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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (37 page)

No dejaba de darle vueltas a la información obtenida de su conversación con Amy Lindberg. «
Gud krevet
. Dios lo exige… Pero ¿qué exige Dios? ¿Qué se destruya una tienda de animales, que unas criaturas indefensas sucumban entre tormentos y padecimientos? Primero fueron los cisnes», recordó. «Después, aquel ternero de una finca camino de Malmö; en ese caso fue un solo animal, y murió carbonizado. Y ahora una tienda de animales. Ha sido la misma persona, no hay duda. Alguien que, después de incendiarla, se marchó de allí con una calma absoluta, sin prisas, después de gritar que aquello era
Gud krevet
… Así que hay un noruego involucrado en todo este asunto», insistió. «Animales muertos, una mujer asesinada, padres resucitados y la desaparición de mi amiga, de la que no hay ni rastro.» Miró hacia el lugar delimitado por los cordones policiales con la absurda esperanza de ver aparecer por allí a Anna. Después se acercó a Stefan, que la miró sorprendido.

—¿Qué haces tú aquí?

—Pertenezco al grupo de los curiosos. Pero necesito hablar con alguien.

—¿Sobre qué?

—Sobre el incendio.

Stefan reflexionó unos segundos.

—Pensaba irme a casa a comer. Si quieres, ven.

Tenía el coche aparcada junto al hotel Continental y, desde allí, partieron en dirección oeste. Vivía en uno de los bloques de pisos que se alzaban, sin orden ni concierto aparentes, en una zona que quedaba entre unos chalés y una central de reciclado de papel.

Stefan vivía en el bloque del centro, el número 4. El cristal de la puerta de entrada al edificio estaba roto, y alguien lo había reparado provisionalmente con un cartón que alguien, a su vez, había intentado arrancar. Linda leyó lo que habían escrito con rotulador en las paredes. «TU VIDA ESTÁ EN VENTA. LLAMA A LA TELE Y CUÉNTALA.»

—¿Te has fijado? Medito sobre ello a diario —le aseguró Lindman—. Un texto que merece reflexión.

De uno de los pisos más bajos les llegó la risa histérica de una mujer. Stefan Lindman vivía en la última planta. En la puerta de su apartamento aparecía fijado un banderín de color negro y amarillo donde se leía «IF ELFSBORG». Linda creyó recordar que se trataba de un equipo de fútbol. Bajo el banderín, colgaba un papel medio arrancado con su nombre.

Lindman abrió la puerta y le ofreció una percha para que colgase su cazadora. Entraron luego en la sala de estar, donde había escasos muebles, dispersos, como si hubieran dejado al azar su disposición.

—En realidad, poco puedo ofrecerte —confesó—. Agua, una cerveza… Aquí no tengo casi nada, es un apartamento provisional.

—¿Y adónde piensas mudarte? ¿A Knickarp, dijiste?

—Sí, estoy arreglándome allí una casa. Tiene un jardín grande, y seguro que me sentiré muy a gusto.

—Pues yo vivo con mi padre —reveló Linda—. Pero cuento los días que me faltan para mudarme de allí.

—Tú tienes un buen padre.

Sorprendida, Linda lo miró llena de curiosidad.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho, ni más ni menos. Que tienes un buen padre. El mío no lo fue.

Linda vio sobre la mesa, junto con otros banderines de los mismos colores que el que colgaba de la puerta, unos periódicos. Echó mano de uno de ellos y comprobó que era el diario
Borås Tidning
.

—Te aseguro que no siento la menor nostalgia —sostuvo Stefan Lindman—. Pero me gusta estar informado de todo aquello que ya no tengo que soportar.

—Me imagino que fue muy duro, ¿no?

—Sí, bueno. Sentí que necesitaba alejarme de allí cuando comprendí que iba a sobrevivir al cáncer.

—Pero ¿por qué Ystad?

—Verás, yo tengo la idea de que vivir en una ciudad fronteriza es algo muy especial. Y Escania es una zona fronteriza. El resto de Suecia queda tras de ti. Lo siento, no sé explicarlo mejor. En cualquier caso, aquí estoy.

Guardó silencio. Linda no sabía qué decir. De pronto, él se levantó del sofá.

—Bueno, iré a buscar cerveza y unos bocadillos.

Cuando volvió, traía dos vasos. Linda no comió nada.

En cambio, le contó cómo se encontró por casualidad junto a Amy Lindberg en el lugar del incendio y le refrió su conversación. Él la escuchó atento, sin hacer preguntas, y sólo alzó la mano en una ocasión, pidiendo que se detuviera un instante, para cambiar de lugar una lámpara de pie cuya luz le molestaba. Una cortina se agitó de repente, y Linda comprendió que empezaba a soplar viento; el cielo estaba encapotado. Él siguió su mirada hacia la cortina.

—Me temo que habrá tormenta. Me duele la sien. Lo heredé de mi madre: cuando le dolía la sien, significaba que se avecinaba una tormenta. ¿Sabes?, tengo un amigo que se llama Giuseppe Larsson y que es policía en Östersund.

—Sí, ya lo has mencionado en alguna ocasión —lo interrumpió Linda.

—Pues él asegura que, cada vez que se avecina una tormenta, siente un deseo irrefrenable de tomarse un arenque con un chupito. Aunque, si he de serte sincero, creo que no es verdad.

—Sin embargo, lo que yo digo sí lo es.

El asintió.

—Perdona, no quería interrumpir.

—No te preocupes. Es que temo perder la concentración y olvidar detalles.

Linda prosiguió, remontándose a lo que tal vez fuese el principio de todo: el hecho de que Anna creyese haber visto a su padre en una calle de Malmö. En medio de toda aquella historia, planeaba la sombra de un noruego que tal vez se llamase Torgeir Langaas.

—Alguien está matando animales —concluyó ella—. Alguien brutal y osado, si es que merece ese calificativo un desquiciado. Además, alguien mata a una persona, la descuartiza. Y Anna no aparece.

—Comprendo que estés preocupada —convino él—. No sólo por el fantasma amenazador de alguien que tal vez sea el padre de Anna, sino también por la aparición de otra persona, además desconocida, que va por ahí diciendo
Gud krevet
. Es posible que no siempre lo diga de modo que podamos oírlo. Pero está dicho. Por otra parte, te has enterado de que tu amiga Anna es muy religiosa. Hay otras piezas en este rompecabezas… Aunque quizá no sea un verdadero rompecabezas, tal vez sólo lo parezca. Por ejemplo, la crueldad que revelan dos manos amputadas y colocadas en actitud orante, como si pidiesen perdón. Francamente, lo que acabas de contarme y lo que yo mismo he visto apuntan a una dimensión religiosa que tal vez hasta el momento no hayamos tenido en cuenta.

Dicho esto, apuró la cerveza que quedaba en el vaso. Los truenos ya se oían a lo lejos.

—Eso es por Bornholm —aseguró Linda—. Es allí donde suele tronar más.

—Pero tenemos viento del este, lo que significa que la tormenta viene hacia aquí.

—¿Qué opinas de lo que te he contado?

—Que es cierto. Y que es algo que afectará profundamente a la investigación.

—¿A cuál de ellas?

—La del caso de Birgitta Medberg. Hasta ahora, tu amiga sólo ha constituido un caso de vigilancia, pero supongo que esa circunstancia cambiará de aquí en adelante.

—¿Significa eso que debo asustarme?

Él movió la cabeza despacio.

—No lo sé. Me sentaré a escribir todo lo que me has dicho. Quizá sería provechoso que tú también lo hicieras. Mañana por la mañana se lo llevaré a los colegas.

Linda se estremeció.

—Mi padre se pondrá furioso cuando sepa que te lo he contado a ti antes que a él.

—Bueno, siempre puedes excusarte diciendo que él estaba muy ocupado con el incendio.

—Él no para de repetir que, si se trata de mí, nunca está ocupado.

Stefan le ayudó a ponerse la cazadora. Linda volvió a sentir que aquel hombre le gustaba. Y notó que las manos de él se posaban cautas sobre sus hombros.

Linda volvió al apartamento de la calle de Mariagatan. Su padre la esperaba sentado a la mesa de la cocina. Tan pronto como vio su rostro, comprendió que estaba enfadado. «¡Joder con Stefan! Ni siquiera ha esperado a que yo llegase a casa para llamar a mi padre», maldijo.

Se sentó frente a él y apoyó las manos sobre la mesa.

—Si estás pensando en ponerme de vuelta y media, me voy a la cama. No, mejor, me voy de aquí. Puedo dormir en el coche.

—Podrías haber hablado conmigo, ¿no te parece? Tu forma de proceder denota falta de confianza en mí. Una gran falta de confianza.

—¡Por Dios santo!, si tú estabas ocupado con lo de los animales muertos… ¡Todo el edificio estaba en llamas!

—No deberías haber hablado con esa joven. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no es asunto tuyo? ¡Si ni siquiera te has incorporado aún al trabajo!

Linda extendió el brazo, retiró el puño del jersey y le mostró el número de teléfono de Amy Lindberg.

—¿Estás contento? Bien, entonces, me voy a la cama.

—A mí me parece lamentable que no me respetes lo suficiente como para actuar a mis espaldas.

—¿A tus espaldas? —le preguntó Linda, atónita—. Pero ¿qué dices?

—Me has entendido perfectamente.

Linda barrió la mesa con el brazo de modo que el salero y el jarrón con flores mustias cayeron al suelo. Estaba furiosa, su padre había ido demasiado lejos. Se precipitó hacia el recibidor, echó mano de su cazadora y se marchó. «Lo odio», se dijo mientras rebuscaba en sus bolsillos las llaves del coche de Anna. «Odio sus sermones absurdos. No pienso dormir en este apartamento ni una noche más.»

Ya en el coche, intentó calmarse. «Cree que enseguida me entrarán remordimientos. Y seguirá ahí sentado, esperando, seguro de que voy a volver, seguro de que Linda Caroline sólo ha estallado en un acceso de ira que no tardará en lamentar.»

—Pero no volveré —declaró en voz alta—. Iré a pasar la noche en casa de Zebran.

Sin embargo, cuando estaba a punto de poner el motor en marcha, cambió de opinión. Zebran querría hablar, hacerle preguntas, saber cosas… Y no podría soportarlo. De modo que se puso en marcha rumbo al apartamento de Anna. Ya podía su padre seguir aguardándola sentado a la mesa de la cocina hasta el final de los tiempos.

Metió la llave en la cerradura, la giró y abrió la puerta.

Y allí, en el recibidor, estaba Anna, que la miraba con una sonrisa.

32

—No conozco a nadie como tú, capaz de venir a visitarme a medianoche como un ladrón. ¿Acaso te despertaste y, sin más ni más, pensaste que había vuelto? —preguntó Anna en tono jovial.

A Linda, perpleja, se le cayeron las llaves al suelo.

—No entiendo nada. ¿De verdad que eres tú?

—En persona.

—¿Se supone que debo estar contenta o aliviada?

Anna frunció el entrecejo.

—¿Y por qué habías de estar aliviada?

—No te imaginas lo preocupada que he estado.

Anna alzó los brazos, dándose por vencida.

—Me declaro culpable. ¿Quieres que te pida perdón o prefieres que te cuente lo ocurrido?

—No tienes que hacer ni lo uno ni lo otro. Basta con que estés aquí.

Las dos amigas entraron en la sala de estar. Pese a que a Linda, perpleja, le costaba creer que todo aquello fuese verdad y que Anna acabara de sentarse en la sala, alguna porción de su conciencia registró que el cuadrito de la mariposa seguía sin estar allí.

—He venido porque acabo de tener una discusión con mi padre y, como tú no estabas, pensé que podría dormir en tu sofá.

—Bien, puedes dormir en mi sofá, aunque ya haya vuelto.

—Estoy cansada. Cansada y enojada. Mi padre y yo somos como dos gallos que pelean en el gallinero. Como si no hubiese lugar para los dos, nos pisamos el terreno y empezamos a discutir. Lo cierto es que estábamos hablando de ti.

—¿De mí?

Linda extendió la mano para rozar el brazo desnudo de Anna. Su amiga llevaba un albornoz al que, por alguna razón, le habían cortado las mangas. La piel de Anna estaba fría. No le cabía la menor duda de que era Anna y no alguien que hubiese tomado prestado su cuerpo. La piel de Anna siempre estaba fría. Linda lo recordaba bien de la época en que, en varias ocasiones y con la sensación de acceder a territorio prohibido, se entretenían en jugar a los muertos. Linda siempre estaba caliente y sudaba; en cambio Anna estaba siempre fría. Tanto que, asustadas, terminaron por abandonar aquel juego. Linda recordaba que fue también la época en que resolvió la gran cuestión de la Muerte. ¿Qué primaba en ella, la atracción o el terror? Desde el día en que dejaron aquel juego, la muerte había sido para Linda algo que siempre acompañaba al ser humano, como un gas inodoro, extraño, amenazante, siempre presente.

—Tienes que comprender que he estado muy preocupada —reiteró Linda—. No es normal que desaparezcas y que no estés en casa cuando habíamos acordado vernos.

—Nada ha sido normal. Yo creí haber visto a mi padre, ¿lo recuerdas? Lo había visto a través de una ventana. Mi padre había vuelto.

La joven se interrumpió y se miró las manos. «Ha regresado en el mismo estado en que desapareció», constató Linda. «Está tranquila, ni rastro de desasosiego, todo es como antes. Sospecho que, los días que ha estado ausente, podrían eliminarse de su vida sin que se notase lo más mínimo.»

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Linda.

—Pues que fui a buscarlo. Por supuesto que no había olvidado que teníamos una cita, pero, por una vez, fallé. Creí que lo comprenderías. Había visto a mi padre a través de la ventana de un hotel de Malmö. Y sentí que tenía que encontrarlo. Estaba tan nerviosa…, temblaba y no podía ni conducir, así que tomé el tren a Malmö y me lancé en su busca. No te imaginas lo que supuso deambular por las calles de la ciudad, buscándolo con todos mis sentidos alerta, convencida de que su olor, su voz, tenía que haber dejado rastro en algún lugar. Caminaba despacio, como si fuese un explorador solitario de una caballería que aguardaba en algún lugar, detrás de mí. Estaba convencida de que encontraría el camino correcto hacia mi meta: mi padre.

»Tardé varias horas en recorrer la distancia que separaba la estación del hotel ante el que lo había visto. Cuando entré en el vestíbulo, vi que una señora muy obesa dormitaba en el sillón. Me puse furiosa. Me había quitado el sitio; no podía concebir que alguien se sentase en aquel sillón desde el que yo había visto a mi padre y él me había visto a mí. De modo que me acerqué y desperté a la señora, que roncaba. La mujer se sobresaltó. Le dije que tenía que irse porque no tardarían en cambiar los muebles por otros. Ella obedeció. Aún no consigo explicarme cómo pudo creer que yo perteneciese al personal del hotel, enfundada como iba en un impermeable mojado y con el pelo húmedo y revuelto. Me senté, pues, en el sillón y me puse a mirar por la ventana. Pero ni rastro de mi padre. Sin embargo, pensé que, si me quedaba allí el tiempo suficiente, él volvería a pasar.

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