¡Acabad ya con esta crisis! (9 page)

Sin duda, John Ford no tenía una opinión especialmente positiva de los banqueros. Pero en aquellos años, en 1939, nadie la tenía. Las experiencias de la década precedente y, en particular, la oleada de hundimientos bancarios que barrió Estados Unidos en 1930-1931 había creado tanto una desconfianza general como la exigencia de una regulación más firme. Algunas de las regulaciones de los treinta siguen en vigor en la actualidad, lo que explica que, en esta crisis, no haya habido muchas estampidas bancarias tradicionales, con la retirada masiva de fondos. Otras, por el contrario, se desmantelaron en las dos últimas décadas del siglo xx. Como factor no menos importante, las regulaciones no se actualizaron para lidiar con los cambios del sistema financiero. Esta mezcla de desregulación y falta de actualización de las regulaciones fue un factor de primer orden en la explosión de endeudamiento y la crisis consiguiente.

Empecemos por hablar de qué hacen los bancos y por qué se necesitan regulaciones.

La banca, según la conocemos en la actualidad, comenzó casi por accidente, como una actividad suplementaria de un negocio muy distinto: la orfebrería. Los orfebres, como manejaban una materia prima muy onerosa, siempre tuvieron cajas fuertes que dificultaban mucho la labor de los ladrones. Algunos de ellos empezaron a alquilar el uso de esas cajas fuertes, con lo que personas que tenían oro, pero no dónde guardarlo con seguridad, lo confiaban al cuidado de los orfebres, recibiendo a cambio un billete que les permitiría reclamar su oro cuando así lo quisieran.

En este punto comenzaron a ocurrir dos cosas interesantes. Primero, los orfebres descubrieron que, en realidad, no hacía falta que tuvieran todo aquel oro en sus cajas fuertes. Como era improbable que todos los depositarios reclamaran su oro al mismo tiempo (por lo general), era seguro prestar a otros buena parte del oro y mantener como reserva tan solo una fracción menor. En segundo lugar, los billetes que daban fe del oro depositado comenzaron a circular como una forma de dinero; en vez de pagar a alguien con monedas de oro reales, se le podía transferir la propiedad de algunas de las monedas que uno había depositado ante un orfebre. Así, el trozo de papel que correspondía a esas monedas se convirtió, en cierto sentido, en algo tan bueno como el oro.

Y en esto se resume la banca. Los inversores, por lo general, deben elegir entre la
liquidez
(la capacidad de disponer de los propios fondos, en un plazo de tiempo breve) y el
rendimiento
(que hace trabajar al dinero para ganar aún más). El dinero que uno tiene en el bolsillo goza de una liquidez perfecta, pero no ofrece rendimiento alguno; una inversión en (imaginemos) una nueva y prometedora empresa puede compensar mucho si todo va bien, pero no se convierte fácilmente en metálico si uno se enfrenta a una emergencia financiera. Lo que hacen los bancos, parcialmente, es eliminar la necesidad de elección. Un banco proporciona liquidez a sus depositantes, pues estos pueden recobrar sus fondos cuando lo quieran. Pero al mismo tiempo, pone a trabajar la mayor parte de sus fondos, para obtener rendimiento; por ejemplo, en préstamos a negocios o hipotecas inmobiliarias.

Hasta aquí, todo va bien. Y la banca es algo muy positivo, no solo para los banqueros, sino para la economía en su conjunto, la mayor parte del tiempo. Algunas veces, sin embargo, la banca puede equivocarse mucho. En efecto, toda la estructura depende de que no todos los depositantes quieran su dinero al mismo tiempo. Si, por alguna razón, ya sea todos o al menos muchos de los impositores de un banco

deciden retirar sus fondos de manera simultánea, el banco se hallará ante un gran problema: no dispone del metálico necesario y, si intenta hacerse con él rápidamente, liquidando préstamos y otros activos, tendrá que ofrecer precios de saldo; y, muy posiblemente, el proceso terminará en bancarrota.

Y ¿qué haría que muchos de los depositantes de un banco intentaran retirar sus fondos al mismo tiempo? Bien, el miedo a que el banco esté a punto de hundirse…, quizá porque tantos imposito-res están intentando abandonarlo.

Así pues, la banca lleva consigo, como rasgo inevitable, la posibilidad de estampidas: pérdidas repentinas de confianza que causan pánico y terminan convirtiéndose en profecías que comportan su propia realización. Además, estas retiradas masivas de fondos pueden resultar contagiosas, tanto porque el pánico se puede extender a otros bancos como porque las ventas a precio de saldo de un banco, al reducir el valor de los activos de otros bancos, pueden empujar a estos otros bancos a la misma clase de dificultades financieras.

Como algunos lectores quizá habrán captado ya, existe un claro «aire de familia» entre la lógica de las estampidas bancarias —retiradas de fondos especialmente contagiosas— y la del momento de Minsky, en el que todo el mundo intenta cancelar sus deudas simultáneamente. La diferencia principal es que los elevados niveles de deuda y apalancamiento en el conjunto de una economía, que posibilitan un momento de Minsky, son algo que solo ocurre de vez en cuando; en cambio,
lo normal
es que los bancos estén suficientemente apalancados para que una pérdida repentina de confianza se pueda convertir en profecía de realización inevitable. La posibilidad de la retirada masiva de fondos es algo más o menos inherente a la naturaleza de la actividad bancaria.

Antes de la década de 1930, hubo principalmente dos tipos de respuesta al problema de la estampida bancaria. En primer lugar, los propios bancos intentaban parecer lo más sólidos posible, tanto a través de las apariencias —por eso los edificios de estos establecimientos eran tan a menudo gigantescas estructuras de mármol— como siendo de hecho muy cautelosos. En el siglo XIX, los bancos tenían a menudo «cocientes de capital» de entre el 20 y el 25 por 100 (es decir, el valor de sus depósitos suponía solo del 75 al 80 por 100 del valor de sus activos). Esto suponía que un banco del siglo xix podía enfrentarse a una morosidad de hasta el 20 o el 25 por 100 del dinero que había prestado y, aun así, seguía siendo plenamente capaz de pagar a sus depositantes. En cambio, en vísperas de la crisis de 2008, muchas instituciones financieras solo podían respaldar con capital un porcentaje escaso de sus activos, de modo que incluso pérdidas menores podían «quebrar el banco».

En segundo lugar, también hubo esfuerzos para crear «prestatarios de último recurso»: instituciones que, en una situación de pánico, pudieran avanzar fondos a los bancos y, con ello, garantizar el pago a los depositantes y la consiguiente disminución del pánico. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra empezó a interpretar este papel a principios del siglo xix. En Estados Unidos, el pánico de 1907 se resolvió mediante una respuesta
ad hoc
organizada por J. P. Morgan; y el hecho de comprender que no siempre podría contarse con la asistencia puntual de un J. P. Morgan llevó a la creación de la Reserva Federal.

Pero estas respuestas tradicionales demostraron ser terriblemente inadecuadas en los años treinta, por lo que intervino el Congreso. La ley Glass-Steagall de 1933 (y legislaciones similares en otros países) estableció lo que equivalía a un sistema de diques para proteger la economía contra las inundaciones financieras. Y durante cerca de medio siglo, este sistema funcionó muy bien.

Por un lado, la Glass-Steagall fundó la Corporación Federal de Seguros de Depósitos, que garantizaba (y sigue garantizando) los depósitos frente a las pérdidas derivadas del hipotético hundimiento de un banco. Si ha visto usted la película
It’s a Wonderful Life (¡Qué bello es vivir!)
, que incluye una estampida bancaria, quizá le resulte interesante saber que la escena es completamente anacrónica: en el momento en que se sitúa la acción —justo después de la segunda guerra mundial—, los depósitos ya estaban garantizados y las retiradas masivas de fondos habían quedado como algo del pasado.

Por otro lado, la ley Glass-Steagall limitaba la cantidad de riesgo que podía asumir un banco. Esto resultaba especialmente necesario desde el mismo momento en que se había establecido el seguro de los depósitos, que podría haber creado una situación en la que los banqueros movilizaran el dinero sin freno ni preguntas —eh, todo esto cuenta con el seguro del gobierno— y lo destinaran a inversiones de máximo riesgo, contando con que, si salía cara, ellos ganaban, y si salía cruz, pagaban los contribuyentes. De los numerosos desastres desregulatorios, uno de los primeros se produjo en los años ochenta, cuando las instituciones de ahorro y préstamos se vengaron demostrando que esta clase de juego de azar costeado por los contribuyentes era algo más que una mera posibilidad teórica.

Así, los bancos quedaron sujetos a varias reglas concebidas para prevenir que jugaran a juegos de azar con los fondos de sus depositantes. Muy especialmente, todo banco que aceptara depósitos quedaba limitado al negocio de los préstamos; no podía usar aquellos fondos para especular en los mercados de valores o materias primas; de hecho, tampoco se podían alojar estas actividades especulativas bajo el mismo techo institucional. Por lo tanto, la ley separó netamente la banca ordinaria (digamos, la clase de cosas que hacen Chase Manhattan y entidades similares) de la «banca de inversión» (lo que hacen Goldman Sachs y similares).

Gracias al seguro de los depósitos, como he dicho, las retiradas masivas de fondos, a la antigua, quedaron como recuerdo del pasado. Y gracias a la regulación, la banca manejó la concesión de préstamos con mucha más cautela de la que había empleado antes de la Gran Depresión. El resultado fue lo que Gary Gorton, profesor de Yale, denomina «el período tranquilo», una etapa larga de relativa estabilidad y ausencia de crisis financieras.

Ahora bien, todo esto empezó a cambiar en 1980.

En 1980, como es bien sabido, Ronald Reagan fue elegido presidente e hizo virar a la derecha, muy decididamente, la política estadounidense. Pero en cierto sentido, la elección de Reagan solo suponía formalizar un cambio radical en las actitudes hacia la intervención gubernamental, cambio que ya se había puesto en marcha durante el mandato de Cárter. Cárter presidió la desregulación de las líneas aéreas, que transformó la forma de viajar de los estadounidenses; la desregulación del transporte por carretera, que transformó la distribución de los bienes; y la desregulación del petróleo y el gas natural. Estas medidas, dicho sea de paso, gozaron (y siguen gozando hoy) de la aprobación casi universal de los economistas: ciertamente —a su modo de ver— no había ni hay una buena razón para que el gobierno decida tarifas del transporte aéreo o por carretera, y el incremento de la competencia en estas industrias comportó mejoras generalizadas en la eficiencia.

Dado el espíritu de aquellos tiempos, probablemente no debería extrañarnos que también las finanzas vivieran la desregulación. Una medida importante en esta dirección ya se había producido durante el mandato de Cárter, que aprobó la ley de control monetario, de 1980, que ponía fin a las normas que habían impedido que los bancos pagaran interés por muchas clases de depósitos. Reagan lo completó con la ley Garn-St. Germain, de 1982, que rebajó las restricciones sobre la clase de préstamos que podían realizar los bancos.

Por desgracia, la banca no es como el transporte de mercancías y la desregulación no se tradujo tanto en mejoras de la eficiencia como en un estímulo a la conducta de riesgo. Dejar que los bancos compitan en la oferta de interés por los depósitos parecía un buen negocio para los consumidores. Pero supuso que la banca se convirtiera, cada vez más, en un caso de supervivencia de los más imprudentes, en el que solo los que estaban dispuestos a conceder préstamos dudosos podían permitirse pagar a los depositantes un interés competitivo. Eliminar las restricciones a las tasas de interés hizo que los préstamos imprudentes fueran más atractivos, porque los banqueros podían prestar dinero a clientes que prometían pagar mucho… aunque quizá no cumplirían con lo prometido. Y el margen de riesgo se incrementó aún más cuando se hicieron más laxas las restricciones que limitaban la exposición a determinadas líneas de negocio o a los prestatarios individuales.

Estos cambios produjeron un fuerte incremento de los préstamos, un fuerte incremento de los riesgos asumidos en esos préstamos y también, tan solo unos pocos años después, algunos grandes problemas en la banca; problemas que, a su vez, se exacerbaron por la forma en que algunos bancos financiaron los préstamos que concedían con dinero que tomaban prestado de otros bancos.

Por otra parte, la tendencia a la desregulación tampoco acabó con la marcha de Reagan. Con el siguiente presidente demócrata se produjo una nueva relajación de las normas: fue Bill Clinton quien dio el golpe final a las regulaciones de la Depresión, al cancelar las normas de Glass-Steagall que habían separado la banca comercial de la de inversión.

Aun así, y no obstante lo anterior, estos cambios regulatorios fueron menos importantes que lo que no cambió: las regulaciones no se actualizaron para reflejar los cambios en la naturaleza de la actividad bancaria.

¿Qué es, a fin de cuentas, un banco? Tradicionalmente, ha sido una institución en la que hacer depósitos, un lugar en el que depositamos dinero en una ventanilla y lo podemos retirar desde esa misma ventanilla. Pero en lo que atañe a la economía, un banco es toda aquella institución que promete acceso fácil a sus fondos, incluso cuando usa la mayor parte de esos fondos para hacer inversiones que los clientes no podrán convertir en metálico en un corto plazo de tiempo. Las entidades de depósito —grandes edificios de mármol con hileras de cajeros— son la forma tradicional de conseguirlo. Pero hay otras formas de hacerlo.

Un ejemplo obvio son los fondos del mercado monetario, que no tienen una presencia física como los bancos y no proporcionan metálico en el sentido literal (papelitos verdes con retratos de presidentes difuntos), pero aparte de esto funcionan en gran medida como cuentas corrientes. Las empresas que buscan dónde aparcar su efectivo optan a menudo por el «repo», o pacto de recompra en el que prestatarios como Lehman Brothers piden prestado dinero para plazos muy breves —a menudo, de tan solo una noche— usando como garantía secundaria valores con respaldo hipotecario; y el dinero que se consigue así se utiliza para comprar aún más valores de esta clase. Y aún hay otros mecanismos, como los «valores con tasa de subasta» (mejor no pregunten), que, una vez más, sirven prácticamente para los mismos propósitos que la banca ordinaria, pero sin hallarse sujetos a las normas que gobiernan la banca convencional.

Other books

Dreaming in Hindi by Katherine Russell Rich
SpankingMyBoss by Heidi Lynn Anderson
Spell Robbers by Matthew J. Kirby
The Tycoon's Perfect Match by Christine Wenger
Pay the Piper by Joan Williams
Dark Shimmer by Donna Jo Napoli
Mastering the Marquess by Vanessa Kelly