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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (3 page)

Los presentes asintieron muy conformes con expresivos movimientos de cabeza. Y el valí, dirigiéndose a Sulaymán, añadió:

—Y tú, fiel cadí de los muladíes, te encargarás de visitar a todos los notables y a las autoridades de las diversas comunidades que no están presentes en este Consejo. Confío en que tu elocuencia y tu prestigio sean suficientes para persuadirlos de que no debe haber divisiones entre nosotros. Ve mañana mismo y convócalos aquí para el próximo lunes después de la oración del alba. He dicho.

4

El duc Agildo, la máxima autoridad de los cristianos, se hallaba sentado en el atrio, bajo la galería que cubría la puerta principal de su palacio. Miraba hacia el horizonte sumido en sus pensamientos. Vestía fina e impoluta túnica de lana color marfil; la cabeza tocada con el gorro de fieltro grisáceo, desde el que asomaba el cabello plateado; la barba recortada y asimismo encanecida le daba aire severo al rostro con el bigote rasurado; la piel blanquísima y los ojos claros. Su expresión y su figura resultaban tan frías como los mármoles viejos de la escalinata y las columnas del pórtico.

Contemplaba el duc el cielo y parecía meditar en las nubes densas y negras que se acercaban del este. Hacía calor, pero de vez en cuando llegaba una brisa húmeda. Un día más de tantos iba a llover. Y decían ya los ancianos que no se recordaba tanta lluvia desde que había memoria. El río Guadiana discurría poderoso y turbio, lamiendo el pie de las murallas dos varas por encima de su cauce, y el arroyo Albarregas tenía desde el mes de marzo los huertos anegados bajo el acueducto.

Frente al atrio, en el jardín que se extendía entre el palacio y la puerta que daba al adarve, se encontraba Demetrio, el hortelano. Vivía allí mismo, en una minúscula casa de adobe adosada al muro que daba al poniente, y en aquel momento miraba las nubes como su amo. Era un hombre de pequeña estatura y miembros cortos, pero fuertes.

—¡Otra vez lloverá! —exclamaba desazonado—. ¡Todos los días lo mismo! ¡Todas las semanas, todos los meses…! ¡Esto es la ruina!

Alzó las manos con desesperación y, dirigiéndose al duc, prosiguió:

—Ya lo veis, señor, qué vida esta. ¡Como para ponerse a llorar! Siete años, siete, sin caer una gota y, cuando le da por llover, ¡esto! ¡Parece una maldición!

Agildo le miró inexpresivo y le recriminó:

—No te quejes tanto, hombre. Y no maldigas, que puedes ofender al Creador.

—¿Yo maldigo? —protestó Demetrio—. Dios sabe que no digo sino lo que hay en esta mísera alma mía… ¡Perdóneme Dios! Pero… ¡Condenada lluvia!

—¡Calla, Demetrio! —se enardeció el duc—. ¡No hables así, que nos castigará Dios!

Se santiguó el hortelano y dijo:

—¿Más nos ha de castigar, señor? Nuestros amos los moros nos aprietan y nos sacan lo poco que tenemos. No se nos pega la ropa al cuerpo y encima ¡el diluvio! Muchos han de ser nuestros pecados, señor duc.

—¡Anda, calla la boca de una vez, insensato!

En esto, empezó a llover.

—¡Ya estamos! —refunfuñó Demetrio—. ¡Todos los días lo mismo!

Agildo optó por ignorar al hortelano. Se levantó de la silla y entró en silencio en su palacio, con cara seria. Un criado, al verle en el zaguán, se apresuró a quitarle el gorro de fieltro y le echó un manto por encima de los hombros, pues en las estancias del viejo edificio reinaba un frío húmedo. También le acercó el sillón y le sirvió vino, mientras le decía con sumo respeto:

—Señor duc, si continúa lloviendo de esta manera, habrá que hacer algo. Las goteras caen por toda la casa y las paredes de la parte de atrás amenazan con desmoronarse…

—¡Déjame! —contestó Agildo dando un puñetazo en la mesa—. ¿Qué demonios os pasa? ¿Acaso es la primera vez que llueve sobre la tierra? ¡Ya cesará!

El criado se dobló en una reverencia y se retiró temeroso y abatido.

Suspiró entonces el duc y se llevó luego el vaso a los labios. Afuera llovía intensamente y las gruesas gotas crepitaban, con una obstinación que parecía marcar el ritmo de toda existencia en derredor. Mientras saboreaba el vino, miró hacia los techos negros de humedad y moho y pensó: «Dios tiene su propia sabiduría en su creación. Él habla y esta lluvia es como su voz. No hay por qué inquietarse. Por el contrario, debemos tener calma y paciencia».

Trataba de recobrar la paz con estos pensamientos, mientras se deslizaba el agua en el tejado, cuando la voz del hortelano le turbó nuevamente gritando desde el atrio:

—¡Señor duc, salid si os place! ¡Que yo no puedo entrar, pues temo ensuciar con el barro de mis pies la casa!

—¿Qué pasa ahora?

—Aquí está la gente del valí preguntando por vos.

Enarcó las cejas Agildo y se quedó como paralizado, mientras le sacudía el presagio de que algo grave debía de haber sucedido. Ordenó con voz áspera:

—¡Hazles pasar!

Entraron en el palacio dos musulmanes notables a los que el duc conocía bien. Uno de ellos era el cadí de los muladíes Sulaymán Aben Martín y el otro, el jefe de la guardia. Ambos saludaron con respeto invocando la paz. Después de corresponder con cortesía y ofrecerles asiento, Agildo preguntó:

—¿Qué os trae por aquí?

Tomó la palabra Sulaymán y dijo circunspecto:

—Ayer se formó un tumulto a las puertas de la mezquita Aljama. El gentío acudió a protestar a causa de los impuestos y se originó un altercado.

—Ya lo sé —contestó el duc—. Algunos cristianos estaban allí y fueron testigos. Pero me informaron de que todo se solucionó sin mayores contratiempos.

Los musulmanes se miraron en silencio, extrañados. El jefe de la guardia dijo:

—Hay veinte hombres presos. Dos de ellos son dimmíes de tu comunidad. Mañana habrá un juicio.

La cara de Agildo se ensombreció.

—No sabía nada… Veo que no me informaron bien. ¿Qué han hecho esos hombres?

—Arrojaron piedras e insultaron a los notables —contestó el jefe de la guardia—. No se pueden consentir faltas de respeto al gobierno de la ciudad.

—¿Qué penas les aguardan? —preguntó el duc.

—Se les cortará la mano derecha y la lengua a todos los que cometieron la infamia —respondió el cadí—, ya sean musulmanes o cristianos. La ley es igual para todos.

El duc quedó sobrecogido y se refugió en el silencio. Sulaymán añadió con voz solemne:

—La rebelión es un grave delito que se castiga con la pena de la vida. Pero el valí ha querido ser indulgente.

—No sé qué vida les espera a esos infelices sin lengua ni mano derecha —repuso Agildo—. ¿Para tanto ha sido? ¿Acaso no es verdad que esos impuestos leoninos traen de cabeza a todo el mundo? Si ya son duros para vosotros los musulmanes, pensad en lo que suponen para los cristianos, que además debemos pagar la
yizya
que corresponde a la
al-dimma.
No os sorprendáis si la gente pierde la paciencia y se rebela.

Sulaymán se enderezó y dijo:

—El valí quiere poner remedio a ese estado de cosas.

El duc sonrió sin ganas y replicó con ironía:

—¿De veras? ¿Y qué puede el valí frente a Córdoba?

El cadí renunció a los rodeos y respondió con una gran franqueza:

—Por eso estamos en tu casa. Se ha convocado una reunión para aunar todas las fuerzas. El valí no quiere dejar de contar con vosotros los dimmíes a la hora de buscar soluciones.

El corazón del duc palpitó y sus ojos se encendieron. Abandonó su habitual frialdad y, muy complacido, dijo:

—¡Bendito sea Dios! Me traéis una mala noticia al comunicarme el castigo de esos hombres, pero veo que se quiere hacer justicia. Decidle al valí que cuente conmigo y con mi gente para todo. ¡Ojalá sea por fin el momento de hallar remedio a nuestros males!

Poniéndose en pie satisfecho, Sulaymán le indicó:

—Ve mañana, pasada la oración del alba, al palacio del valí.

5

El hombre más rico de Mérida y el más poderoso después del valí se llamaba Marwán Aben Yunus. La casa en la que vivía desde que nació y que constaba a su nombre en el testamento familiar se hallaba en el extremo norte de la ciudad, fuera de la muralla, pero bien guarnecida por espesas fortificaciones. La puerta principal comunicaba directamente con uno de los puentes que cruzaban el arroyo Albarregas y miraba hacia la enorme heredad sembrada de olivos que también le pertenecía y cuyos lindes no se divisaban desde las terrazas.

Siempre al mediodía se propagaba por los patios y los jardines un apetitoso olor a cordero asado, a estofado de pato, a sopa caliente y a pan recién horneado, de manera que no se podía pasar por las inmediaciones sin que le entraran a uno ganas de comer. Esto ocasionaba frecuentes trifulcas entre los criados de la casa y la legión de mendigos que cada día aguardaba las sobras junto a la puerta trasera.

Cuando el cadí Sulaymán tuvo que ir para comunicarle a Marwán que el valí le convocaba a la asamblea, percibió los deliciosos aromas en el zaguán y comprendió que tendría que disculparse por presentarse precisamente a la hora de comer.

El rico hacendado Marwán, en efecto, se hallaba sentado ya a la mesa, rodeado por sus hijos, dispuesto a dar cuenta de un apetitoso guiso de pata de carnero con ciruelas y almendras. Era Aben Yunus un hombre corpulento al que precedía una orgullosa barriga y estaba todo él adornado por los rasgos propios de la mezcla de la raza árabe y la peninsular: ojos castaños, como el pelo liso, nariz prominente, labios carnosos y piel no demasiado oscura. Vestía ostentosa túnica de auténtico damasco, babuchas de seda y orondo turbante a la manera cordobesa; sin que le faltasen anillos con rubíes y vistosa espada al cinto con empuñaduras de oro y marfil. No es que fuera viejo, pero la vida fácil y la mesa regalada le habían convertido pronto en un hombre macilento, que ya no era capaz de disimular la blanda papada con su barbita de chivo.

—¡Oh, cadí Sulaymán Aben Martín! —exclamó sonriente cuando el emisario entró en el salón—. Siéntate a la mesa, amigo mío, y comparte esta sencilla comida con mis hijos y conmigo… —Después, con falso enojo, añadió—: Si me hubieras avisado, habría mandado preparar algo más exquisito.

Agradeció el cadí la hospitalidad con una cumplida reverencia y dijo:

—Señor Marwán Aben Yunus, no es hora de visitar por sorpresa a nadie. Agradezco de corazón tu amable invitación, pero me trae un asunto tan grave que no admite demora. De no ser así, habría acudido en otras circunstancias. Es el valí Mahmud quien me envía.

Marwán le miró sin dejar de sonreír, con cierta expectación mezclada de cautela y curiosidad, insistiendo:

—Nadie viene a mi casa a la hora de la comida y se va sin probar bocado. Señor Sulaymán Aben Martín, siéntate aquí a mi lado. Y dejémonos de conversación, que se enfría el estofado.

Se abrazaron, se sentaron juntos y Marwán añadió con suficiencia:

—No hace falta que me cuentes lo que pasa. Ya sabes lo ligeras que son las lenguas en nuestra ciudad. Me han contado todo lo que sucedió el viernes delante de la mezquita Aljama. ¡Dios perjudique a esa banda de perros sarnosos! ¡Tratadles como se merecen!

Sulaymán replicó prudente:

—La gente de Mérida está descontenta y malhumorada.

Frunció Marwán el entrecejo:

—¿Sí…?

Ya no dijo nada más. Extendió la mano derecha, pellizcó la carne de carnero y se llevó un pedazo a la boca, lo saboreó y solo profirió un largo:

—¡Humm…!

Comió también el cadí y, agradecido, alabó la buena cocina de aquella casa. Entonces los hijos de Marwán consideraron que podían ya incorporarse y tomar cada uno su parte. Eran ocho, de edades comprendidas entre los diez y los veinte años; el resto, hasta un total de catorce, que componían la numerosa prole del potentado, estaban todavía bajo el cuidado de las mujeres por ser niños. Y faltaba el mayor de todos, el primogénito Muhamad Aben Marwán, que gobernaba en nombre del padre el señorío de Alange.

Sulaymán los miraba de reojo y admiraba lo guapos y sanos que eran todos. Al padre se le tenía por persona juiciosa y lista, que sabía leer y escribir, que administraba con talento sus vastas posesiones, sus molinos, graneros, ganados y negocios, y que gozaba de muy buenos contactos en la corte del emir de Córdoba. Por eso era hombre altanero y orgulloso de su estirpe.

Se entregaron durante un largo rato al estofado. Hasta que el cadí estimó que debía descubrir el objeto de su visita.

—El valí ha convocado una asamblea —dijo.

—Lo sé —contestó cortante Marwán.

Pero Sulaymán le atajó con mucho ánimo:

—La cosa está fea. Todo el mundo anda descontento. Los impuestos son cada vez más duros y las cosechas se echan a perder a causa de la lluvia. ¿Qué te voy a contar a ti, señor Marwán?

—Eso, ¿qué me vas a contar? —observó secamente el árabe.

El cadí le miró tratando de adivinar su actitud. Su rostro era un enigma. No se le veía enojado, pero tampoco parecía contento. Saboreaba la carne y de vez en cuando escupía en la palma de la mano algún hueso de ciruela. Cuando hubieron terminado entre todos con el estofado, los criados sirvieron albaricoques secos y dulces.

Sulaymán, en vista de que no se hablaba, decidió ir al grano y le preguntó:

—¿Acudirás a la asamblea?

Marwán dejó por un momento la comida, se volvió hacia él y contestó con altivez:

—¿A quiénes habéis convocado?

—Irán todos los notables, el Consejo, los cadíes de todos los barrios, los muftíes y cualquier autoridad reconocida.

Los ojos de Marwán brillaron entre escépticos y perplejos.

—¿Cualquier autoridad reconocida? —inquirió—. ¿Irán también los dimmíes?

El cadí sorteó la respuesta con habilidad:

—Es necesario saber a ciencia cierta cómo están los ánimos. No se trata de dar voz y voto a cualquiera, sino de estimar la actitud de todas las comunidades. En Mérida hay más cristianos que musulmanes y sería una insensatez no tenerlos en cuenta.

—¡Ah, esos! No han parado de incordiar desde que nuestros abuelos conquistaron estas tierras y no cejarán mientras tengan esperanzas de echarnos de aquí. ¡Lo último que faltaba es que se les pida opinión!

Hablaba Marwán lentamente, con un resquicio de odio. Bebió unos sorbos de sirope de moras y, con los gruesos labios teñidos de un color azulado, añadió:

—Mi padre, Yunus al-Jilliqui, tuvo que huir de Galaecia por culpa de los cristianos rumíes y se instaló aquí, en esta ciudad, cuando el emir Alhakén premió a los señores que arriesgaron sus vidas y sus propiedades defendiendo la marca. ¡Cuidado con los dimmíes! ¡El Omnipotente nos libre de ellos! ¡No quiero nada con esos infieles hijos de Satán!

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