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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (38 page)

La Biblia recogía, al respecto de lo que Jeremías había escondido en el monte Nebo, varias profecías. «Este lugar permanecerá desconocido hasta que Dios vuelva a reunir a su pueblo y tenga de él misericordia.» Y también, al Final de los Tiempos, una vez Dios congregue a su pueblo y revele el lugar en que se ocultan estos objetos, entonces «se mostrará su Gloria, así como la nube, como en el tiempo de Moisés y cuando Salomón pidió que el Templo fuera gloriosamente santificado».

Revelaciones de Dios, se dijo Cloister. Pero él iba en busca de revelaciones del Demonio.

Jadeante por la excitación, después de recorrer e inspeccionar la cueva un par de veces más, una roca grande le llamó la atención. Se hallaba al fondo, en la zona que descendía, y estaba rodeada por otras piedras más pequeñas. Esa formación parecía hecha por la mano del hombre. Se acercó a ella y se agachó. Retiró algunas de las piedras laterales. Con la luz de la linterna vio lo que parecía una ranura, a un lado. Trató de mover la gran roca, pero le resultó imposible. Se incorporó y echó su cuerpo hacia delante con el apoyo de los pies para hacer fuerza con su propio peso. De nuevo el esfuerzo resultó infructuoso.

Necesitaba ayudarse de alguna clase de herramienta. Regresó al Land Rover y buscó en el maletero. Estaba lleno de cachivaches y porquería. Por suerte, entre la mugre encontró una palanca de metal de unos cuarenta centímetros. También cogió un par de llaves grandes y volvió otra vez a la cueva. La rendija parecía profunda. Metió dentro la palanca hasta casi la mitad de su longitud y atravesó una de las llaves en su zona superior, curvada en forma de gancho. Tiró lo más fuertemente que pudo hasta que perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Por unos segundos se sintió aturdido, pero la adrenalina le hizo recobrarse cuando vio que la roca se había movido casi un palmo.

Apuntó dentro con la linterna. Se veía algo. Una especie de tinaja de barro. No era posible aún sacarla por el hueco, de modo que repitió la operación y luego empujó la roca con los pies, tumbado en el suelo, hasta que dejó prácticamente franca la abertura.

Estaba fuera de sí. Poco menos que se lanzó en pos de la tinaja. Aunque se había atascado en la parte inferior, la sacó tirando de ella con ímpetu. Era redonda, con el pie estrecho y abultada hacia el centro, para estrecharse nuevamente en la zona superior, aunque no tanto como abajo. Estaba cerrada con una tapa bulbosa, adherida con brea o alguna sustancia similar. El sacerdote intentó retirarla, pero no pudo. Se notaba preso de una exaltación que parecía una borrachera. No podía esperar más. Cogió la palanca metálica y asestó un golpe certero en el cuello de la tinaja, que se quebró emitiendo un ruido sordo.

Cloíster miró dentro. Había una especie de pequeño rollo, envuelto en un cuero pegajoso. Metió la mano y lo sacó. Lo puso en su regazo y comprobó que dentro de la vasija no había nada más, antes de volver a cogerlo, levantarse y salir afuera con él en sus manos. Sintió el golpe de luz del sol. Era prácticamente mediodía, el instante en el que las sombras son más cortas. Retiró el cobertor de cuero y lo dejó a un lado, colocó el rollo sobre el capó del Land Rover y empezó a desplegarlo sin el debido cuidado. Era de pergamino, estaba sucio, olía a aceite y parecía muy frágil. Si lo viera ahora algún restaurador del Archivo Secreto, se horrorizaría ante su irremisible deterioro por la manipulación torpe e inadecuada. Pero no era momento de pensar en el arte ni en la historia. Allí se jugaba a un juego mucho más importante que el deseo humano de conservar sus reliquias.

Cloister entrecerró los ojos levemente para que la luz reflejada no le impidiera ver la tenue escritura del pergamino. Estaba escrito en griego, la lengua que se empleaba en toda la región en tiempos de Jesús. Las primeras palabras, bajo el Astro Rey en su máximo apogeo en el cielo, le llenaron el alma de tinieblas. Era cierto lo que había dicho Emerson: «Bajo cada fosa, otra fosa más profunda se abre».

ÚLTIMOS DÍAS DEL RABÍ JESÚS DE NAZARET,
POR SU DISCÍPULO JUDAS ISCARIOTE

¡Judas Iscariote! El traidor, el personaje más enigmático para la teología moderna, y el más controvertido. La pieza
sacrificada
en la partida de ajedrez que Jesús había jugado para salvar a los hombres del pecado, y por quienes había muerto en la cruz. Judas, el condenado a cambio de la Redención de la humanidad. Un personaje del que la Comisión Pontificia de Ciencias Históricas de la Santa Sede, dirigida por monseñor Walter Brandmüller, había afirmado que cumplía con su labor asignada en el plan de Dios.

Pero… Judas se había ahorcado. Al menos, según el Evangelio de Mateo, el único de los canónicos que mencionaba el suicidio del apóstol traidor. Aunque existía un escrito apócrifo llamado
Evangelio de Judas,
que el obispo san Ireneo de Lyon, padre de la Iglesia, mencionaba a finales del siglo n, y del que se guardaba oculta una copia que muy pocos conocían en el Archivo Secreto Vaticano. Fragmentos dispersos se recogían también en un códice público que estaba en Roma: el
Codex Bezae,
del siglo v. Esa obra la citaba otro padre de la Iglesia, san Epifanio, y el obispo Teodoreto de Ciro. La sociedad National Geographic disponía de otra copia del siglo IV hallada en Egipto. Era un texto gnóstico de la secta primitiva de los cainitas, escrito originalmente en griego y luego traducido al copto, que consideraba como positiva la figura de Judas en el desarrollo del plan de Dios. Pero este Evangelio no había sido escrito por el auténtico Judas Iscariote ni en su tiempo, sino al menos un siglo después de su supuesta muerte. En ese texto apócrifo, Judas resultaba ser un heroico defensor de Jesús, su mejor amigo y el discípulo a quien más amaba, que lo entregó al Sanedrín a petición suya. Y, lo más importante, el único que sabía la verdad…

La verdad.

Sin embargo, si aquel rollo de pergamino era un escrito auténtico de Judas Iscariote, pondría de manifiesto uno más de los muchos errores del Nuevo Testamento. Si se trataba de un texto verdadero, y pertenecía a la mano de Judas, muchas ideas quedarían derribadas como gigantes con pies de barro. Quizá
demasiadas.
Cloister siguió desplegando el rollo, tratando de evitar que se quebrara entre sus manos. La escritura era difícil de leer, ya que el pigmento de la tinta casi se había desvanecido. Acercó la vista cuanto pudo y leyó:

Nunca quise perjudicar a Jesús. Ni quise tampoco conocer lo que conozco, saber lo que sé, ni haber hecho lo que hice. Yo amaba a Jesús como al más bondadoso de los hermanos, al más noble de los amigos. Lo veneraba como a un maestro, pues eso es lo que era. Sus enseñanzas fueron profundas. Ignoro si era o no el hijo de Dios.No presencié su resurrección, pero sí sus prodigios. Jesús tenía un poder en sus manos y en su corazón. Era un salvador del pueblo y un hombre santo.

Por eso sufrí más que nadie cuando el Sanedrín nos traicionó. Los demás amigos de Jesús creyeron que yo fui el traidor. Pero no sabían la verdad. Yo sólo quise librar a Jesús del peligro. El Sanedrín me engañó a mí también. Me dio un dinero para comprar bestias de carga, organizar una caravana y abandonar Jerusalén antes de la Pascua. ¡Cómo fui tan tonto! Caifas, el sumo sacerdote, envió conmigo a varios soldados, pero no para prender a Jesús, sino para defenderlo y escoltarlo… Yo ignoraba que su intención era la contraria. Caí en sus redes falsarias como los peces del lago Tiberíades en las de los pescadores. Pedro quiso matarme. Tuve que huir. Dije que me quitaría la vida, que me ahorcaría del primer árbol solitario que encontrara; pero no lo cumplí. Escapé al desierto para vivir como un ermitaño, aislado, en meditación y pobreza. Hice demasiado daño y tenía que expiarlo.

Todos los días y todas las noches he pedido perdón aDios. Por mi culpa, Jesús cayó en manos de sus enemigos. Las profecías lo auguraban, pero todo era distinto a lo escrito. Los otros no sabían lo que únicamente a mí me contó Jesús. Las profecías contenían errores. Jesús intentó corregirlos. Él quería que se cumplieran y me pidió que le ayudara a hacer que así fuera. Parecía que Jesús había perdido la razón. Dijo cosas incomprensibles al volver de su retiro en el desierto. Desde entonces, la desesperación de Jesús era impenetrable a mi mirada. Tantos años llevo, que ni sé ya contarlos, pensando en las cosas que dijo.

Creí, y creo, que le pesaba demasiado su misión eneste mundo. No conocía los detalles completos. El Padreno le hablaba para darle fuerzas. Le pidió un supremo sacrificio y le abandonó a su suerte… Como Jesús también me pidió a mí un sacrificio gigantesco. Mi nombre quedaría, desde entonces, manchado por la ignominia. Mi nombre sería sinónimo de traición. «¿Aceptarás el desprecio hasta el fin de los Tiempos? ¿Aceptarás ser el más despreciado de los hombres?», me preguntó Jesús. A mí, a su más amado amigo y discípulo, al más fiel, al más leal. «Por ti, lo acepto.»

Hicimos un secreto pacto, que yo rompí. Y por la ruptura lo llevé a la muerte que él deseaba. Todavía, pasados los años, no comprendo cómo se sucedieron los acontecimientos. Quizá el Destino lo tenía todo escrito con letras atadas unas con otras por hilos irrompibles. En el invierno de mi vida, en este ardiente y terrible desierto, más allá de mi amada tierra de Israel, que los antepasados de mi pueblo cruzaron y donde Moisés contempló la Tierra Prometida, escribo esta historia: la mía con Jesús de Nazaret. Nunca pensé en hacerlo, en todos los años que llevo aquí retirado y escondido. Ni creo que las futuras generaciones aprovechen este escrito.

Seguramente, los hombres se han olvidado ya de Jesús, si es que alguna vez se acordaron de él. Un muchacho egipcio, llamado Sennefer, que llegó a mí sin rumbo, perdido bajo el terrible sol de estas tierras, a punto de morir, nada sabía de Jesús. Y, aun así, me ha hecho recapacitar. Su juventud ardorosa que vence la melancolía, sucorazón arrojado que supera la tristeza, han sido en mi espíritu como el metal de una espada al rojo vivo que se hunde en la fría agua. El persiguió un sueño, como yo lo hice también. Tuvo que huir para no perder la vida. Yo tuve que huir para no perder el alma. Nada ocurre sin un motivo.

Sennefer me ha contado su historia. Es sencilla y emotiva, como todo lo que se siente muy adentro en el corazón. De niño, fue hecho prisionero y llevado a la ciudad nabatea de Petra. Allí se enamoró, años después, de la bella Nofret, también egipcia, y esclava como él. Era un amor imposible, pues la joven, de tan infinita hermosura como sólo pueden ver los ojos de un enamorado, erala favorita del señor, amo de ambos. Cuando los encontró juntos, a ella la mandó apresar, y a él lo condenó a muerte. El señor era un comerciante rico y poderoso, y Sennefer sólo pudo huir, sin una oportunidad de liberar a su amada. Quiso morir por ello, regresar y entregarse al verdugo. Pero comprendió que eso no cambiaría nada, mientras que estando vivo, quizá, pudiera obrar algún bien.

Y no se equivocaba. Puede que haberme impulsado a escribir lo que estoy escribiendo, sea una buena obra.

Yo estaba dormido, y he despertado. Ojalá a alguien le aproveche lo que sé. Si alguien recuerda algún día alrabí Jesús de Nazaret, sólo yo puedo contar lo que viví con él. Ninguno de los otros sabía las cosas que yo sé. Ni siquiera su madre, María. Ni tampoco la otra María, su compañera. Treinta denarios no pagan una vida, como creyó Pedro. Ya dije que eran el dinero para organizar la huida de Jerusalén, unidos a una caravana. El Sanedrín mintió. Cuando fui a devolverlos, Caifas y Anas se rieron de mí. Me preguntaron si creía realmente que ellos permitirían a Jesús marcharse sin castigo por sus blasfemias. Yo sé que ellos lo odiaban por rasgar el velo de su poder, y no por ninguna blasfemia. Les arrojé el dinero y me fui, desconsolado. ¿Qué había hecho? ¿Cómo podía haber ocurrido algo así?

Cuando conocí a Jesús, yo era un hombre sin convicciones, sin rumbo. El me ayudó, creyó en mí, me hizo su amigo. Yo era el único discípulo que provenía de Judea, en lugar de Galilea como los demás. Jesús mismo había nacido en Belén de Judea. Me acogió por eso, creo, con más cariño. Y quizá también porque uno de sus hermanos se llamaba Judas, como yo. Otros tenían al principio recelos. Y algunos nunca los abandonaron. Jesús nos pidió a todos que buscáramos las ovejas perdidas de la casa de Israel. Que predicáramos y obráramos por doquier en nombre suyo. No debíamos distinguir entre unos y otros. Quien quisiera escucharnos, nos escucharía; y quien no, no lo haría. Al irnos, nos bastaría entonces con sacudirnos el polvo de las sandalias.

Más de una vez tuve yo deseos de sacudirme ese polvo en presencia de Pedro y de los demás. Él creyó que yo vendí a Jesús al Sanedrín. Por treinta denarios creía él que yo podría vender al más santo de los hombres. Una cantidad ridícula, que apenas bastaba para comprar un esclavo o un pequeño terruño estéril. Durante la cena de Pascua, antes de que Jesús fuera arrestado en el huerto de Getsemaní, el Maestro dijo que su hora estaba cerca. Que uno de nosotros propiciaría el inicio de su fin. Lo dijo con gran amor. Yo era el elegido para esa tarea, como sólo él y yo sabíamos. Pero yo tenía otros planes. Quería evitar que lo escrito se cumpliera. Jesús dijo que quien iba a llevarlo a cumplir su destino, sufriría deshonor y padecimiento, y que más le valdría no haber nacido frente al horizonte de tan grande sufrimiento.

Mis ojos temblaron. Tuve que marcharme del cenáculo para evitar las lágrimas. No quería que los otros supieran nada de los planes de Jesús, ni de los míos. Cuando fui a los sacerdotes, al Templo, a reclamar sus promesas, ellos se ofrecieron a custodiar a Jesús. Me pareció bien, porque así Jesús no podría negarse a marchar de Jerusalén. No me importaba su cólera conmigo, con tal de salvarlo. Pero todo salió al revés. Caifas y Anas me engañaron. ¡Malditos sean por los siglos de los siglos! Y maldito mi nombre por no haber sabido descubrir sus intenciones.

Cuando los guardias arrestaron a Jesús, Pedro trató de matarme. Hirió a uno de los guardias, y a mí a punto estuvo de alcanzarme con su espada. Luego, todos huyeron, abandonando a Jesús. Mi corazón se resquebrajó enmil pedazos ante esa gran tristeza. Los que se decían fieles huían despavoridos. Yo, que era fiel, parecía un sucio traidor.

Todo sucedió como Jesús quería, sin embargo. No logré cambiar ese destino. Quizá el Maestro lo tenía todo previsto. No lo sé. La sabiduría de Jesús era tan grande…

Luego fue Jesús juzgado y acusado de blasfemia. Cuando pedí en vano su liberación, clamando que era sangre inocente, con amargas lágrimas en el rostro, no conseguí ninguna piedad de quienes se decían santos y hombres rectos y justos. Los romanos no quisieron oponerse al Sanedrín. Sus leyes estaban por debajo de la conveniencia política. Prefirieron el orden a la equidad. Aceptaron un castigo impropio, maltrataron a Jesús, se dejaron llevar por los gritos enfervorizados de la chusma, a sueldo de Caifas y Anas. El Imperio se hizo tan pequeño como el alma del gobernador Pilatos.

Crucificaron a Jesús. Sin culpas. Por odio e impúdico rencor.

Los cielos sacudieron la tierra cuando Jesús expiró. La cortina del Templo se rasgó de arriba abajo en su postrero grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Mi corazón se sobrecogió. Jesús había, en efecto, perdido la razón. ¿Cómo podía el Padre abandonarlo cuando él cumplía el terrible destino al que él le había arrojado en el mundo? Y, sin embargo, una duda tan temible como las legiones romanas llenó mi espíritu cual negra y pegajosa mancha de brea. Recordé las palabras de Jesús a su regreso del desierto. Lucifer, el Demonio, le había tentado tres veces con tentaciones absurdas, imposibles. Dijo que imperaba sobre la Creación, que había vencido en la guerra celestial, que Dios era su esclavo. Lucifer se mostró repleto de maldad, de envidia, de rencor. La espada de la verdad, del arcángel Miguel, se había quebrado ante su terrible metal. Lucifer ansiaba ser igual que Dios, y olvidó la bondad que le era natural. Se convirtió en lo contrario: el mal. La más hermosa de las criaturas se tornó fea y terrible por la perversidad. Dijo querer liberar al mundo del yugo de Dios, y fue él quien esclavizó a todas las criaturas. Tendió cadenas irrompibles y eternas que aprisionaron a cada ser de la Creación. Incluso a los que lo ignoraban, como los hombres. Hasta su muerte, pues la muerte siempre llega.

Cuando Jesús dijo en la cruz, desde ese palo seco y muerto, hincado en la tierra anegada por las lágrimas de los pecadores, cuando Jesús gritó preguntando al Padre la causa de su desamparo en ese momento horrendo de su martirio, entonces Lucifer venció de nuevo, y Dios volvió a perder. Jesús era la última esperanza de Dios y de la Creación, con sus incontables criaturas. Su sacrificio fue en vano. Toda su fe quedó borrada y se la llevó el viento.

Jesús negó su fe. Dudó del Padre. El mal impera en el mundo. Es la esencia de todo lo creado. Satanás rige sobre Dios. La espada del arcángel Miguel no pudo vencerle. La envidia superó a la bondad y el mal al bien. Así de terrible es la verdad.

Si es que mi torpe cabeza de viejo no ha desfigurado el recuerdo, ni ha perdido el entendimiento. Aunque ojalá esté yo equivocado, loco, estúpido. Ojalá sea yo una mísera hormiga que nada sabe ni comprende.

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