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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (3 page)

McGarry dijo con voz apagada:

—No persiste. Ya no está. Teniente... ni siquiera estoy seguro de haber creído realmente en Dorothy. Creo que la inventé a propósito, para hablarle, así que salvo por eso, me he mantenido cuerdo. Ella era... era como la mano de una mujer, teniente. ¿O ya se lo he dicho?

—Me lo ha dicho. ¿Quiere que le cuente lo demás ahora, McGarry?

McGarry le miró fijamente.

—¿Lo demás? ¿Qué más puede haber? Tengo cincuenta y cinco años en lugar de treinta. He malgastado treinta años, desde que tenía veinticinco, buscando una nave que jamás encontraría, puesto que cayó en otro planeta. He estado loco, aunque sólo en cierto sentido, la mayor parte del tiempo. Pero ahora que voy a regresar a la Tierra, nada de eso importa.

El teniente Archer meneaba la cabeza lentamente.

—No regresará a la Tierra, veterano. A Marte, si lo desea, a las hermosas colinas marrones y amarillas de Marte. O, si no le molesta el calor, al purpúreo Venus. Pero a la Tierra no, McGarry. Ya nadie vive allí.

—¿La Tierra ha... desaparecido? Yo no...

—No ha desaparecido, McGarry. Sigue allí. Pero es una bola carbonizada, oscura y árida, desde la guerra contra los arcturianos, hace veinte años. Ellos nos atacaron y tomaron la Tierra. Nosotros los tomamos a ellos, vencimos, los exterminamos, pero la Tierra sucumbió antes de que empezáramos. Lo siento, pero tendrá que establecerse en algún otro sitio.

McGarry dijo:

—La Tierra ya no existe. —No había expresión en su voz, ni la más mínima expresión.

Archer prosiguió:

—Ése es el resultado, veterano. Pero Marte no está tan mal. Se acostumbrará a él. Ahora es el centro del sistema solar y en él viven tres mil millones de terráqueos. Echará de menos el verde de la Tierra, claro, pero no es un mal lugar.

McGarry repitió:

—La Tierra ya no existe. —No había expresión en su voz, ni la más mínima expresión.

Archer asintió:

—Me alegro de que lo tome así, veterano. Debe ser un golpe para usted. Bien, supongo que podemos marchamos. Los tubos ya deben haberse enfriado lo suficiente. Lo comprobaré para asegurarme. —Archer se puso de pie y se encaminó hacia la pequeña nave.

McGarry desenfundó la pistola solar y le disparó. El teniente Archer desapareció. McGarry se levantó y caminó hacia la pequeña nave. Apuntó contra ella la pistola solar y apretó el gatillo. Parte de la nave se evaporó; media docena de disparos y desapareció por completo. Los pequeños átomos que habían constituido la nave y los pequeños átomos que habían sido el teniente Archer de la Patrulla Espacial podían estar danzando en el aire, pero eran invisibles.

McGarry volvió a poner el arma en la pistolera y echó a andar hacia la roja mancha de la selva cercana al horizonte.

Levantó la mano hasta su hombro para tocar a Dorothy y ella estaba allí, como había estado allí durante cuatro de los cinco años que él llevaba en Kruger III. Ella parecía, en contacto con sus dedos y su hombro desnudo, la mano de una mujer. McGarry le dijo:

—No te preocupes, Dorothy. La encontraremos. Quizá la próxima selva sea la que corresponde. Y cuando la encontremos...

Ahora estaba cerca del borde de la selva, la roja selva, y un tigre salió corriendo a su encuentro para devorarle. Un tigre color malva con seis patas y una cabeza semejante a un barril. McGarry apuntó su pistola solar y apretó el gatillo; se produjo un brillante destello verde, fugaz pero hermoso —¡y que hermoso!— y el tigre desapareció.

McGarry rió entre dientes:

—¿Viste eso, Dorothy? Era verde, el color que no existe en ningún planeta salvo en aquel al que iremos. El único planeta verde del sistema, y de él provengo. Te encantará.

—Sé que así será, Mac. —La gangosa y suave voz de Dorothy le resultó absolutamente familiar, tan familiar como la suya propia; ella siempre le había respondido.

Levantó la mano y la tocó mientras ella descansaba sobre su hombro desnudo. Parecía la mano de una mujer.

Se volvió y contempló la planicie marrón tachonada de arbustos marrones, el cielo violeta en lo alto, el sol carmesí. Rió; su risa no era una risa enajenada sino apacible. No tenía importancia, porque pronto encontraría la nave y así podría regresar a la Tierra.

A las verdes colinas, los verdes campos, los valles verdes. Una vez más, acarició la mano que descansaba sobre su hombro, le habló y oyó su respuesta.

Luego, con el arma preparada, penetró en la selva roja.

POLICÍA 1999

(Crisis, 1999)

El hombre bajito con el escaso cabello gris y su vulgar traje de color rojo brillante, se detuvo en la esquina de las calles State y Randolph para comprar un microdiario, el Sun Tribune de Chicago, del día 21 de marzo de 1999. Nadie se fijó en él, cuando entró en el superalmacén de la esquina de enfrente, y se sentó a una mesa vacía. Dejó caer una moneda en el automático y mientras la máquina le servía café, miró los titulares escritos en la página diminuta que tenía unas dimensiones de siete por diez centímetros. Sus ojos eran extraordinariamente agudos; podía ver fácilmente los titulares sin la ayuda del microlector. Pero ni en la primera ni segunda página había nada que le interesara; se referían a asuntos internacionales, al tercer cohete que se había lanzado en viaje a Venus y el último desfavorable informe de la novena expedición lunar. Pero en la página tres había dos reportajes sobre las actividades del hampa y sacó un pequeño microlector del bolsillo y lo colocó encima de la página, para leer aquella información mientras bebía el café.

El hombre bajito se llamaba Bela Joad. Este era su nombre verdadero, pero había usado tantos nombres en tantos lugares diferentes, que solamente una memoria fenomenal podía haber llevado el registro de todos ellos, pero él tenía una memoria fenomenal. Ninguno de aquellos nombres había aparecido nunca en los periódicos, ni tampoco su rostro ni su voz habían sido vistos ni oídos en las pantallas de televisión. Menos de una docena de personas, todas ellas desempeñando cargos de importancia en varias jefaturas de Policía, sabían que Bela Joad era el primer detective del mundo.

No estaba a sueldo de ningún Departamento de Policía, no recibía primas ni dinero para sus gastos y nunca había cobrado ninguna recompensa. La razón de aquello podía ser que tenía medios propios de fortuna y se complacía en la investigación del crimen como simple amateur. Pero también podía ser que ganase dinero, gracias a sus actividades contra el crimen, o que consiguiese que los bandidos pagasen, de un modo u otro, los gastos de sus campañas contra ellos.

Cualquiera que fuese la razón, él no trabajaba para nadie; trabajaba contra el crimen. Cuando un delito o una serie de delitos le interesaban, se dedicaba a su investigación, a veces de acuerdo con el jefe de Policía de la ciudad donde se habían cometido, a veces operando sin el conocimiento de la Policía, hasta que se presentaba en la oficina del jefe, para entregarle las pruebas que permitirían realizar las detenciones necesarias y obtener las merecidas condenas.

Él nunca había aparecido, ni siquiera como testigo, en las salas del juzgado. Y mientras él conocía a los principales personajes del hampa en una docena de ciudades, no había ningún delincuente que pudiese identificarlo, excepto bajo alguna identidad falsa, con otra apariencia, que rara vez volvía a utilizar.

Ahora, mientras bebía su café matinal, Bela Joad leía con atención, a través de su microlector, los dos reportajes del Sun Tribune que le habían llamado la atención. Uno se refería a un caso que había sido uno de sus pocos fracasos, la desaparición, posiblemente el secuestro, del Doctor Ernst Chappel, profesor de criminología en la Universidad de Columbia. El titular decía: «Nueva Pista en el Caso Chappel» pero después de leer toda la información, el detective se dio cuenta de que la pista era nueva sólo para aquel periódico; él mismo la había seguido hasta un callejón sin salida, hacía ya dos años, cuando Chappel acababa de desaparecer.

La otra información se refería a un tal Paul (Gyp) Girard, que había sido absuelto del asesinato de su principal competidor en el control de las casas de juego del Norte de Chicago. Joad leyó el reportaje con minuciosa atención.

Seis horas antes, sentado en una cervecería de Nuevo Berlín, Alemania Occidental, había escuchado las primeras noticias sobre aquella absolución por la pantalla de televisión pública, sin detalles. Había salido en el primer estratoavión para Chicago.

Cuando hubo terminado de leer el microdiario, apretó el botón de su radioreloj de pulsera, el cual estaba en sintonía automática con la estación horaria más próxima y pudo escuchar, con el volumen necesario para que sólo él oyera: «Las nueve y cuatro minutos». Sin duda, el jefe de Policía, Dyer Rand, ya estaría en su despacho.

Nadie se fijó en él cuando dejó el superalmacén. Nadie le prestó atención, mientras caminaba con la muchedumbre a lo largo de la calle Randolph, hasta llegar al gran edificio que albergaba la jefatura de Policía, situado en la esquina de la calle Clark.

La secretaria del jefe Rand aceptó su tarjeta —no la suya verdadera, pero una que Rand podría reconocer fácilmente— sin mirarle dos veces.

Rand le estrechó la mano por encima de su escritorio y luego apretó el botón de su comunicador interno, encendiendo una señal en la mesa de su secretaria que significaba: «Que no se me moleste». Se inclinó hacia atrás en su sillón giratorio y cruzó las manos por encima de los severos y pequeños tres centímetros cuadrados de su camisa violeta y amarilla. Luego dijo:

—¿Ha leído las noticias de la absolución de Gyp Girard?

—Por eso estoy aquí.

Rand sonrió y luego volvió a quedarse serio.

—Las pruebas que me envió —dijo— eran perfectas, Joad. Debían haber significado una condena a la silla. Pero quisiera que me las hubiera traído en persona, en vez de enviarlas por correo, o que hubiera habido alguna forma de ponerme en contacto con usted. Le habría dicho que posiblemente no íbamos a conseguir que el tribunal le condenase. Joad, algo terrible está sucediendo. Tengo la impresión que usted es la última esperanza que me queda. Si hubiese tenido la oportunidad de hablarle antes...

—¿Hace dos años?

Rand pareció sorprendido.

—¿Por qué dice eso?

—Porque hace dos años que el Dr. Chappel desapareció en Nueva York.

—¡Oh! —dijo Rand—. No, no hay ninguna conexión entre los dos casos.

—Pensé que quizá sabía algo del asunto, cuando mencionó los dos años. No ha estado sucediendo durante tanto tiempo, desde luego, pero es bastante cerca.

Se levantó de su escritorio de plástico y empezó a caminar a lo largo de su oficina.

—Joad —dijo—, durante el pasado —teniendo en cuenta sólo este tiempo, aunque realmente empezó hace cerca de dos años—, de cada diez delitos importantes cometidos en Chicago, siete no han podido ser resueltos. Técnicamente sin solución, desde luego; de cada cinco de esos siete, sabemos quién es el culpable, pero no lo podemos probar. No podemos conseguir que los condenen.

»El hampa nos está venciendo, Joad, mucho más de lo que han hecho en cualquier época desde la era de la prohibición, hace setenta y cinco años. Si esto sigue, vamos a volver a días como aquellos y aún peores.

»Durante los veinticuatro años últimos hemos conseguido condenar a los culpables de ocho de cada diez delitos importantes. Inclusive veinte años atrás —antes de que el uso del detector de mentiras en los Tribunales fuese declarado legal— teníamos un porcentaje superior al que conseguimos ahora. Allá por la década del 1970 al 1980, por ejemplo, conseguíamos el doble de condenas de las que obtenemos ahora; podíamos condenar a los responsables de seis de cada diez crímenes. Este año pasado, sólo han sido tres de cada diez.

»Y el caso es que conozco la razón, pero no sé qué hacer para remediarlo. La razón es que los criminales han dominado el detector de mentiras.

Bela Joad asintió. Luego dijo suavemente:

—Unos cuantos siempre han conseguido engañarlo. El aparato no es perfecto. Los jueces siempre aconsejan a los jurados que recuerden que las indicaciones del detector de mentiras tienen un alto grado de probabilidad, pero no son infalibles; que los resultados obtenidos deben ser considerados como posibles pero no definitivos y que siempre debe haber otra evidencia para apoyarlos. Y siempre han existido algunos raros individuos que pueden contar el más grande embuste delante del detector, sin que las agujas de los gráficos se muevan ni una sola vez.

—Uno en un millón, de acuerdo. Pero, Joad, en estos últimos tiempos, casi todos los jefes del hampa han podido engañar al detector.

—Quiere decir los delincuentes profesionales, no los aficionados.

—Exactamente. Sólo los habituales del delito, los profesionales, miembros del hampa. Si no fuese por eso, pensaría..., no sé lo que pensaría. Quizá que toda la teoría del detector está equivocada.

—Podría eliminar el uso del detector en los Tribunales —dijo Joad—. Se han obtenido condenas antes de que su uso fuese legalizado; y antes de que se inventara el detector.

Dyer Rand suspiró y se dejó caer en su sillón neumático.

—Me gustaría hacerlo si pudiera. En este momento quisiera que nunca se hubiese inventado este aparato, o que su uso se haya introducido en los Tribunales. Pero no olvide que la ley que lo legaliza concede a las dos partes el derecho de pedir su uso ante los jueces. Si un criminal sabe que puede engañarlo, exigirá su uso aunque nosotros no queramos. Y ya me dirá qué posibilidad hay de que un jurado lo condene, cuando el acusado exige el uso del detector de mentiras y éste confirma su inocencia.

—Muy poca, desde luego.

—Menos que nada, Joad. Tomemos este asunto de Gyp Girard, que fue absuelto ayer. Yo sé que él mató a Pete Bailey. Usted lo sabe. Las pruebas que me envió fueron, en circunstancias normales, definitivas. Y sin embargo yo sabía que íbamos a perder el caso. No me habría molestado en llevarlo a los tribunales, si no fuera por una sola cosa.

—¿Cuál?

—Para hacerle venir aquí, Joad. No tenía ningún otro recurso para ponerme en contacto con usted, y tenía la esperanza de que si leía las noticias de la absolución de Girard, después de las pruebas que me había dado, no dejaría de venir a verme, para saber qué había pasado.

Se levantó y volvió a pasearse por la oficina.

—Joad, voy a volverme loco. ¿Cómo es posible que toda el hampa pueda engañar al detector? Esto es lo que quiero saber y va a ser el caso más importante de toda su vida. Tómese un año o cinco, Joad, pero resuélvalo. Fíjese en la historia de las fuerzas de la Ley. Siempre la policía ha tenido ventaja sobre los criminales en el campo de la ciencia. Ahora los criminales, por lo menos en Chicago, nos llevan ventaja a nosotros. Y si la situación sigue así, si no conseguimos encontrar la respuesta, nos dirigimos hacia una nueva edad media, cuando no era seguro para ningún hombre ni mujer el caminar por la calle después de anochecido. Los mismos fundamentos de nuestra sociedad pueden ser derribados. Nos encontramos enfrentados a algo maligno y muy poderoso.

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