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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #ciencia ficción

3001. Odisea final (23 page)

No ocurría eso con las sectas apocalípticas, a las que les encantó descubrir ese nuevo arsenal, que contenía armas mucho más efectivas y de diseminación mucho más rápida que los gases o los gérmenes. Y mucho más difíciles de contrarrestar, ya que se las podía trasmitir en forma instantánea a millones de oficinas y hogares.

El colapso del Banco New York-Habana, en 2005; el lanzamiento de los proyectiles termonucleares indios, en 2007 (por suerte, con las ojivas nucleares desactivadas); la detención del control de tráfico aéreo paneuropeo, en 2008; la paralización de la red telefónica de América del Norte, ese mismo año... todos fueron ensayos, inspirados por las sectas, para el Día del Juicio Final. Gracias a brillantes proezas de contrainteligencia por parte de organismos de naciones que, por lo general, no cooperaban entre sí y hasta se hacían la guerra, esa amenaza lentamente se puso bajo control.

Por lo menos, eso es lo que se creía en general: durante varios centenares de años no se habían producido ataques graves a los fundamentos mismos de la sociedad. Una de las principales armas de la victoria fue el casquete cerebral... aunque estaban los que creían que ese logro se había conseguido a un costo muy alto.

Aunque las discusiones sobre la libertad de la persona respecto de las obligaciones del Estado ya eran antiguas cuando Platón y Aristóteles intentaron codificarlas, y probablemente habrían de continuar hasta el fin de los tiempos, en el tercer milenio se había alcanzado algo de consenso: era la aceptación general de que el comunismo era la forma más perfecta de gobierno... Desafortunadamente, después se demostró, al costo de algunos centenares de millones de vidas, que sólo era aplicable a los insectos sociales, a los robots de la clase II, y a otras categorías restringidas similares. Para los imperfectos seres humanos, la respuesta menos mala era la democracia, a la que con frecuencia se definía como "codicia individual, moderada por un gobierno eficiente, pero no demasiado fervoroso".

Poco después que el uso del casquete fuera generalizado, algunos burócratas, muy inteligentes y de celo máximo, se dieron cuenta de que tenía un potencial único en calidad de sistema de alerta temprana: Durante el proceso de puesta a punto, cuando al nuevo portador se lo estaba "calibrando" mentalmente, fue posible descubrir muchas formas de psicosis antes que tuvieran la posibilidad de volverse peligrosas. A menudo, eso sugería la mejor terapia pero, cuando no parecía ser posible cura alguna, se podía rotular al sujeto en forma electrónica... o, en casos extremos, segregarlo de la sociedad. Naturalmente, esa vigilancia mental sólo se podía ensayar en quienes estuvieran equipados con un casquete cerebral pero, para fines del tercer milenio, eso era tan esencial para la vida cotidiana como el teléfono personal lo había sido en los comienzos. De hecho, quienquiera que no se uniera a la amplia mayoría era sospechoso de manera automática, y se lo examinaba como si fuera un degenerado en potencia.

No es preciso decir que cuando el "sondeo mental", como lo denominaban sus críticos, empezó a ser de uso general, furibundas protestas de ultraje se hicieron oír desde las organizaciones de derechos humanos. Uno de los lemas más efectivos era "¿Casquete cerebral o calabozo cerebral?". Lentamente, hasta con renuencia, se aceptó que esa forma de vigilancia era una precaución necesaria contra males mucho peores: y no fue coincidencia que, con el mejoramiento general de la salud mental, el fanatismo religioso también iniciara su rápida declinación.

Cuando la largamente sostenida guerra contra los delincuentes de la cibernética hubo concluido, los vencedores se encontraron en posesión de una vergonzosa colección de productos defectuosos, todos ellos por completo incomprensibles para cualquier conquistador de tiempos pasados. Había, claro está, centenares de virus de computadora, la mayor parte de ellos muy difíciles de descubrir y matar. Y también algunas entidades —de alguna manera había que llamarlas— mucho más aterradoras: eran enfermedades brillantemente inventadas para las que no había curación... y, en algunos casos, ni siquiera la posibilidad de una curación.

Muchas de ellas se relacionaban con grandes matemáticos que habrían quedado horrorizados por esa corrupción de su descubrimiento. Como es una característica humana la de empequeñecer un peligro real dándole un nombre absurdo, las denominaciones a menudo eran humorísticas: el Duende de Grodel, el Dédalo de Mandelbrot, la Catástrofe Combinatoria, la Trampa Transfinita, el Acertijo de Conway, el Torpedo de Turing, el Laberinto de Lorenz, la Bomba Booleana, la Celada de Shannon, el Cataclismo de Cantor...

Si alguna generalización era posible, es que todos esos horrores matemáticos operaban según el mismo principio: para ser efectivos no dependían de algo tan ingenuo como el borrado de la memoria o la corrupción de los códigos... todo lo contrario; su enfoque era más sutil: persuadían a la máquina hospedante de que iniciara un programa que no se podía completar antes del fin del universo, o que, y el Dédalo de Mandelbrot era el ejemplo más mortífero, entrañase una serie literalmente infinita de pasos.

Un ejemplo trivial sería el cálculo de Pi, o de cualquier otro número irracional. Sin embargo, aun la computadora electroóptica más estúpida no caería en una trampa tan simple: hacía mucho que había pasado el día en que los idiotas mecánicos desgastaban sus engranajes, girándolos hasta convertirlos en polvo mientras trataban de dividir por cero...

El desafío para los programadores de demonios era convencer a sus blancos de que la tarea que se les había asignado tenía una conclusión definida que se podía alcanzar en un lapso finito. En la batalla de ingenio entre el hombre (raramente la mujer, a pesar de tales modelos ejemplares como lady Ada Lovelace, la almirante Grace Hopper y la doctora Susan Calvin) y la máquina, la máquina perdía de manera casi invariable.

Habría sido posible, aunque en algunos casos difícil y hasta riesgoso, destruir las obscenidades captadas mediante órdenes BORRAR / SOBREESCRIBIR, pero representaban una enorme inversión de tiempo e ingenio que, no importaba cuán descarriado, parecía una lástima desperdiciar. Y, lo que era más importante, quizá se las debía conservar para estudio en algún sitio seguro, como salvaguardia contra el momento en que algún genio malvado pudiera volver a inventarlas y desplegarlas.

La solución era obvia: a los demonios digitales se los debía encerrar hermética, y, con suerte, permanentemente, junto con sus contrafiguras químicas y biológicas, en la bóveda de Pico.

37. Operación Damocles

Poole nunca había tenido mucho contacto con el equipo que montaba el arma, acerca de la cual todos teman la esperanza de que nunca tendrían que usarla. La operación, agorera pero acertadamente denominada DAMOCLES, era de una especialización tan grande que Poole nada podía aportar en forma directa, y vio lo suficiente de la fuerza de tareas como para darse cuenta de que algunos de sus componentes casi podrían pertenecer a una especie alienígena. En verdad, un miembro clave parecía estar en un manicomio —Poole había quedado sorprendido al descubrir que tales sitios aún existían—, y la presidenta Oconnor a veces sugería que otros dos, cuando menos, deberían unirse a aquél.

—¿Alguna vez oyó hablar del Proyecto Enigma? —le preguntó a Poole, después de una sesión particularmente frustrante.

Cuando él negó con un movimiento de cabeza, la mujer prosiguió:

—Me sorprende: ocurrió nada más que unas décadas antes que usted naciera. Encontré la información cuando estaba investigando material para DAMOCLES. Fue un problema muy parecido: en una de las guerras de ustedes, se organizó, en gran secreto, la reunión de un grupo de matemáticos brillantes para que descifraran un código del enemigo... A propósito, fabricaron una de las primerísimas computadoras verdaderas, para hacer posible la tarea,

"Y hay un relato encantador, que espero que sea cierto, que me hace pensar en nuestro propio equipo: un día, el primer ministro vino en visita de inspección y, después, le dijo al director de Enigma: "Cuando le dije que no deje piedra sin dar vuelta para brindar a sus hombres lo que necesiten, no esperé que me tomara en forma tan literal".

Supuestamente, para el Proyecto DAMOCLES se había dado vuelta a todas las piedras apropiadas. Sin embargo, como nadie sabía si estaban trabajando con un plazo determinado de días, semanas o años, al principio fue necesario generar una cierta sensación de urgencia. La necesidad de secreto también producía problemas: ya que no tenía sentido sembrar la alarma por todo el sistema solar, no más de cincuenta personas sabían del proyecto, pero eran las personas que importaban, las que podían reunir todas las fuerzas necesarias y que, por sí mismas, podían autorizar la apertura de la bóveda de Pico por primera vez en quinientos años.

Cuando Halman informó que el monolito estaba recibiendo mensajes con frecuencia cada vez mayor, pareció que quedaban pocas dudas de que algo estaba por ocurrir. Poole no era el único al que le resultaba difícil dormir en esos días, incluso con la ayuda de los programas antiinsomnio del casquete cerebral. Antes de que finalmente consiguiera dormir, a menudo se preguntaba si volvería a despertar. Pero, por lo menos, todos los componentes del arma fueron ensamblados —un arma invisible, intocable... e inimaginable para casi todos los guerreros que habían vivido en el pasado.

Nada podía haber parecido más inofensivo e inocente que la tablilla de memoria en teraoctetos perfectamente clásica, que se utilizaba con millones de casquetes cerebrales todos los días. Pero el hecho de que estuviera encerrada en un bloque enorme de material cristalino, entrecruzado con bandas de metal, indicaba que era algo fuera de lo común.

Poole la recibió con renuencia: se preguntaba si el mensajero al que se había encomendado la tarea de transportar el núcleo de la bomba atómica de Hiroshima hasta la base aérea del Pacífico desde la cual se la iba a lanzar, se había sentido de la misma manera. Y, aun así, cuando todos sus miedos estaban justificados, si su responsabilidad pudo haber sido mayor.

Y no podía estar seguro de que, por lo menos, la primera parte de su misión tendría éxito. Debido a que ningún circuito podía ser absolutamente seguro, a Halman todavía no se le había informado sobre el Proyecto DAMOCLES: Poole lo haría cuando regresara a Ganimedes.

Después sólo le restaba esperar que Halman estuviera dispuesto a desempeñar el papel de Caballo de Troya... y, quizás, a ser destruido en el proceso.

38. Ataque preventivo

Resultaba extraño estar de vuelta en el hotel Granomedes después de todos esos años, y lo más extraño de todo, porque parecía estar sin la menor modificación a pesar de todo lo que había sucedido. A Poole todavía lo recibió la familiar imagen de Bowman, cuando entró en la suite que llevaba el nombre de aquél y, tal como esperaba, Bowman / Halman estaba aguardando, con un aspecto ligeramente menos concreto que el del antiguo holograma. Antes que pudieran intercambiar saludos hubo una interrupción que Poole habría recibido con agrado... en cualquier otro momento menos en ése: el videófono de la habitación emitió su urgente terceto de notas ascendentes —algo que tampoco había cambiado desde la última visita de Poole—, y un viejo amigo apareció en la pantalla:

—¡Frank! —gritó Theodore Khan—, ¿por qué no me dijiste que venías? ¿Cuándo podremos reunimos? ¿Por qué no hay imagen... hay alguien contigo? ¿Y quiénes eran todos esos tipos con aspecto de funcionarios que descendieron al mismo tiempo...?

—¡Por favor, Ted! Sí, lo siento, pero créeme, tengo muy buenos motivos... Te lo explico después. Y sí, tengo a alguien conmigo... te llamaré no bien pueda. ¡Adiós!

Mientras daba tardíamente la orden de "No Molestar", Poole dijo en tono de disculpa:

—Lamento lo de... ya sabes quién era, claro.

—Sí, el doctor Khan. A menudo trató de ponerse en contacto conmigo.

—Pero nunca le respondiste. ¿Puedo preguntarte por qué? —Aunque había cuestiones mucho más importantes por las que preocuparse, Poole no pudo resistirse a hacer la pregunta.

—El nuestro fue el único canal que deseé mantener abierto. Además, a menudo yo estaba afuera. A veces, durante años.

Eso era sorprendente y, sin embargo, no debía serlo: Poole sabía muy bien que se había informado sobre la presencia de Halman en muchos lugares, en muchas ocasiones. No obstante... "¿afuera durante años?". Podría haber visitado una gran cantidad de sistemas estelares... quizás así fue como supo lo de la Nova Escorpión, a nada más que cuarenta años luz de distancia. Pero nunca pudo haber llegado hasta el Nodo: ir y volver habría sido una travesía de novecientos años.

—¡Qué suerte que estabas aquí cuando te necesitábamos!

Era muy fuera de lo común que Halman vacilara antes de responder. Transcurrió un lapso muy superior al retraso inevitable de tres segundos antes que dijera con lentitud:

—¿Estás seguro de que fue suerte?

—¿Qué quieres decir?

—No deseo hablar al respecto, pero dos veces he... vislumbrado... poderes... entidades... muy superiores a los monolitos y, quizá, hasta sus creadores. Puede ser que ambos tengamos menos libertad de la que imaginamos.

Ese pensamiento, en verdad, daba escalofríos. Poole necesitó hacer un esfuerzo de voluntad para hacerlo a un lado y concentrarse en el problema inmediato.

—Confiemos en tener suficiente libre albedrío para hacer lo que es necesario. Quizás ésta es una pregunta tonta: ¿el monolito sabe que nos reunimos? ¿Podría... entrar en sospechas?

—No tiene capacidad de sentir una emoción como esa. Dispone de numerosos dispositivos para protección contra fallas, algunos de los cuales entiendo. Pero eso es todo.

—¿Podría alcanzar a oírnos ahora?

—No lo creo.

"Ojalá yo pudiera estar seguro de que se trata de un supergenio ingenuo y tonto", pensó Poole, mientras abría su maletín y sacaba la caja sellada que contenía la tablilla; con esa gravedad baja, el peso era casi desdeñable: resultaba imposible creer que pudiera contener el destino de la humanidad.

—No había manera de que pudiéramos tener la certeza de contar con un circuito seguro hacia ti, así que no pudimos entrar en detalles. Esta tablilla contiene programas que, esperamos, eviten que el monolito lleve a cabo cualesquiera órdenes que amenacen a la humanidad. Hay veinte de los virus más devastadores jamás diseñados, para la mayoría de los cuales no existe antídoto conocido; en algunos casos, se tiene la creencia de que no hay antídoto posible. Hay cinco copias de cada uno. Querríamos que los liberes cuando lo creas, y si lo crees necesario. Dave... Hal... a nadie se le confió jamás una responsabilidad así, pero no tenemos otra alternativa. Una vez más, la respuesta pareció tardar más que los tres segundos del viaje de ida y vuelta de Europa.

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