lo que le puede hacer a Rose.

—Bueno... —Myra vaciló, repasando lo que acababa de decir yo y sin encontrar por dónde cogerme—. Bueno, no creo que fuera correcto que pasaras toda la noche en la casa. Pero...

—Quita de ahí, eso es imposible. Completamente imposible —dijo—. Además, no sabemos cuando va a volver Tom. Puede que tarde dos o tres días. Lo único que sabemos es que será muy difícil aguantarlo cuando vuelva.

Myra se puso a echar pestes contra mí, arrugó el entrecejo y dijo que hacía tiempo que debiera haber hecho algo con Tom Hauck; que de haberlo hecho, Rose no se encontraría en aquella situación. Dije que probablemente tenía razón y que era muy triste que no se nos ocurriera nada para dar cierta protección a Rose.

—Veamos —dije—. ¿Y si le procurásemos un perro guardián o...?

—¡Calla, loco! Tom lo mataría al instante. Ha matado a todos los perros que han tenido.

—Ah, ah —dije—. Que me ahorquen si no lo había olvidado. Bueno, veamos otra cosa. El caso es que yo sabría qué hacer si Rose fuera otra clase de persona. Con más arranque, quiero decir, y no tan mansa y tan blanda. Pero tal como es, no creo que dé resultado.

—¿Qué es lo que daría resultado? ¿De qué hablas ahora?

—Toma, de una pistola —dije—. Ya sabes, uno de esos trastos que disparan. Pero no daría resultado, tal como es Rose, que se asusta de su propia sombra...

—¡Eso es! —saltó Myra—. ¡Le conseguiremos una pistola! Sola como está, es preciso que tenga una como sea.

—Pero, ¿de qué le va a servir? —dije—. Rose no dispararía a nadie ni aunque estuviera en peligro de muerte.

—Yo no estaría tan segura... no si estuviera en peligro de muerte. De todos modos puede apuntar con ella. Hacer que el bestiajo que tiene por marido retroceda un poco.

—Bueno, yo no sé de esas cosas —dije—. Si me preguntaras...

—¡No voy a preguntarte nada! Voy a salir con Rose para que se compre una pistola hoy mismo, así que acábate la comida y cierra el pico.

Acabé la comida y volví a la oficina. Descansé y dormité otro poco, aunque no tan bien como por la mañana. Estaba un tanto intrigado, ya me entendéis, porque me preguntaba para que querría Rose una pistola. Naturalmente, porque yo quería que tuviese una.

Quería decirme a mi mismo que era sólo para protegerse en caso de que alguien intentara molestarla. Pero yo sabía que no era ése el motivo que me había impulsado. Mi razón profunda, supongo, era algo que aún no había tomado forma definitiva. Era parte de otra cosa, de un bosquejo de plan que tenía respecto de Myra y Lennie... aunque tampoco sabía a ciencia cierta en qué consistía el plan.

Puede que no parezca muy sensato el que un tipo se ponga a hacer cosas por un motivo que desconoce. Pero sé que he estado comportándome así toda mi vida. El motivo por el que había ido a ver a Ken Lacey, por ejemplo, no era el que yo había dicho. Lo había hecho porque había concebido un plan donde él encajaba... y ya sabéis en que consistía éste. Pero yo lo desconocía en el momento de recurrir a él.

Se me había ocurrido algo vago y había supuesto que un fulano como Ken podía contribuir a llevarlo a cabo. Pero no estaba del todo seguro respecto de la forma en que iba a servirme de él.

En esos momentos me encontraba en la misma situación, digo respecto de Rose y la pistola. Lo único que yo sabía es que probablemente encajaran ambas en un plan dirigido contra Myra y Lennie. Pero no tenía ni la menor idea de la consistencia del plan; ni hostia sabía yo de él.

Salvo que acaso fuera un poco desagradable...

Rose llegó al palacio de justicia a eso de las cuatro de aquella tarde. Yo había estado al tanto y la hice pasar al despacho antes de que subiera.

Estaba más guapa que nunca, lo que ya era decir mucho. Dijo que había dormido como un niño sin preocupaciones toda la santa noche, y que se había despertado riendo, pensando que el hijoputa de Tom estaba muerto en medio del barro.

—¿Hice bien en llamar esta mañana, querido? —murmuró—. ¿Fue como si realmente estuviera preocupada por el puerco bastardo?

—Estuvo muy bien —dije—. Una cosa, cariño...

Le conté lo de la pistola, cómo tenía que hacer para que pareciera que estaba preocupada por la paliza que Tom pudiera darle en cuanto regresara... cosa que demostraría que ella ignoraba que estaba muerto. Dudó un segundo y me dirigió una mirada rápida y desconcertada, pero no discutió.

—Lo que tú digas, Nick, cariño. Siempre que creas que es una buena idea.

—Bueno, realmente es de Myra —dije—. Yo no hice más que mencionarlo de pasada, porque de lo contrario habría parecido que sabía que Tom no iba a volver.

Rose asintía y dijo:

—Conque sí, ¿eh? —y cambiando de tema—: Puede que algún día te pegue un tiro si no me tratas bien del todo.

—Esa ocasión no llegará nunca —dije. Le di un rápido abrazo, un pellizco y se fue escaleras arriba.

Ella y Myra salieron al poco a comprar la pistola, y no regresaron hasta después de las cinco.

Iban a dar las seis cuando me llamó Myra, cerré la oficina y subí a cenar.

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