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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (13 page)

«Tengo que llamar a Klas Granquist, el policía que se hizo cargo del caso de intento de violación», decidió Amanda. Cogió el auricular y marcó el número, pero se puso en marcha el contestador automático. Amanda suspiró y dejó el recado.

«Y ahora, ¿qué hago?», pensó hojeando los montones de papel que había sobre su escritorio. Entonces vio una nota de cuando llamaron a las puertas. La vecina de Josef F. Larsson había oído algo o, mejor dicho, su caniche había oído algo, si es que Amanda lo había entendido bien. «Para que digan lo de la aguja en un pajar —pensó—. Pues iré a interrogar al caniche.»

Antes de salir pasó por su casilla de correos. Allí había un sobre grueso que cogió y se quedó observando. Era de papel marrón y ecológico, sin remitente ni logotipo. Su nombre y dirección estaban pulidamente escritos a mano. Amanda abrió el sobre con cuidado. Las cartas anónimas dirigidas a la policía tienen tendencia a encerrar contenidos indeseados. Ésta sólo tenía dentro una cosa, un DVD.

Amanda anduvo unos pocos pasos hasta el ordenador del pasillo que no estaba conectado a la red interna, ya que sólo se utilizaba para navegar. Ella consideraba que las reglas de seguridad eran un poco rígidas en la policía, pues tenían programas antivirus y ni siquiera estaban conectados a internet. Pero siguió las normas dado que no le apetecía tener que soportar a los del departamento de seguridad, si es que la descubrían.

Cuando metió el DVD en el ordenador se puso en marcha automáticamente el Windows Media Player. Había una imagen un poco difusa. Amanda en seguida se dio cuenta de que era la filmación de una cámara de seguridad. A estas alturas había visto ya unas cuantas. Sin embargo, le sorprendió lo que estaba viendo. Era Nova con un par de jóvenes de su edad. Uno era pecoso y pelirrojo y el otro llevaba una barba descuidada. Estaban sentados en algo que parecía una biblioteca privada tomando té. El vídeo duraba cinco minutos, pero fueron más que suficientes para presentar su mensaje.

—Primero hacemos Vattenfall —dijo el de la barba.

—¿No imitaremos demasiado al Fondo Mundial para la Naturaleza? —preguntó el pelirrojo.

—Qué va. Ellos tienen razón. Deja que esos cabrones tengan lo que se merecen —dijo Nova—. Vamos a por el presidente. Los directores son los peores.

—Después SAS. Ésos son los peores dentro del grupo de los viajes —continuó el barbudo.

—No tendremos problemas para hacer una lista de treinta —se rió Nova.

La discusión continuaba un poco más, pero Amanda ya había oído suficiente. Entró en su despacho y llamó al fiscal. Después miró las anotaciones que hizo cuando habló con Nova.

—Arvid y Eddie, Greenpeace —leyó en voz alta para sí misma.

«Así que, a pesar de todo, fue Nova quien lo hizo», pensó Amanda.

Arvid estaba soñando despierto mientras miraba un pequeño y pulido delfín de madera. Los pensamientos descansaban en otra escultura, el original que medía más de un metro y señalaba hacia la proa del
Rainbow Warrior II.
«Mañana me inscribiré en la lista de voluntarios, tengo que irme otra vez», pensó.

Un coche se paró abajo, haciendo chirriar las ruedas, delante del edificio de siete plantas. Arvid se levantó de delante del ordenador y fue hacia la ventana. Tardó unos segundos en asimilar lo que vio: la casa estaba rodeada de coches de la policía. Arvid volvió de prisa al ordenador y con un tecleado rápido formateó todo el disco duro.

Después cogió el móvil y llamó a Nova.

Sonó dos veces.

Llamaron suavemente a la puerta de Arvid.

Otra señal de llamada.

Alguien gritó que abriera la puerta.

«Contesta de una vez, contesta, contesta», pensó Arvid.

—La policía está aquí —susurró Arvid y cortó la comunicación.

Tranquilamente fue hasta la puerta y abrió.

Nova fue corriendo hacia la ventana en cuanto se cortó la conversación con un clic. Delante de su casa se habían parado dos coches de la policía y un Golf rojo. La calle, en la que sólo cabía un coche, estaba por tanto completamente interceptada y era imposible que pasara ningún vehículo. En la cámara de seguridad vio cómo Amanda iba hacia la puerta y llamaba.

Nova tardó cinco segundos en tomar una decisión.

Después todo ocurrió muy de prisa.

Bajó la escalera y gritó:

—Ya voy.

Pero en lugar de abrir la puerta, cogió sus zapatillas deportivas y la mochila negra del recibidor. Dio media vuelta y cuando subió la escalera y pasó por el dormitorio, vio en la cámara de seguridad que un cerrajero se dirigía hacia su puerta. Nova no se paró para ver qué hacía, sino que continuó hacia la trampilla que llevaba hasta el desván. Tiró de la escalera y la subió de prisa.

Oyó que la policía había entrado en el recibidor y empezaba a buscarla.

La trampilla del desván se cerró tras ella con bastante ruido.

Nova maldijo en voz baja.

Después continuó su huida.

Se puso las deportivas, se colgó la mochila al hombro y escaló la librería, que crujió por el peso. Tanto su camiseta negra como los tejanos se mancharon de polvo gris. Nova se apretaba contra la librería para que no se volcara porque, aunque era delgada, pesaba bastante más que la última vez que la escaló cuando tenía doce años. Tiró dos libros que cayeron al suelo con un golpe, pero no tenía importancia. La policía ya había descubierto que estaba en el desván y se disponían a abrir la trampilla.

Al mismo tiempo que el primer policía se ponía en pie en el suelo del desván, Nova se escabullía por la ventana que salía al tejado. Oyó la orden de que se detuviera, pero no lo hizo. Por el contrario, entornó los ojos para poder ver. El desván era oscuro y gris y ahora estaba ante el penetrante sol de verano sueco, arriba, entre los caballetes del tejado. Justo al lado se alzaba la torre de la catedral Storkyrkan entre el hormiguero de tejados y chimeneas. La parte superior de cobre cubierto de cardenillo parecía más cercana que nunca, pues quedaba justo por encima de su cabeza.

Sabía de antiguo que había una escalera de bomberos hasta la casa vecina. A cuatro patas trepó todo lo de prisa que pudo. «Parezco Gollum», le dio tiempo de pensar antes de llegar hasta ella.

La ventanilla del tejado del edificio vecino estaba cerrada.

Nova volvió a maldecir e, indecisa, miró a su alrededor.

De la ventanilla de donde ella venía asomaba una cabeza.

Nova se quitó de encima la mochila. Palpó por fuera y en seguida encontró una linterna metálica. Después de cuatro golpes consiguió romper la ventana. Se tiró dentro, pero se arañó los brazos y las piernas. Ahora se encontraba a cuatro patas en una escalera de vecinos. El dolor era intenso pero soportable. No tuvo tiempo de pensar en ello sino que salió corriendo hacia abajo.

Cuando llegó a la planta baja su primer pensamiento fue salir corriendo a la calle, pero se paró en el último momento. Allí estaban los coches de policía esperando. No iba a tener la suerte de que todos los policías estuvieran dentro de la casa.

Empezó a oír pasos que bajaban por la escalera.

Nova no tenía elección.

Continuó bajando.

La única puerta que no estaba cerrada en el sótano era la que daba a la lavandería comunitaria. Nova se metió corriendo allí y miró a su alrededor. La habitación era pequeña y húmeda. Había dos lavadoras grandes y anticuadas contra una pared y contra otra un moderno armario secador. Sólo había una puerta. Sin embargo, unos ventanucos al nivel del suelo daban al patio.

No se podían abrir.

Nova, furiosa, golpeó uno con la palma de la mano.

No podía.

Volvió a coger la linterna y rompió también aquel cristal, pero en el marco quedaron unos trozos afilados. En la escalera oyó a alguien que gritaba. El que perseguía a Nova se había dado cuenta de que no había salido por la puerta, sino que tenían que buscarla dentro del edificio.

Sus pasos se acercaban a la lavandería.

Dentro de poco la descubrirían.

Lo primero que vio Amanda cuando el cerrajero hizo su trabajo fue la bolsa que había en el recibidor. De ella asomaba un trozo de tela naranja. «Bingo», pensó. En el piso de arriba se oyó un golpe. «¿Qué está haciendo esa chica?», se preguntó a sí misma. En situaciones normales, hubiera salido ella en su busca, pero todavía no se sentía bien. Algo en su cuerpo no funcionaba como debía. La gripe intestinal se resistía a abandonarla. Hizo una señal con la cabeza a dos agentes uniformados que la acompañaban para que salieran a la caza de Nova.

«No puede ser tan difícil detener a una joven de diecinueve años en una casa», reflexionó Amanda. Después se puso a pensar en el aspecto de las víctimas y gritó a sus hombres:

—Id con cuidado, es mucho más peligrosa de lo que parece.

Amanda se calzó un par de guantes de plástico. Después cogió la bolsa y estiró de la tela. Era un mono de trabajo con la marca «Televerket» impresa en la espalda. «Así que el chico que trabaja en Seven-Eleven tenía razón», pensó Amanda. Ponía «Televerket» y no «Telia». Metió el mono de nuevo en la bolsa y la volvió a poner junto a la puerta.

—Que la analicen los de la Científica —dijo en voz alta a los policías que se habían quedado allí. Luego siguió adentrándose en la casa.

Los montones de escombros en el suelo continuaban en el mismo sitio que la última vez que Amanda estuvo de visita. Primero pensó en dar dos pasos largos por encima de los trozos de madera, cristales rotos y papeles, pero algo llamó su atención. Se agachó y miró. Podían ser restos de cuadros. Los trozos de madera parecían marcos y el papel estaba lleno de figuras. Una de ellas fue la que la sorprendió: un trocito desgarrado de otro motivo mayor. Fue suficiente para que Amanda comprendiera que se hallaba en la casa correcta.

La figura representaba la cabeza de un hombre calvo. Alrededor del cuello tenía una cuerda. Un cuchillo estaba clavado en un ojo. De la cabeza asomaba un enorme cáncamo. El destino de Jan Mattson era idéntico al de aquel hombre.

«Joder, qué anormal», pensó Amanda.

A Nova le salía sangre a chorro de las heridas. La peor era la que tenía en el muslo, que era profunda. Tuvo que salir por el ventanuco y el precio había sido alto, pero todavía no la habían cogido. Los trozos de cristal frenaron a la policía. Oyó cómo los quitaban y mientras tanto ella les ganaba terreno. Atravesó corriendo el patio, evitó un soporte metálico que se usa para sacudir las alfombras y corrió hacia la puerta de enfrente.

Después continuó a toda velocidad hasta Trångsund y giró a la derecha. Corría sangrando por las calles repletas de turistas de Gamla stan. Era inevitable que atrajera sus miradas. «Esto no va a acabar bien —pensó—. Dentro de nada un policía me parará para ver qué ocurre.» Pasó por delante de una de las muchas heladerías que había. Delante de un ventanal había un cochecito de niños y sobre él, un abrigo beige para proteger de los fuertes rayos del sol al niño que dormía.

Cuando Nova pasó, tiró del abrigo y se lo llevó. Detrás de ella oyó un grito de indignación. La madre del niño, con falda y blusa, salió corriendo del bar para perseguir a Nova. A los cincuenta metros se rindió: no podía dejar abandonado al niño. Con frustración, lanzó hacia Nova el helado de nata que llevaba en la mano. No la alcanzó por treinta metros.

Después de correr tres manzanas, Nova aminoró la marcha y se puso el abrigo. Respiró hondo dos veces y a paso tranquilo dobló la esquina y desapareció entre la corriente de turistas de la calle Ny.

Debajo del abrigo su corazón latía de prisa.

A lo largo del muslo le corría la sangre.

Amanda estaba satisfecha con el registro domiciliario que habían hecho en casa de Nova. Cierto que Nova se había escapado, pero toda la casa estaba llena de pruebas contra ella. Además del mono de trabajo y el cuadro, había encontrado enmarcada una referencia al Génesis de la Biblia. No era la misma que en los lugares donde se habían cometido los crímenes, pero aun así era una indicación de que el inquilino de la casa estaba interesado en el Génesis. «Tarde o temprano la cogeremos —pensó Amanda—. En Suecia nadie se puede esconder por mucho tiempo. En cuanto utilice una de sus tarjetas sabremos dónde se encuentra.» Lo único que intranquilizaba a Amanda era que Nova hiciera algo desesperado; no quería tener más asesinatos a su espalda.

En casa de sus cómplices no habían encontrado tantas cosas interesantes. Amanda aún no había conseguido entender en qué grado estaban implicados. ¿Sólo habían aportado una coartada falsa o también estaban involucrados en los asesinatos? Pronto lo sabría. Se dirigía a una de las salas de interrogatorios, donde esperaba Arvid. En su piso no habían encontrado nada interesante pero, obviamente, escondía algo, porque su ordenador estaba completamente vacío. En esos momentos lo estaban investigando en el Departamento Nacional de Delitos Informáticos.

«¡Qué joven parece!», pensó Amanda cuando entró. A pesar de que ella se acercaba a los cuarenta, no se había hecho a la idea de que los veinteañeros tenían la mitad de edad que ella.

Arvid estaba manifiestamente nervioso, y con razón. Lo habían detenido por ser cómplice de asesinato. Como mucho había pensado que era por lo del virus del móvil, aunque aquella historia tampoco era divertida. Hacía poco que había leído sobre el
hacker
Ancheta, al que le cayeron cinco años de cárcel en Estados Unidos por haber construido y vendido virus. Aquel chaval, al igual que él, tenía veinte años. Arvid esperaba que nadie mirara su ordenador más detenidamente.

—¿De qué conoces a Nova Barakel? —fue la primera pregunta de Amanda.

—Trabajamos juntos en Greenpeace.

—¿Qué hiciste el quince de agosto?

—Estuve trabajando hasta tarde con Eddie y con Nova.

—Tenemos un testigo que vio a Nova en otro sitio completamente diferente.

Arvid pensó en lo que Nova había dicho: mantente en la historia inicial.

—Es imposible. Estaba con nosotros.

—¿Sabes quién era Josef F. Larsson?

—Ni idea —respondió Arvid.

«Miente con toda su alma», pensó Amanda. Ya había visto a Arvid antes. Estaba en una foto que ilustraba el artículo sobre las protestas de Greenpeace contra Vattenfall.

Nova entró en los almacenes Åhléns, en la plaza Sergel. Las manchas oscuras del abrigo eran cada vez más grandes. Tenía que hacer algo. En el monedero llevaba trescientas cincuenta coronas y en un cajón de rebajas encontró un par de tejanos horribles y un jersey de manga larga dos tallas más grandes que la suya, con rayas de colores alegres. «Servirá», pensó Nova mientras pagaba doscientas coronas por el equipo.

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