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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (20 page)

Viví la misma situación cuando me exigió por primera vez que me arrodillara ante él. Estaba sentado en el sofá, esperando a que le sirviera la comida, cuando de pronto me ordenó: «¡Arrodíllate!». Yo le contesté con toda tranquilidad: «No. No lo haré». Se levantó furioso y me tiró al suelo. Yo hice un rápido movimiento para al menos caer sentada, no de rodillas. No debía disfrutar ni un segundo de la satisfacción de verme de rodillas ante él. Me agarró, me puso de lado y me dobló las piernas como si fuera una muñeca de goma. Luego me levantó del suelo como a un paquete e intentó que me quedara de rodillas. Yo me puse tiesa, rígida, tratando de deshacerme de él. Él me daba golpes y patadas. Pero al final gané la partida. No le llamé ni una sola vez «señor» en todos los años que me lo exigió con vehemencia. Nunca me arrodillé ante él.

Muchas veces habría sido más fácil ceder; me habría ahorrado muchos golpes y patadas. Pero en esa situación de sometimiento y total dependencia del secuestrador tenía que preservar un mínimo espacio de acción. Los papeles estaban claramente repartidos; estaba claro que yo, como prisionera, era la víctima. Pero esta lucha en torno al hecho de llamarle «señor» y arrodillarme se había convertido en un escenario secundario en el que luchábamos por el poder como en una guerra subsidiaria. Yo era inferior a él cuando me humillaba y me maltrataba a su antojo. Yo era inferior a él cuando me encerraba, me apagaba la luz y abusaba de mí haciéndome trabajar como una esclava. Pero en este punto le planté cara. Le llamé «delincuente» cuando me pedía que le llamara «señor». Decía «cariño» o «cielo» en vez de «mi señor» para hacerle ver lo grotesco de la situación en la que nos había metido a los dos. Siempre me castigaba por ello.

Me costó un gran esfuerzo mantener frente a él una postura consecuente durante todo el cautiverio. Oponerme siempre. Decir siempre no. Defenderme de sus abusos y explicarle con toda tranquilidad que había ido demasiado lejos y que no tenía derecho a tratarme así. Ni siquiera podía permitirme ser débil los días en que ya me había rendido y sentía que no valía nada. Esos días me decía, con mi visión infantil de las cosas, que lo hacía por él. Para que no se convirtiera en un hombre aún peor. Como si me correspondiera a mí salvarle del hundimiento moral.

Cuando le daban los ataques de furia y me pegaba y me daba patadas, yo no podía hacer absolutamente nada. También estaba impotente frente a los trabajos forzados, el encierro, el hambre y las humillaciones durante las tareas domésticas. Esas formas de sometimiento eran el marco en el que yo me movía, eran parte integrante de mi vida. Lo único que podía hacer era perdonarle por sus acciones. Le perdoné el secuestro y cada vez que me golpeaba y maltrataba. Hacerlo me devolvía el poder sobre lo vivido y me permitía vivir con ello. Si no hubiera adoptado de forma instintiva esta postura desde el principio, la rabia y el odio habrían acabado conmigo. O habría sucumbido ante las humillaciones a las que era sometida a diario. Habría sido darle más importancia a todo eso que a mi vieja identidad, mi pasado, mi nombre. A través del perdón alejaba sus acciones de mí. Ya no me podían afectar ni destruir, yo las había perdonado ya. Se trataba sólo de actos malvados que él había cometido y que recaían sobre él, no sobre mí.

Y yo tenía mis pequeñas victorias: al negarme a llamarle «mi amo», «maestro» o «mi señor». Al negarme a arrodillarme. Al apelar a su conciencia, lo que a veces surtió efecto. Todas estas victorias eran muy importantes para mí. Me hacían sentir la ilusión de que, dentro de ciertos parámetros, estaba en igualdad de condiciones en mi relación con él. Pues me daban un cierto poder sobre él. Y eso me indicaba algo muy importante: que yo existía todavía como persona y no había sido degradada al nivel de un objeto inerte.

De forma paralela a sus fantasías, Priklopil ansiaba un mundo normal. También en él debía estar yo, su prisionera, a su disposición. Intentaba hacer de mí la compañera que no había encontrado nunca. Las mujeres «de verdad» no entraban en consideración. Sentía un profundo e implacable odio hacia las mujeres que reflejaba continuamente en pequeñas observaciones. No sé si antes había tenido contacto con mujeres, tal vez incluso tuviera alguna novia en la época en que vivió en Viena. Durante mi cautiverio la única «mujer de su vida» era su madre: una relación de dependencia con una figura sobreidealizada. La posición dominante que no conseguía alcanzar en la realidad debía lograrla en el mundo de mi zulo invirtiendo los papeles, obligándome a adoptar el rol de la mujer sumisa que se adapta a él y le mira con respeto.

Su imagen de una vida familiar normal parecía salida de los años cincuenta. Quería una mujercita hacendosa que le esperara en casa con la comida preparada, que no le llevara la contraria y realizara las tareas domésticas a la perfección. Soñaba con «fiestas familiares» y excursiones, disfrutaba de nuestras comidas en común y celebraba los santos, los cumpleaños y las fechas navideñas como si no existiera el zulo ni yo estuviera cautiva. Era como si intentara llevar una vida que no conseguía tener fuera de su casa. Como si yo fuera un palo que había recogido al borde del camino para apoyarse en él en un momento en que su vida no funcionaba. Pero yo había perdido así el derecho a tener una vida propia. «Yo soy tu rey —decía—, y tú eres mi esclava. Tú obedeces.» O me explicaba: «En tu familia son todos plebeyos. No tienes derecho a una vida propia. Estás aquí para servirme».

Necesitaba esa absurda situación delictiva para hacer realidad su idea de un mundo normal, pequeño, perfecto. Al fin y al cabo lo que quería de mí era sobre todo una cosa: reconocimiento y afecto. Como si tras tanta crueldad se escondiera su verdadero objetivo de obtener como fuera el amor absoluto de una persona.

Cuando ya tenía catorce años pasé por primera vez en cuatro años una noche arriba, sobre la tierra. No tuve sensación de liberación.

Estaba muerta de miedo, rígida, en la cama del secuestrador. Cerró la puerta y depositó la llave encima del armario, que era tan alto que incluso él tuvo que ponerse de puntillas para dejarla allí. Así que para mí era inalcanzable. Luego se echó a mi lado y me ató a él por la muñeca con una brida de plástico.

Uno de los titulares que apareció en la prensa después de mi autoliberación llamaba al secuestrador «bestia sexual». Yo no voy a escribir sobre esta parte de mi secuestro, es el último resto de privacidad que me gustaría preservar después de que mi vida durante ese tiempo haya sido ya analizada en innumerables informes, entrevistas, fotos. Pero hay algo que quiero decir: la prensa sensacionalista se equivoca. El secuestrador era en muchos aspectos una bestia y más cruel de lo que se pueda imaginar, pero no lo era en ese sentido. Es cierto que sufrí pequeños abusos sexuales, formaban parte de las vejaciones diarias, igual que los puñetazos, los golpes, las patadas en las espinillas al pasar por delante de mí. Pero cuando me ataba a él en las noches que tenía que pasar arriba no se trataba de sexo. El hombre que me pegaba, que me encerraba en el sótano y me hacía pasar hambre, quería tenerme a su lado. Controlada, atada con bridas, un apoyo en la noche.

Podría haber gritado, tan dolorosa era, paradójicamente, mi situación. Pero no me salió un solo sonido. Estaba echada de lado junto a él, intentando moverme lo menos posible. Como casi siempre, tenía la espalda verdiazulada a causa de los golpes, me dolía tanto que no me podía tumbar boca arriba, la brida se me clavaba en la carne. Notaba su respiración en mi nuca y estaba estremecida.

Permanecí atada al secuestrador hasta la mañana siguiente. Si quería ir al baño tenía que despertarle, y él me acompañaba, siempre unidos por la muñeca. Mientras él dormía a mi lado y yo estaba despierta con el corazón latiendo con fuerza, pensaba cómo podría romper la brida, pero enseguida desistí: si giraba la muñeca y tensaba los músculos, el plástico se clavaba no sólo en mi brazo, sino también en el suyo. Se habría despertado y se habría percatado de mi intento de fuga. Hoy sé que también la policía utiliza bridas en sus detenciones. Desde luego resultan imposibles de romper para una niña de catorce años muerta de hambre.

Así pasé la primera de muchas noches en aquella cama, atada a él. A la mañana siguiente tuve que desayunar con el secuestrador. Aunque de niña me gustaba mucho ese ritual, en esos momentos me puse mala por la falsedad con que me pidió que me sentara a la mesa y me bebiera la leche, con dos cucharadas de cereales, nada más. Un mundo normal, como si no hubiera ocurrido nada.

Aquel verano intenté por primera vez quitarme la vida.

En aquella fase de mi cautiverio ya no pensaba en escapar. A los quince años la prisión psicológica estaba ya terminada. La puerta de la casa podría haber estado abierta todo el día: yo no habría podido dar un solo paso para salir de allí. La fuga equivalía a la muerte. Para mí, para él, para todos los que pudieran verme.

No resulta fácil explicar lo que los golpes y las humillaciones pueden hacer en una persona. Que tras tantos abusos, el simple ruido de una puerta puede provocar tal pánico que ya no se puede ni respirar, y mucho menos correr. Que el corazón empieza a latir con fuerza, la sangre zumba en los oídos, y de pronto salta una alarma en el cerebro y se siente una parálisis total. No se puede actuar, la mente se bloquea. El miedo es ya imborrable, todos los detalles de la situación en que se ha sentido pánico —olores, ruidos, voces— quedan grabados en el subconsciente. Cuando aparece uno de ellos, una mano levantada, el miedo vuelve otra vez. Se siente la asfixia sin que la mano llegue a apretar el cuello.

Igual que los supervivientes de un bombardeo pueden llegar a sentir pánico con los cohetes de Nochevieja, lo mismo me ocurría a mí con mil pequeños detalles. El ruido que oía cuando se abrían las pesadas puertas que daban acceso a mi escondrijo. El zumbido del ventilador. La oscuridad. La luz deslumbrante. El olor de la casa. La leve corriente de aire antes de que su mano se posara sobre mí. Sus dedos alrededor de mi cuello, su respiración en mi nuca. El cuerpo está preparado para sobrevivir y reacciona paralizándose. En un momento dado el trauma es tan fuerte que el mundo exterior ya no promete salvación alguna, sino que se convierte en un terreno hostil y amenazante.

Es posible que el secuestrador supiera lo que me pasaba. Que sintiera que yo no iba a escapar si ese verano me dejaba por primera vez estar en el jardín durante el día. Poco antes ya me había permitido tomar el sol durante un rato: en la planta baja de la casa había una habitación con ventanas que llegaban hasta el suelo y que, con cerrar una sola contraventana, quedaba oculta a las miradas indiscretas. Me había dejado tomar allí el sol tumbada en una hamaca. Para el secuestrador pudo ser una especie de «medida higiénica»: sabía que una persona no puede sobrevivir mucho tiempo sin recibir la luz del sol, y por eso se encargaba de que me diera un poco de vez en cuando. Para mí fue una revelación.

La sensación de notar los rayos cálidos sobre mi piel fue indescriptible. Cerré los ojos. El sol dibujaba círculos rojos tras mis párpados. Me fui adormeciendo y empecé a soñar con una piscina al aire libre, pude oír las alegres voces de los niños y sentir el frescor del agua cuando se salta en ella después de tomar el sol. ¡Lo que habría dado por poder ir a nadar! Como el secuestrador, que a veces aparecía en el zulo en bañador. Los vecinos, parientes lejanos de Priklopil, tenían en el jardín una piscina igual a la suya, pero siempre limpia y lista para ser utilizada. Cuando no estaban y se encargaba de echar un vistazo a su casa y regarles las plantas, el secuestrador aprovechaba a veces para nadar un rato. Yo sentía una gran envidia.

Un día de ese verano me sorprendió con la noticia de que podía ir con él a nadar. Los vecinos no estaban y, como los jardines de ambas casas estaban unidos por un camino, se podía llegar hasta la piscina sin ser visto desde la calle.

Sentí la hierba acariciándome los pies descalzos, el rocío de la mañana resplandecía como minúsculos brillantes entre los pequeños tallos. Le seguí por el estrecho camino hasta el jardín de los vecinos, me desvestí y me tiré al agua.

Fue como volver a nacer. Mientras me sumergía se alejaron de mí el zulo, el cautiverio, la opresión. El estrés se disolvió en el agua fría y azul. Salí de nuevo a la superficie y me mantuve un rato flotando. Las pequeñas olas azul turquesa lanzaban destellos bajo el sol. Por encima de mí se extendía un inmenso cielo azul claro. Tenía los oídos debajo del agua, me rodeaba un apagado chapoteo.

Cuando el secuestrador me pidió muy nervioso que saliera del agua, tardé un rato en poder reaccionar. Fue como si tuviera que regresar de un lugar muy lejano. Seguí a Priklopil hasta la casa, por la cocina y el pasillo, de allí al garaje y luego al zulo. Me encerró de nuevo. Durante mucho tiempo no volví a tener otra fuente de luz que una bombilla regulada por un programador. Esa fue la primera vez; pasó mucho tiempo antes de que volviera a dejarme ir a la piscina. Pero esa primera vez bastó para hacerme recordar que, a pesar de la desesperación y la falta de fuerzas, yo quería una vida. El recuerdo de aquellas sensaciones me hacía ver que merecía la pena aguantar hasta que pudiera liberarme a mí misma.

En aquel momento yo le estaba muy agradecida al secuestrador por aquellos pequeños favores, por permitirme tomar el sol y bañarme en la piscina. Y todavía hoy lo estoy. Tengo que reconocer —aunque resulte sorprendente— que a pesar del martirio que supuso, también hubo pequeños momentos humanos durante mi cautiverio. El secuestrador no pudo escapar del todo al influjo de la niña y la joven con la que pasó tanto tiempo. Yo me aferraba entonces a cualquier pequeño rasgo de humanidad porque necesitaba ver lo bueno de un mundo que no podía cambiar. De un secuestrador con el que tenía que convivir porque no podía escapar. Se dieron esos momentos y yo los valoraba. Momentos en los que me ayudaba mientras yo dibujaba o hacía manualidades y me animaba a empezar otra vez desde el principio si algo no me salía bien. Momentos en los que repasaba conmigo asignaturas del colegio o me ponía deberes de cálculo, aunque luego le gustara sacar el lápiz rojo y en las redacciones sólo se fijara en la gramática y la ortografía. Pero él estaba allí. Se tomaba un tiempo que a mí me sobraba.

Conseguí sobrevivir gracias a que me alejé de forma inconsciente de la crueldad. Y las horribles experiencias que viví durante mi cautiverio me han enseñado a ser fuerte. Sí, tal vez incluso a desarrollar una fortaleza de la que jamás habría sido capaz viviendo en libertad.

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