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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (28 page)

Se dirigió a Ystad, a la calle de Mariagatan, aparcó el coche, compró algo de comida y notó que estaba cansada. A las diez de la noche, cayó vencida por el sueño.

La mañana del lunes, Linda despertó al oír cerrarse la puerta del apartamento. Se sentó en la cama aún medio dormida. Eran las seis de la mañana. Volvió a acostarse e intentó conciliar el sueño una vez más. Las gotas de lluvia tamborileaban sobre el alféizar de la ventana. Ese sonido le recordaba los de la niñez. Las gotas de lluvia, el sordo arrastrar de las zapatillas de Mona y los pasos decididos de su padre… Hubo un tiempo en que escuchar los pasos de sus padres al otro lado de la puerta del dormitorio le infundía una gran inseguridad. Desechó los recuerdos con un gesto antes de levantarse. Tiró del estor, que se enrolló de un golpetazo. La llovizna pintaba la calle de gris. En el termómetro de la cocina comprobó que estaban a doce grados. El tiempo había vuelto a cambiar. Su padre había olvidado apagar una de las placas de la cocina. La taza de café estaba a medio terminar. «Está preocupado y se ha marchado a toda prisa», concluyó.

Tomó el periódico y lo hojeó hasta llegar a las páginas en que figuraban los sucesos del bosque de Rannesholm. La noticia incluía una breve entrevista a su padre. Que era demasiado pronto, que no sabían, que carecían de pistas, pero que, tal vez, pese a todo, tuviesen algo, que no podía decir más por el momento. Dejó el diario y empezó a pensar en Anna. Si Margareta Olsson tenía razón, y no había motivo para dudar de ello, durante el último año Anna se había transformado en una persona totalmente distinta a la que ella conocía. Pero ¿por qué se obstinaba en mantenerse oculta? ¿Por qué aseguraba que había visto a su padre? ¿Por qué no decía Henrietta la verdad? Y aquel hombre que había cruzado la explanada ante la iglesia, bajo el sol, ¿por qué creía ella que era el padre de Anna?

Existía, además, otra cuestión decisiva: ¿qué relación había entre Anna y Birgitta Medberg?

Le costaba ordenar las ideas. Se preparó un café y escribió sus reflexiones en el bloc de notas. Pero terminó arrugando la hoja y arrojándola a la papelera. «Tengo que hablar con Zebran», resolvió al fin. «A ella sí puedo decirle lo que pienso. Ella no pierde el contacto con la realidad y me dirá lo que tengo que hacer.» Decidida; se dio una ducha, se vistió y llamó a su amiga. Pero la voz del contestador automático la invitó a dejar un mensaje, de modo que la llamó al móvil, que estaba apagado. Puesto que estaba lloviendo, pensó que no sería lógico que Zebran hubiese salido a dar un paseo con el niño y que probablemente estuviese en casa de su prima.

Linda se sentía impaciente e irritada. Consideró la posibilidad de llamar a su padre e incluso a su madre, sólo por tener con quien hablar. Sin embargo, llegó a la conclusión de que no quería molestar a su padre; por otro lado, con su madre, la conversación podía durar horas, y eso era lo último que deseaba en aquel momento. Así pues, se puso las botas, tomó el chubasquero y bajó al coche. Empezaba a acostumbrarse a disponer de un vehículo, lo que le pareció peligroso. Cuando Anna volviese, ella tendría que volver a ir a pie a todas partes cuando no pudiese tomar prestado el coche de su padre. Salió de la ciudad y se detuvo a repostar en una estación de servicio. El hombre que había en el surtidor de al lado le hizo un gesto a modo de saludo. A Linda le sonaba, pero no sabía quién era, hasta que coincidieron en la caja y cayó en la cuenta de que se trataba de Sten Widén, el amigo de su padre que sufría cáncer y al que le quedaban pocos meses de vida.

—Eres Linda, ¿verdad? —Su voz sonaba ronca y denotaba cansancio.

—Sí, y tú eres Sten, ¿no?

Él se echó a reír con una risa convulsa que pareció costarle gran esfuerzo.

—¡Vaya!, te recuerdo de niña y ahora, de repente, ya eres toda una mujer. ¡Y policía!

—¿Qué tal va el negocio de los caballos?

Sten no respondió hasta que Linda no hubo terminado y ambos pudieron salir de la tienda.

—Seguro que tu padre ya te lo ha contado —contestó Sten Widén—. Te habrá dicho que tengo cáncer y que moriré pronto. Me desharé de los últimos caballos la semana que viene. Así están las cosas. Que tengas suerte en la vida.

Sin aguardar respuesta, el hombre se sentó en el mugriento Volvo y se marchó de allí. Linda lo siguió con la mirada y sólo se le ocurrió pensar que sentía una enorme gratitud por no ser ella la que estaba a punto de vender sus últimos caballos.

Puso rumbo a Lestarp y aparcó junto a la iglesia. «Alguien tiene que saberlo», se empecinó. «Si Anna no está allí, ¿dónde está?» Se puso la capucha del chubasquero de color amarillo y recorrió a buen paso el camino que discurría por la parte posterior de la iglesia. No vio a nadie en los alrededores de la casa, y el agua de la lluvia arrancaba destellos al tractor oxidado. Aporreó la puerta, que se abrió despacio: la habían dejado entornada. Preguntó en voz alta si había alguien en la casa, sin obtener respuesta. Cuando entró, comprendió que estaba vacía, abandonada. Miró la pared, pero la cruz de color negro había desaparecido. Y daba la sensación de que la casa llevase mucho tiempo vacía.

Linda permaneció inmóvil en el centro de la sala. «El hombre de la explanada», se dijo, «el que ayer creí que era el padre de Anna. Cuando llegó él, todos se marcharon.»

Dejó la casa y partió en dirección a Rannesholm. Le dijeron que su padre se encontraba en el castillo, reunido con sus colaboradores. Llegó a pie hasta el edificio bajo la intensa lluvia y se dispuso a aguardar en el gran vestíbulo. Pensó en lo último que le había dicho Margareta Olsson. Que Anna Westin no tenía por qué preocuparse, pues contaba con algunos protectores. Un dios y un ángel llamado Gabriel. Pensó que aquella información era importante, aunque no supo decir por qué.

25

Su padre nunca dejaba de sorprenderla. Mejor dicho, lo que la sorprendía era que, a esas alturas, ella no hubiese comprendido que su padre, siempre inmerso en ese mar de rutinas estrictas por el que navegaba, podía resultar imprevisible y cambiante. Como en aquel momento, cuando lo vio franquear una puerta y salir al gran descansillo de la escalera del castillo de Rannesholm en dirección a ella. «Está cansado», constató, «sí, cansado, enojado y preocupado.» Pero se equivocó: estaba de buen humor. Se sentó junto a ella en un sofá del vestíbulo y le refirió una historia insulsa, sobre una ocasión en que él había olvidado un par de guantes en un restaurante y, como no aparecían, le ofrecieron un paraguas roto para compensarlo por la pérdida. «¿Estará perdiendo el juicio?», se sorprendió Linda. Sin embargo, cuando Martinson se les unió y su padre desapareció para ir a los servicios, el agente le comentó que, por el momento, se lo veía muy contento, probablemente porque su hija había vuelto a la ciudad de su niñez. Martinson se marchó al ver llegar a Kurt Wallander, que se dejó caer pesadamente en el sofá. Ella le contó su encuentro con Sten Widén.

—La verdad, se enfrenta a su destino con una entereza admirable —opinó él una vez que su hija hubo concluido—. Me recuerda a Rydberg, que también mostró la misma serenidad ante lo que lo esperaba. A veces pienso que tal vez sea una gracia deseable el que, llegado el momento, nos mostremos más fuertes de lo que creíamos.

Unos agentes de seguridad ciudadana pasaron haciendo ruido con unas cajas de material de peritaje. Después volvió a reinar el silencio.

—¿Qué tal va la cosa? —preguntó Linda con cautela.

—Mal. O, más bien, despacio. A mayor urgencia, más impaciencia por nuestra parte, precisamente cuando más pacientes hemos de ser. Yo conocía a un policía de Malmö llamado Birch que solía comparar el trabajo de los investigadores policiales con el de los médicos. Ellos contienen toda impaciencia ante una operación quirúrgica compleja; en tales circunstancias, lo que se precisa es tranquilidad, tiempo, paciencia. Algo parecido nos sucede a nosotros. Birch también está muerto, por cierto. Se ahogó en un lago. Salió a dar unas brazadas, le dio un calambre y nadie lo oyó. ¡Quién lo mandaría ir a nadar a aquel lago! Podía habérselo pensado dos veces, digo yo. Pero, en fin, ahora está muerto. No para de morirse gente, y a todas horas… Sí, ya sé que es una idea absurda, la gente nace y muere constantemente. Sólo que uno se vuelve más consciente de ello a medida que avanza en la cola. Cuando mi padre murió, yo pasé a ocupar el primer puesto en la fila. —Dicho esto, guardó silencio y se miró las manos. Después, se volvió hacia ella con una sonrisa—: ¿Qué me has preguntado?

—Que cómo iba la cosa.

—No tenemos la menor pista ni sobre el móvil ni sobre el asesino. Y tampoco sobre quién se cobijaba en aquella cabaña.

—¿Y tú qué crees?

—No debes preguntarme eso jamás, ya lo sabes. No me preguntes qué creo; pregúntame sólo qué sé o qué sospecho.

—Bueno, tenía curiosidad…

Su padre lanzó un suspiro elocuente.

—Bien, te contestaré; por esta vez, haré una excepción. Yo creo que Birgitta Medberg se equivocó de camino y se topó con la cabaña fortuitamente mientras buscaba antiguos senderos de peregrinos. Y resultó que allí había alguien que acabó con ella, bien por miedo, bien en un arrebato de locura. Sin embargo, el hecho de que la descuartizase lo complica todo.

—¿Habéis encontrado el resto del cuerpo?

—No, estamos sondeando el lago. Y los perros están peinando cada palmo del bosque. Pero, hasta el momento, no hay nada. Y nos llevará bastante tiempo. —Enderezó la espalda en el sofá, como si el tiempo estuviese escapándosele de las manos—. Me figuro que deseas contarme algo, ¿no es así?

Linda le refirió las conversaciones que había mantenido con el jugador de ajedrez y con Margareta Olsson. Y le habló, esforzándose por no omitir ningún detalle, de la casa situada detrás de la iglesia de Lestarp.

—Demasiadas palabras —opinó él una vez que ella hubo terminado—. Podrías haber dicho lo mismo, y mucho mejor, con menos palabras.

—Estoy practicando. Bueno, ¿has entendido lo que te he dicho?

—Sí.

—Entonces he debido de contártelo lo suficientemente bien como para que no me suspendas, ¿no?

—¿Una be con interrogación? —aventuró él.

—¿Y qué es eso?

—Pues una de las calificaciones que podían obtenerse cuando yo iba a la Escuela. Por debajo de be?, estabas suspendido.

—Bueno, pero ¿qué me recomiendas que haga?

—Que dejes de preocuparte. No prestas atención a lo que te digo. Birgitta Medberg se vio expuesta a una circunstancia totalmente fortuita, a un error que ella misma cometió, podría decirse que de proporciones casi bíblicas: eligió el camino equivocado. La doctrina cristiana está plagada de caminos rectos y equivocados, angostos y anchos, sinuosos y traicioneros. O mucho me equivoco, o Birgitta Medberg tuvo una mala suerte espantosa. Si fue así, no hay ningún motivo para pensar que Anna haya sufrido ningún daño. Tal y como se desprende del diario, existe algún tipo de relación entre ellas dos, pero dicha relación no arrojará ninguna luz sobre el caso.

En ese momento aparecieron Ann-Britt Höglund y Lisa Holgersson. Parecían tener prisa. Lisa saludó a Linda con un gesto amable, en tanto que Ann-Britt Höglund no pareció notar siquiera su presencia. Kurt Wallander se puso de pie.

—Vete a casa —le aconsejó a Linda.

—La verdad es que necesitaríamos tus servicios ya —admitió Lisa Holgersson—. Pero no llega el dinero. ¿Cuándo empiezas, exactamente?

—El lunes que viene.

—Estupendo.

Linda los vio marcharse, antes de dejar ella misma el castillo. Seguía lloviendo y notó que la temperatura había descendido; el tiempo parecía oscilar como un péndulo, sin acabar de decidirse. De regreso al coche, recordó un juego con el que solían entretenerse Anna y ella: jugaban a adivinar qué temperatura hacía, tanto fuera como dentro de casa. Anna era muy buena, y los grados que sugería eran siempre los más próximos a la realidad. Linda se detuvo junto al coche. Aún emergió, casi a su pesar, un detalle más de ese recuerdo. Linda se preguntaba cómo era posible que Anna tuviese aquella capacidad para adivinar la temperatura, algo, al fin y al cabo, invisible. En alguna ocasión había sospechado que su amiga hacía trampas. Pero ¿qué clase de trampas? ¿Acaso llevaba un termómetro escondido bajo la manga? «Tengo que preguntárselo», resolvió Linda. «El día en que Anna regrese, tendré muchas preguntas que hacerle. Eso significa que, tal vez, este corto periodo de tiempo que hemos invertido en intentar recuperar una vieja amistad quedará en eso y nada más.»

Se sentó en el coche sin dejar de cavilar. ¿Por qué iba a regresar a casa? Lo que le había dicho su padre la había tranquilizado y la había convencido de que, ciertamente, nada malo le había ocurrido a Anna. Pero aquella casa situada detrás de la iglesia la llenaba de curiosidad. ¿Por qué habían desaparecido todos de repente? «Pensándolo bien, nada me impide intentar averiguar quién es el propietario de la casa», se dijo. «Para eso no necesito ni un permiso ni un uniforme» Volvió, pues, a tomar la carretera en dirección a Lestarp y aparcó en el mismo lugar que las otras veces. La verja de la iglesia estaba entornada y, tras vacilar un instante, la abrió. En el atrio halló al hombre con el que había hablado la vez anterior y que la reconoció enseguida.

—¡Vaya! Ya veo que no puedes pasar sin visitar nuestro hermoso templo, ¿eh?

—Bueno, he venido porque tengo una pregunta que hacerle.

—Igual que todos, ¿no crees? Todos entramos en las iglesias porque tenemos preguntas que hacer.

—Ya, pero no es ese tipo de pregunta… En realidad, se trata de la casa que hay en la parte posterior. ¿Quién es el propietario?

—La verdad, ¡ha pasado por tantas manos! Cuando yo era joven la habitaba un agricultor renco llamado Johannes Pålsson. Trabajaba de encargado en la finca de Stiby Gård y dicen que era un as arreglando porcelana. Los últimos años los pasó solo en la casa. Había instalado a los cerdos en la sala principal y a las gallinas las tenía en la cocina. Cuando él se marchó, la ocupó alguien que la utilizó como granero durante un tiempo. Después pasó a manos de un tratante de caballos y luego, más o menos desde los años sesenta, ha ido cambiando de propietarios; si supe alguna vez sus nombres, ya los he olvidado.

—En otras palabras, que no sabes quién es el dueño actual.

—Pues no, no lo sé. Últimamente he estado viendo gente entrar y salir, muy tranquilos y discretos. Hay quien dice que se dedicaban a meditar ahí dentro. Pero a nosotros nunca nos molestaron. En cualquier caso, no he oído nunca el nombre del propietario, aunque supongo que podrán decírtelo en el registro de la propiedad.

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