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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (13 page)

Esto es lo que opinaba el escritor Charles Dickens en 1842 sobre los castigos de aislamiento que se daban entonces en las escuelas de Estados Unidos y todavía se mantienen hoy. Mi aislamiento, el tiempo que pasé en aquel zulo sin poder abandonar ni una sola vez esos cinco metros cuadrados, duró más de seis meses; mi cautiverio, 3.096 días.

En aquel entonces no podía expresar en palabras cómo me afectó e! tiempo pasado en total oscuridad o en permanente exposición a la luz artificial. Cuando hoy analizo los estudios que investigan los efectos del aislamiento y de la privación sensorial, comprendo perfectamente lo que me pasaba entonces.

Uno de los estudios recoge los siguientes efectos del «confinamiento solitario»:

- reducción considerable de la capacidad de funcionamiento del sistema neurovegetativo;

- trastornos importantes en el balance hormonal;

- reducción de las funciones orgánicas;

- ausencia de la menstruación en las mujeres sin causas fisiológico-orgánicas ni relacionadas con la edad o el embarazo (amenorrea secundaria);

- mayor deseo comer: cinorexia, hiperorexia, exceso de apetito;

- en contraposición a lo anterior, disminución o desaparición de la sensación de sed;

- fuertes ataques de frío o calor que no pueden atribuirse a cambios de la temperatura ambiental ni a enfermedades (fiebre, escalofríos, etcétera);

- reducción considerable de la percepción y del rendimiento cognitivo;

- fuerte alteración de la asimilación de lo percibido;

- fuerte alteración de las sensaciones corporales;

- graves dificultades de concentración;

- graves dificultades (que pueden llevar hasta la incapacidad) para leer o asimilar lo leído, para incorporarlo a un contexto lógico;

- graves dificultades (que pueden llevar hasta la incapacidad) para escribir o expresar ideas por escrito (agrafía/disgrafía);

- graves dificultades de articulación/verbalización que aparecen sobre todo en los ámbitos de la sintaxis, la gramática y el vocabulario y que pueden llegar hasta la afasia, la afrasia y la agnosia;

- grave dificultad o incapacidad de seguir conversaciones (está comprobado que a causa de una ralentización de la función del córtex auditivo primario en la zona del lóbulo temporal por déficit de estímulo).

Otras alteraciones:

- conversaciones con uno mismo como compensación de la falta de estímulos acústicos y sociales;

- reducción de la intensidad de los sentimientos, por ejemplo frente a familiares y amigos;

- sensación ocasional de euforia que deja paso a un posterior estado depresivo.

Efectos a largo plazo sobre la salud:

- alteración de la capacidad de relacionarse socialmente, hasta llegar a la incapacidad de mantener relaciones estrechas y de pareja a largo plazo;

- depresiones;

- reducción de la autoestima;

- regreso a la situación de aislamiento en sueños;

- trastornos de la presión arterial que precisan tratamiento;

- enfermedades de la piel que precisan tratamiento;

- no recuperación de las capacidades cognitivas (por ejemplo, en el ámbito de las matemáticas) alteradas por el aislamiento.

Las víctimas consideraban especialmente negativos los efectos de la vida sin estímulos sensoriales. La privación sensorial afecta al cerebro y al sistema neurovegetativo y convierte a personas autónomas en seres dependientes que quedan expuestos a la influencia de cualquier persona que encuentran tras la fase de aislamiento y oscuridad. Esto también resulta válido para los adultos que se sumergen en una situación así de forma voluntaria. La BBC emitió en enero de 2008 un programa, Total Isolation, que me impresionó mucho: seis voluntarios se encerraban durante cuarenta y ocho horas en la celda de un refugio nuclear. Solos y sin luz, se trasladaban a mi propia situación, comparable con la suya en lo que a oscuridad y soledad se refiere, no en el miedo ni la duración. A pesar del breve espacio de tiempo que estuvieron allí, los seis afirmaron después que habían perdido la noción del tiempo y habían sufrido fuertes visiones y alucinaciones. Una mujer estaba convencida de que sus sábanas estaban mojadas. Tres tuvieron alucinaciones visuales y auditivas, veían serpientes, ostras, coches, cebras. Al cabo de las cuarenta y ocho horas todos habían perdido la capacidad de resolver las tareas más simples. A ninguno se le ocurría una palabra con la letra «F». Uno había perdido el 36% de la memoria. Cuatro demostraron ser más influenciables que antes de su confinamiento. Creyeron todo lo que les dijo la primera persona que encontraron tras su aislamiento voluntario. Yo sólo me encontraba con el secuestrador.

Cuando hoy leo estos estudios e investigaciones, no puedo dejar de sorprenderme por haber sobrevivido todo ese tiempo. Mi situación se podía comparar en ciertos aspectos con la sufrida por los adultos con fines científicos. Pero aparte de que el tiempo de aislamiento fue mucho mayor, en mi caso había que añadir un factor agravante más: yo no sabía por qué me encontraba en aquella situación. Mientras que los presos políticos pueden aferrarse a unos ideales o los que han sido condenados de forma injusta saben que detrás de su aislamiento hay un sistema judicial con sus leyes, sus instituciones y sus procesos, yo no le veía ninguna lógica a mi reclusión. No la tenía.

Pudo servirme de ayuda el hecho de que yo era todavía una niña y podía adaptarme a las condiciones adversas mejor que los adultos. Pero eso me exigió una autodisciplina que ahora, al echar la vista atrás, me parece casi inhumana. Durante la noche me valía de viajes fantásticos por la oscuridad. Por el día me aferraba a mi plan de tomar las riendas de mi vida en cuanto cumpliera dieciocho años. Estaba decidida a adquirir los conocimientos necesarios para ello, y le pedí al secuestrador libros escolares y de lectura. Y me aferré como pude a mi propia identidad y a la existencia de mi familia.

Cuando se acercaba el primer día de la madre confeccioné un regalo para mi madre. No tenía tijeras ni pegamento, el secuestrador no me proporcionaba nada con lo que pudiera lesionarme yo o causarle algún daño a él. Así que pinté con las ceras de colores de mi estuche unos corazones rojos en un papel, los recorté con cuidado con los dedos y los pegué uno encima de otro con Nivea. Me propuse entregarle aquel corazón a mi madre cuando estuviera libre. Entonces sabría que, aunque no hubiera estado a su lado, no me había olvidado del día de la Madre.

Al secuestrador le sentaba cada vez peor que yo me entretuviera con todas esas cosas. Que hablara de mis padres, de mi casa, incluso del colegio. «Tus padres no te quieren», me decía una y otra vez. Yo me negaba a creerle: «No es cierto, mis padres me quieren. Me lo han dicho». En lo más profundo de mi corazón yo sabía que tenía razón. Pero mis padres resultaban tan inalcanzables que me sentía como si estuviera en otro planeta. Aunque había apenas dieciocho kilómetros entre mi escondrijo y la vivienda de mi madre, veinticinco minutos en coche. Una distancia insignificante en el mundo real, pero que en mi absurdo mundo suponía un cambio de dimensión. Estaba a mucho más de dieciocho kilómetros, metida en el mundo de la Reina de Corazones, en el que los naipes se estremecían cada vez que oían su voz.

Cuando estaba presente controlaba todos mis gestos y expresiones: tenía que sentarme como él me ordenara, y no debía mirarle jamás a la cara. En su presencia me obligaba a mantener la mirada hacia el suelo. No debía hablar si él no me lo pedía. Me exigía que fuera sumisa, y quería muestras de agradecimiento por cualquier pequeña cosa que hacía por mí: «Yo te he salvado», repetía una y otra vez, y parecía decirlo en serio. Él era mi cordón umbilical con el exterior. La luz, la comida, los libros, todo aquello sólo lo podía recibir de él, todo aquello me lo podía quitar él en cualquier momento. Y es lo que haría más tarde con unas consecuencias que casi me dejaron al borde de la muerte por inanición.

Pero aun cuando el control continuo y el aislamiento me desanimaban cada vez más, nunca sentí agradecimiento hacia él. Es cierto que no me había asesinado ni me había violado, como me temí al principio que sucedería. Pero en ningún momento he olvidado que cometió un acto criminal por el que yo podía condenarle, si quería, pero por el que no tenía que mostrar agradecimiento.

Un día me ordenó llamarle «maestro».

Al principio no lo tomé en serio: «maestro» me parecía una palabra demasiado ridícula como para que alguien quisiera que le llamaran así. Pero él insistió, una y otra vez: «¡Dirígete a mí con un maestro!». En ese punto supe que no debía ceder. El que se defiende, sigue vivo. El que está muerto ya no puede defenderse. Yo no quería estar muerta, ni siquiera en mi interior, tenía que oponerme.

Me acordé de un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas: «¡Bueno! —pensó Alicia—. «¡He visto a menudo un gato sin sonrisa, pero no una sonrisa sin gato! Es la cosa más curiosa que he visto en mi vida». Ante mí había un hombre que cada vez iba siendo menos humano; cuya fachada se desmoronaba y dejaba ver una persona débil. Un fracasado en la vida real que sacaba fuerzas sometiendo a una niña. Una imagen deplorable. Un don nadie que me obligaba a llamarle «maestro».

Hoy, cuando recuerdo aquella situación, sé por qué me negué a llamarle así. Los niños son hábiles manipuladores. Debí de intuir lo importante que era aquello para él y que por fin tenía en mi mano la llave para ejercer también cierto poder. En ese momento no pensé las posibles consecuencias que mi negativa podría acarrear. Lo único que se me pasó por la cabeza fue que con esa actitud ya había tenido éxito una vez.

En la urbanización Marco Polo sacaba a veces a pasear a los perros de pelea de unos clientes de mi padre. Me advirtieron que nunca llevara a los perros con la correa muy larga, tendrían demasiado campo de acción. Debía agarrarlos cerca del collar para demostrarles en todo momento que cualquier intento de rebelarse sería inútil. Y jamás debía mostrar miedo ante ellos. Si se cumplían esas sencillas normas, los perros serían mansos y dóciles incluso en manos de una niña como yo.

Cuando Priklopil estuvo ante mí, decidí no dejarme amedrentar por la situación y agarrarle fuerte por el collar. «No lo haré», le dije a la cara con voz firme. Abrió los ojos como platos, muy sorprendido, protestó y volvió a exigirme una y otra vez que le llamara «maestro». Pero al final dejó el tema.

Para mí ése fue un hecho decisivo, aunque tal vez en ese momento no lo tuviera tan claro. Yo me había mostrado fuerte y el secuestrador había retrocedido. La arrogante sonrisa del gato había desaparecido. Y sólo quedaba una persona que había cometido un acto criminal, una persona de cuyo estado de ánimo dependía mi existencia, pero que en cierto modo también dependía de mí.

En las semanas y meses siguientes me resultó bastante más fácil tratar con él si me lo imaginaba como un pobre niño sin cariño. Las muchas películas y series policíacas me enseñaron que las personas se vuelven malas cuando sus madres no las quieren y no tienen suficiente «calor de hogar». Hoy me doy cuenta de que fue un mecanismo de defensa, vital para mi supervivencia, intentar ver al secuestrador como una persona que no era mala por naturaleza, sino que su maldad se había ido desarrollando a lo largo de su vida. Eso no le restaba importancia a su forma de actuar, pero me ayudó a perdonarle. Al imaginarme, por un lado, que tal vez era un huérfano que había vivido en algún orfanato horribles experiencias que todavía le seguían marcando y al repetirme, por otro, que seguro que tenía un lado bueno. Que cumplía mis deseos, me llevaba golosinas, se ocupaba de mí. Pienso que en mi situación de total dependencia ésa era la única posibilidad de mantener con el secuestrador una relación que resultaba vital para mí. Si sólo hubiera sentido odio hacia él, ese odio me habría corroído tanto que no hubiera tenido fuerzas para sobrevivir. Pude acercarme a él gracias a que en todo momento veía tras la máscara del secuestrador a una persona pequeña, débil, que no había recibido la atención suficiente.

Y hubo un momento en que incluso se lo manifesté a él. Le miré fijamente y le dije: «Te perdono porque todos cometemos errores». Fue un paso que a algunos puede parecerles raro y enfermo. Al fin y al cabo su «error» me había costado la libertad. Pero era el único paso correcto que yo podía dar. Tenía que entenderme con aquel hombre, de lo contrario no lograría sobrevivir.

Nunca confié en él, eso era imposible. Pero llegué a una especie de acuerdo con él. Yo le «consolaba» por el grave delito que cometía contra mí y al mismo tiempo apelaba a su conciencia, para que se arrepintiera y al menos me tratara bien. Él respondió concediéndome pequeños deseos: una revista de caballos, un lápiz, un nuevo libro. A veces incluso me declaraba: «¡Cumpliré todos tus deseos!». Entonces yo le contestaba: «Si harías realidad todos mis deseos, ¿entonces por qué no me dejas libre? ¡Echo tanto de menos a mis padres!». Pero su respuesta era siempre la misma, y yo la conocía muy bien: mis padres no me querían… y él nunca iba a liberarme.

Después de unos meses en el zulo le pedí por primera vez que me abrazara. Necesitaba el consuelo de un contacto, sentir calor humano. Resultó difícil. Él tenía graves problemas con la proximidad, con el roce. Y a mí me entraba el pánico en cuanto me apretaba demasiado fuerte. Pero después de algunos intentos encontramos la medida exacta: el abrazo tenía que ser no muy fuerte, para que yo pudiera aguantarlo, pero lo suficientemente estrecho para que pudiera sentir algo parecido a un contacto afectuoso. Fue el primer contacto corporal que tuve con una persona en muchos meses. Un tiempo demasiado largo para una niña de diez años.

Capítulo 5. Caída al vacío. El robo de mi identidad

Ya no tienes familia. Tu familia soy yo. Yo soy tu padre, tu madre, tu abuela y tus hermanas. Ahora lo soy todo para ti. Ya no tienes pasado. Estás mucho mejor conmigo. Tienes la suerte de que yo te haya recogido y me ocupe tan bien de ti. Me perteneces. Yo te he creado.

En el otoño de 1998, más de seis meses después de mi secuestro, yo me sentía muy triste y desanimada. Mientras que para mis compañeros de clase había empezado, después de cuarto, un nuevo período de sus vidas, yo estaba allí encerrada tachando los días en un calendario. Echaba tanto de menos a mis padres que por las noches me acurrucaba en mi tumbona, ansiando una palabra cariñosa de ellos, un abrazo. Me sentía terriblemente pequeña y a punto de rendirme. Cuando de niña me sentía hundida y deprimida, mi madre siempre me preparaba un baño caliente. Echaba en él tantas bolas efervescentes y tanto gel que me sumergía en montañas de espuma chispeante y olorosa. Tras el baño me envolvía en una mullida toalla, me echaba en la cama y me tapaba. Eso me producía una profunda sensación de seguridad. Una sensación de la que me había visto privada hacía mucho tiempo.

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