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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (45 page)

Su esposa extranjera no sabía lo que significaba «prodigiosamente». Parecía un insulto; se preparó para intervenir. Pero lord Sansome siguió sentado.

El duque cerró los ojos, aunque continuó hablando:

—No creo que vaya a morirme estando tú ahí sentado. Aunque sé que eso te complacería enormemente.

Al otro lado de la estancia, Anselm hizo un ruido que en un criado menos educado hubiera sido un bufido. Se atareó con los cepillos, de modo que cuanto podían oír era su hush-hush-hush mientras limpiaba.

Al cabo, habló Sansome.

—Pensé que habías muerto hacía años. Nadie sabía dónde estabas. Pensé que habías muerto cuando se te rompió el corazón.

—Se me curó.

—Una vez me dijiste que no tenías.

—Ilusiones. Veo que el tuyo sigue latiendo.

—Oh, sí. —Las manos de Sansome, surcadas de gruesas venas, se abrieron y cerraron sobre la bola dorada de su bastón—. El mío sí. Aunque nunca se sabe qué nos aguarda al doblar la esquina, ¿verdad?

—Yo creo que sí lo sé.

—Tal vez todavía haya algo capaz de sorprenderte. —De forma inesperada, lord Sansome sonrió cálidamente al criado del duque. Anselm pareció enfadarse—. Es bueno con el acero.

—¿Has tenido el placer?

—Un par de veces. Un buen rasurado, muy limpio.

—Oh. —El viejo duque se rió, y siguió riéndose de un chiste que nadie más comprendía, hasta que su aliento desenterró el dolor, y la mujer y el criado lo cubrieron mientras lo sostenían y le daban algo de beber para apaciguarlo.

Cuando lord Sansome se hubo marchado, el duque dijo cpn voz somnolienta:

—La gente no olvida. Creo que eso me complace. ¿Por qué habría vuelto si no?

—Mis referencias vinieron de alguna parte. —Anselm se mostraba brusco con el duque, que había estado provocándolo con revelaciones. Estaban a solas—. Jamás hubiera llegado hasta vos sin ellas. Vuestra familia las comprobó; y soy un buen ayudante de cámara. Ahora contádmelo otra vez. Contadme cómo tenía las manos.

—Nunca las tenía vacías. Siempre estaba haciendo algo: agarrando barrotes para fortalecer las muñecas, estrujando pelotas, lanzando cuchillos... y otras cosas. —El duque sonrió irritantemente para sí. Anselm empezaba a conocer esa sonrisa y sabía que no había manera de arrancar al duque los recuerdos que ocultaba.

El semblante del anciano se empañó, y empezó a maldecir, de manera poco elegante, a causa del dolor. Anselm le enjugó el rostro empapado de sudor con un paño frío, y siguió repitiendo la operación hasta que el duque pudo volver a hablar:

—Como aventura, esto empieza a perder interés. La vida se vuelve aburrida cuando mi única preocupación es preguntarme cuánto tiempo seguirá seca mi camisa, y si voy a tragar la sopa o vomitarla. Yo diría que acabásemos con esto de una vez por todas, pero eso no le gustaría a mi esposa. Evidentemente —enseñó los dientes en una sonrisa dolorosa—, tampoco le gusta verme en este estado. No hay forma de complacer a algunas personas.

—Debéis alegraros por el niño que va a nacer.

—La verdad es que no. Eso fue sólo para agradar a mi esposa. No quiero posteridad. Fui una gran decepción para mis padres.

Anselm se encogió de hombros.

—¿No lo somos todos?

—Pero cuando yo esté muerto, le impedirá cometer alguna estupidez. Eso es importante.

A Anselm se le daba bien captar indirectas.

—¿Queréis que llame a vuestra señora?

—No. —La mano del duque estaba fría sobre la suya—. Hablemos.

—Yo no soy como vos —dijo desesperanzado Anselm—. Las palabras no son mis herramientas. Lo único que sé es hacer preguntas. Sois vos el que sabe cosas, señor, no yo. Lo que quiero saber, ni siquiera vos podéis enseñármelo.

—Lo siento por ti —dijo el enfermo—; porque a veces aún lo veo, aunque... en las esquinas del cuarto. Pero sólo son las drogas, puesto que nunca me responde cuando hablo.

—Fue el mayor espadachín que ha existido jamás. Si tomar drogas me permitiera verlo, lo haría. —Anselm paseó por la habitación, con su porte de comedido ayuda de cámara rendido ante la zancada ardiente de un atleta—. A veces me pregunto si tiene sentido siquiera intentarlo. Se llevó sus secretos a la tumba. ¡Ojalá hubiera podido contemplar cómo hacía las cosas que hacía! —El enfermo no respondió nada—. Vos estabais allí. ¿Qué visteis? ¿No me lo podéis decir? ¿Qué visteis?

El duque sonrió lentamente, con la vista vuelta hacia sus pensamientos.

—Era hermoso; no como esto. Los mataba deprisa, de un golpe, directo al corazón.

—¿Cómo? —quiso saber Anselm, con los puños apretados—. Nadie ofrece su corazón a la espada.

Con cada uno de sus sentidos de luchador, notó que la mirada del duque caía sobre él, libre de embotamiento o dolor. Lo atrajo de vuelta a la cama, como si quisiera acortar distancias con un adversario, o un amante.

—¿Nadie? —susurró el duque. Anselm se arrodilló para oírlo—. Nadie no, muchacho.

La mano del duque bajó hasta su mullida mata de pelo oscuro.

—Sois un hombre terrible —dijo Anselm. Asió los dedos, los enredó con los suyos en su cabello, y los arrastró a través de sus rizos hasta sus labios.

Tendida a su lado en la oscuridad, la mujer del duque dijo:

—He visto dar a luz a tantas mujeres, que debería estar más asustada. Pero no lo estoy. Sé que éste será un buen niño. Espero que lo veas.

La mano del duque descansaba sobre su vientre suavemente redondeado.

—Espero que no sea demasiado infeliz.

—¿Como lo fuiste tú? —repuso tristemente ella—. No, querido. ¡Éste sabrá que lo quieren, te lo prometo! —Le agarró la frágil mano; evanescente, como el resto de él, aun a oscuras—. Y lo sabrá todo sobre su padre, eso también te lo prometo.

—No —dijo el hombre—; no si eso le hace desgraciado.

—Será feliz.

—Me lo prometes, ¿verdad? —Oyó su sonrisa—. ¿Lo llevarás a la isla, entonces, para que corra con las cabras?

—¡Por supuesto que no! —A veces la sorprendían las cosas que él daba por sentadas—. Se quedará aquí, con su familia. Debe criarse en tu ciudad, entre las personas que te conocen.

—Creo que sería más feliz en la isla. —El duque exhaló un suspiro—. Ojalá pudiera regresar allí, después, y descansar en una colina sobre el mar. Pero supongo que es imposible.

—Supongo que sí —convino ella con un hilo de voz—. ¿Adónde irás, entonces?

—Yaceré en la Ciudad de Piedra: filas y filas de tumbas como casas, con todos mis antepasados, mi familia... Eso debería satisfacer tu sentido del decoro. No es la compañía que yo habría elegido, pero supongo que a esas alturas me dará igual. —__—Lo llevaré allí. Para que te visite.

El duque retiró su mano.

—De ningún modo. Lo prohíbo.

—Pero quiero que te conozca.

—Si insistes en contarle historias sobre mí al pequeño, que sea en algún sitio agradable, con un fuego, y pan y leche... —Su mujer le había dado zumo de amapola; pronto se quedaría dormido—. Espero que sea hermoso. No como yo. Hermoso como tú. Como lo era él.

En ocasiones hablaba de personas que ella no conocía. Pero a ésta la conocía bien, este querido fantasma del pasado, el bello, el raro, el primer y mejor amor. Se obligó a apaciguar su respiración, a destensar sus brazos. Un recuerdo, nada, contra un niño vivo.

—Quería que me matara. Hace años. Pero él nunca le puso empeño.

—Chis, cariño, chis.

—¡No, me lo prometió! Así que le recordé su promesa. Al final me falló, me dejó. Pero volverá a por mí. Hace tiempo me prometió que vendría a por mí. Él es mi muerte.

Su mujer lo abrazó con fuerza, esperando que él estuviera demasiado aturdido para reparar en sus sollozos, y en las lágrimas que caían sobre la piel de ambos.

Lord Sansome no regresó, aunque envió al criado del duque, Anselm, un regalo en forma de dinero.

—¿En qué te lo vas a gastar? —inquirió el duque—. ¿En aceros o en amores?

Su sirviente frunció el ceño.

—Creo que debería devolverlo. No es correcto que acepte lo que no tengo intención de ganarme.

—Oh, ¿de veeeras? —La fatiga sacaba a la superficie el acento arrastrado del anciano—. Pero sin duda a mi viejo amigo le satisface que cuides de mí con tanta dedicación. Está en su derecho de darte propina si lo desea.

Anselm retrocedió.

—¿Queréis que os afeite o no?

—¿Esperamos a alguien?

—A nadie más que a la señora, y no hasta mediodía.

—A ella no le importará. Mi aspecto, digo. Suelta eso, Anselm. No es la hoja adecuada para ti. Lord Sansome no lo sabe, pero yo sí. Yo sí.

Las horas en que la reconocía fueron espaciándose cada vez más. Al final ella empezó a descubrir todo lo que él le había ocultado: promesas hechas a su primera esposa, disputas con sus amantes, juegos con su hermana... Oyó la voz de un joven, discutiendo con su tutor, y provocaciones murmuradas tan dulces que sólo podrían pertenecer a un antiguo amante, el primero y el mejor. ¿Le daba ella más amapola de la debida, para acallar las voces y protegerlo del dolor? Lo intentó, pero al final habría de fracasar, pues ni siquiera el amor podía apaciguar al autor de la obra en la que él estaba actuando. No comía, apenas sí hablaba. La vieja fulana que lo había conocido de joven volvió a presentarse en la puerta. La señora no quiso dejar que lo viera ahora pero, buscando su propio consuelo, fue a sentarse un momento con esa reliquia del pasado de su marido.

En la habitación en penumbra, el paciente criado aguardaba.

El anciano duque abrió los ojos de par en par y lo miró.

—Oh —dijo—. No pensé que sería ahora.

—¿Cuándo si no? —dijo el espadachín—. Te lo prometí, ¿no es así?

—Me lo prometiste. Pensé que lo habrías olvidado.

—No. Esto no.

—Siempre quise que lo hicieras.

—Desde luego. Pero ése no era el momento.

—¡Cuánta luz! Date prisa. Me asusta el dolor.

Sonó una risa al otro lado de la hoja resplandeciente.

—No puedes respirar. Ni siquiera sientes los pies. Será rápido. Ahora, abre los brazos.

—Oh —repitió el viejo duque—. Sabía que vendrías.

Fin

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