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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (8 page)

Para mucha gente yo era parte de la decoración, alguien a quien se le corren las atenciones que habría que tener con un mueble si de repente se sentara a la mesa y sonriera. Por eso me deprimían las cenas. Diez minutos antes de que llegaran las visitas quería ponerme a llorar, pero me aguantaba para no correrme el rimel y de remate parecer bruja. Porque así no era la cosa, diría Andrés. La cosa era ser bonita, dulce, impecable. ¿Qué hubiera pasado si entrando las visitas encuentran a la señora gimiendo con la cabeza metida bajo un sillón?

De todos modos me costaba disimular el cansancio frente a aquellos señores que tomaban a sus mujeres del codo como si sus brazos fueran el asa de una tacita de café. En cambio a ellos se les veía tan bien, tan dispuestos a comerse una buena cena, a saber por el menú el modo en que se les quería.

Casi siempre se me olvidaba algo. Por más que Andrés se empeñaba en sermonearme sobre el buen manejo de la servidumbre y el modo ejecutivo de hacer a cada quien cumplir con su deber; entrando las visitas, Matilde la cocinera se acordaba de que no había limones, de que las tortillas no iban a alcanzar o de que era mucha gente para los hielos que tenía nuestro refrigerador. En ese momento hubiera yo querido ahorcar a una visita, por ejemplo a Marilú Izunza con su melena rubia.

Esa cena fue una de las peores. Amanecí detestando mi color de pelo, mis ojeras, mi estatura. Quería estar distinta para ver si así me volvía otra y le pedí a la Güera que me cortara el pelo como se le diera la gana.

Quedé pelona con ella detrás de mi cabeza diciendo que esa era la última moda, que el pelo parejo ya no se usaba, que ya parecía yo Cristo de pueblo con mi eterna melena hasta los hombros, que el pelo largo era para las niñas y que yo era una señora importante. Me enseñó revistas, me pintó los ojos y los labios, pero no logró convencerme. Lloré y maldije la hora en que mi hartazgo había inventado cambiarme el aspecto.

Fui a casa de mis padres en busca de apoyo. Mi papá estaba en la cocina esperando que su cafetera empezara a soltar un chorro de café negro sobre la pequeña taza de metal que tenía integrada. Era una cafetera italiana. Se paraba frente a ella todas las mañanas a esperar su expreso como si estuviera en la barra de un café romano. En cuanto el chorro negro empezaba a caer y el olor corría por la casa, él iniciaba los elogios a su auténtico café italiano.

—Pero si es de Córdoba papá —decía yo cada vez que empezaba con su discurso.

—De Córdoba sí, pero no hay en todo México un café como el mío, porque aquí muelen el café gordo y lo dejan hervir. No se puede beber. Café americano, lo llaman. Sólo los gringos pueden creer que eso es bueno, porque los gringos tienen estragado el paladar. Su principal guiso es la carne molida con salsa de tomate dulce. ¿Se puede imaginar mayor porquería? En cambio huele esto, huele esto y calla tu boca ignorante.

Cuando entré en la cocina sin mi pelo, con la cara de muñeca de celuloide que me habían dejado las pinturas de la Güera, mi papá suspendió la contemplación de su café y silbó: fiu, fiuuu. Después empezó a cantar: «Si por lo que te quise fue por tu pelo, ahora que estás pelona ya no te quiero.»

Lo abracé. Me estuve un rato pegada a su cuerpo, evocando el olor del campo y sintiendo el del café. Se estaba bien ahí y me puse a llorar.

—Oye si era chiste —dijo. Yo te quiero igual, aunque te pelaran a jícara.

—Es que va a haber una cena en mi casa —dije.

—¿Y eso qué novedad es? En tu casa hay cena cada dos días. No vas a llorar por eso. Tú eres una gran cocinera, lo heredas. Mírate las manos, tienes manos de campesina, manos de mujer que sabe trabajar. Mi madre hacia todo sola, tú tienes una corte de ayudantes. Te saldrá bien. ¿Quién viene ahora?

—¿Qué más da? Unos dueños de fábricas en Atlixco, pero me van a mirar la cabeza y les voy a dar risa a sus mujeres.

—Desde cuándo te importa lo que diga la gente. Ya te pareces a tu mamá. Nunca le vas a dar gusto a la gente. Ni con el pelo hasta las rodillas ni calva. El chiste es que te sientas contenta.

—Es que no estoy contenta —dije abrazándolo.

—¿Qué te lastima? ¿No tienes todo lo que quieres? No llores. Mira qué lindo está el cielo. Mira qué fácil es vivir en un país en el que no hay invierno. Siente cómo huele el café. Venga mi vida, venga que le preparo uno con mucha azúcar, venga cuéntele a su papá.

Por supuesto no le contaba yo nada. El no quería que yo le contara, por eso se ponía a hablarme como a una niña que no debía crecer y terminábamos abrazados mirando los volcanes, agradecidos de tenerlos enfrente y de estar vivos para mirarlos. Me daba muchos besos, metía su mano bajo mi blusa y me pintaba con los dedos rayitas en la espalda, hasta que me iba amansando y empezaba a reírme.

—Así ya estás preciosa —decía, ¿quieres ser mi novia?

—Claro —le decía yo, tu novia, pero no tu esposa. Porque si nos casamos vas a querer que organice cenas para tus amigos.

Esa noche Marilú llegó a mi casa con una piel que era la mejor muestra de que su marido compartía las cosas. Ella era hija de un español de esos de padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero. Su padre era el nieto. No tenía un quinto pero estaba seguro de su alcurnia y pudo heredársela entera a su hija. Dueña de ese capital Marilú le hizo el favor a Julián Amed de casarse con él. Julián Amed era un árabe de los que vendían telas en el mercado de La Victoria, jalando a la gente que iba a comprar verduras y obligándola con un interminable palabrerío a llevarse por lo menos un metro de manta de cielo. Después en las noches, con el mercado cerrado, juntaba a sus paisanos para jugar cartas y de ahí, de varias ganadas, de una que se cobro matando al perdedor que no quería pagarle y quedándose con todo lo que tenía, Julián sacó para poner su fábrica de hilados y tejidos. Ya era muy rico cuando convenció a Marilú de que su capital y la alcurnia de una Izunza harían unos hijos espléndidos y una familia ejemplar. Ella que entonces era una rubita pálida transparente por culpa de las hambres disimuladas tras los enormes muebles del comedor heredados de su abuelo, aceptó después de unos remilgos. No bien se casó, se le subió la alcurnia hasta la altura de la cartera de su marido y se volvió insufrible. Siempre que podía me dejaba ir apreciaciones del estilo de:

—Qué mérito el tuyo vivir con un político, hay que estar siempre disimulando, y es tan difícil no ser franco. Yo no podría. Julián me regaña mucho porque digo todo lo que pienso, pero yo le digo tú que pierdes, tú eres un empresario, no tienes que andar quedando bien, lo tuyo es tuyo porque te lo ganaste con tu trabajo, tú no eres político. Además los Izunza somos francos y tú ya lo sabías cuando te casaste conmigo.

Esa noche no estaba yo para soportar a Marilú. Matilde la cocinera, harta de cenas, enfureció porque le comenté que a la carne le faltaba jugo. Checo se había quedado llorando en su cuarto porque yo no esperé hasta que se durmiera, Andrés había pasado la tarde elogiando a Heiss y para colmo la Güera me había dejado pelona. No estaban las cosas para oír a Marilú, pero ella sentada a media sala con su piel de zorro, como si no estuviera prendida la chimenea, les contaba a las demás mujeres cómo había corrido a su sirvienta de diez años porque la descubrió embarazada queriéndose sacar el hijo con el palo de la escoba:

—Yo me horroricé, francamente. Y todo por no hacerme caso, porque ya yo le había dicho que tuviera cuidado con los trabajadores de la fábrica, que son unos irresponsables que nada más andan viendo a quién le hacen el chiste. Se lo dije cuando la vi que andaba con las trenzas muy peinadas y queriendo llevar recados a la fábrica. Se lo dije, tú mejor no pienses en hombres, te conviene más quedarte conmigo siempre, conmigo estás bien, te trato bien, puedes cuidar a mis hijos como si fueran tuyos, ¿para qué te quieres meter con un hombre que ni te va a sacar de pobre y nada más te va a meter en líos? Pero no me hizo caso. Se fue de cuzca porque así es esta raza y después sí, mucha lágrima, mucho perdón señora, mucho es que me engañó. Pero no. Yo le dije muy claro, mira, voy a ser buena contigo porque ya tienes muchos años en la casa, te voy a mantener hasta que vaya a nacer la criatura, no te voy a pagar porque no vas a hacer bien tu trabajo, pero con que cuides a los niños me conformo. Eso sí, cuando te llegue la hora te vas al pueblo porque yo no tengo tiempo de ayudarte y no quiero que mis hijos se den cuenta de tu situación. ¿Qué más quería? Pues quería más, quería sacarse al hijo. No saben lo que sufrí, tan buena gente que se veía, tantas veces que le dejé a mis niños. Imagínense en manos de quién, igual me los mata.

—Eso de los hijos es problema de cada quien —dije yo.

—Ay, Catalina, qué cosas dices. ¿Ves cómo eres mujer de político? ¿Y por qué te cortaste el pelo? —preguntó meneando su melena de lado a lado. ¿Qué opinó tu papá? A ti la opinión de tu papá te importa mucho, ¿verdad? El otro día estuvo comiendo en la casa y no hizo más que hablar de ti.

—¿Mi papá comió en tu casa? —dije espantada.

—Claro, es el representante del señor gobernador en unos negocios que está haciendo con Julián. ¿No te ha contado que se va a hacer rico?

Detesté la idea de que mi padre entrara a hacer nada con el marido de Marilú y como representante de Andrés.

—No lo sabía —dije como una lela.

—Seguramente quieren darte la sorpresa. Ni digas que te conté —dijo ella mirando a las demás que empezaban a estar felices con el chisme.

—No te preocupes —dije. ¿Te pintaste más clarito el pelo?

—No me lo pinto. Estuvimos en la playa y se me aclara con el sol.

—A mí no me gustan las playas —dijo Luisita Rivas, hay que desvestirse y luego meterse a una agua con tierra y sal en la que se baña todo el mundo. Me da asco el mar.

—Ay no, Luisita. Me va a perdonar, pero es divino el mar —dijo otra de las mujeres. Aproveché el cambio de tema para levantarme en busca de Andrés.

Estaba en el centro del círculo que hacían los hombres para conversar parados, con sus vasos de whisky en la mano y tirando las cenizas donde mejor les parecía. Andrés fumaba puro, cuando llegué roía la punta de uno antes de prenderlo.

—¿Me permites un momento? —dije.

—¿Es urgente? —contestó él, que tenía la palabra y detestaba soltarla.

—Si, es una cosa simple, pero urgente.

—Vamos a ver la cosa simple de la señora —dijo. Con permiso, señores.

Me colgué de su brazo como si fuéramos a dar un paseo largo, lo llevé fuera de la sala, atravesamos el comedor y quería yo seguir cuando me detuvo:

—¿Qué pasa?

—No quiero que metas a mi papá en tus cosas. Déjalo que viva como pueda, no se ha muerto de hambre, no lo revuelvas —dije.

—¿Para eso me interrumpiste? ¿Por qué no miras si ya está la cena? ¿Y desde cuándo los patos les tiran a las escopetas? —dijo riéndose. ¿Por qué te cortaste mi pelo?

Lo odiaba cuando se portaba como mi patrón.

Pero me aguanté y cambié el tono por uno que funcionara mejor:

—Andrés, te lo pido por lo que más quieras. Te dejo que le regales el Mapache a Heiss, pero saca a mi papá de un lío con Amed.

—¿El Mapache a Heiss? ¿Tu caballo adorado? Voy a ver qué puedo hacer, te lo prometo, llorona. Ya párale, se te va a correr el rimel. Vamos a atender a las visitas que no vinieron a vernos cuchichear en un rincón.

Volví al grupo de las mujeres. Prefería oír la plática de los hombres, pero no era correcto. Siempre las cenas se dividían así, de un lado los hombres y en el otro nosotras hablando de partos, sirvientas y peinados. El maravilloso mundo de la mujer, llamaba Andrés a eso.

Me gustaba pasar a la mesa porque ahí la conversación podía volverse interesante. Como yo colocaba las tarjetas con los nombres y sentaba a cada quien donde me convenía, me acomodé junto a Sergio Cuenca que era un hombre guapo y buen conversador a quien yo invitaba a las cenas aunque no viniera al caso porque era de los pocos amigos de Andrés que me divertían. Le gustaba llevar la conversación y si yo me sentaba junto a él podía decir bajito cosas que quería que se dijeran alto sin decirlas yo.

—¿Ya supieron que unos indios de Alchichica corretearon a Heiss y a Pérez su administrador? —preguntó. No les gustó el tono en que quiso convencerlos de sembrar caña en los campos.

—Si hombre —dijo don Juan Machuca, un español que no salía jamás de su fábrica en Atlixco y que desde ahí se enteraba de todo antes que nadie. Dicen que les mataron a dos mozos de estribo. Es que Heiss quiere ir muy aprisa. Creo que le dio billetes a un Elder para que conversara con los campesinos sobre la renta de sus ejidos. Los campesinos no quisieron rentar y él llegó a decirles que el trato ya estaba hecho. Claro, el líder enfureció, y para demostrar que no había transado persiguió a Heiss cuando iba de regreso. Todavía tiene que aprender don Miguel.

—¿Cómo estuvo? —pregunté.

—No pasó nada —dijo Andrés. Don Mike sabe cómo hacer las cosas, lo que sucede es que el líder lo engañó. Y anda por ahí una mujer que alega que las tierras que le vendió De Velasco a Heiss eran de su padre. Háganme el favor.

—Pero general, si esas tierras eran de don Gabriel De Velasco desde antes de la Revolución —dijo doña Julia Conde echándose aire con su abanico de plumas verdes.

—Esta doña Julia siempre tan enterada de lo que pasó antes de la Revolución. ¿Tiene usted nostalgia? —le dijo Andrés.

—La verdad sí general. Eran otros tiempos.

—Entonces tenia veinte años y ahora tiene cincuenta —le dije a Sergio Cuenca que soltó una carcajada. Además las tierras son de Lola.

—¿De qué se ríe usted? —preguntó Andrés.

—De las ocurrencias de su señora, general, que dice que las tierras eran del padre de Lola Campos.

—Con razón se ríe usted de ella.

—Con ella, general —dijo Sergio. Luego alzó su copa y tuvo a bien acordarse de un chiste tras otro en lo que quedó de cena.

Como a las dos de la mañana Marilú entró en su zorro y se despidió junto con su marido y los otros invitados. Los acompañamos hasta la puerta. Doña Julia Conde se abanicaba incansable.

—Yo no sé niña —le dijo a Marilú cómo puedes usar ese animal encima. En este país hace calor todo el año. Tenemos un invierno de mentiras. Yo me la paso abochornada.

—Esta ya no salió jamás de la menopausia —comenté con Andrés que me abrazaba de un hombro y dijo:

—Tiene usted razón doña Julia, nuestras señoras ya no aguantan lo que las de antes, hay que guardarlas entre pieles para que le duren a uno siquiera hasta que crezcan los hijos. ¿No crees Julián?

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