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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Ash, La historia secreta (34 page)

—No —dijo Ash alegremente, había escogido uno y dejado que su voz se transmitiera—. Resulta que no. Además, no se crían cabras en estas montañas. Ni machos ni hembras.

Un estallido de risas, maldiciones y miradas de alarma siguieron a su discurso. Geraint ab Morgan se palmeó el muslo blindado. Un jinete visigodo mejor armado que cabalgaba bajo el estandarte del pendón y el águila negros les habló a los hombres que tenía a ambos lados y luego hizo que se adelantara un castrado castaño.

Para no ser menos, Ash hizo una señal. Euen Huw sacó tres notas claras de la trompeta que llevaba de no muy buena gana. Ash se adelantó en medio del estrépito de la barda de su caballo, seis oficiales con ella: Anselm, Geraint y Joscelyn van Mander con una reluciente armadura milanesa completa; Angelotti con una coraza milanesa y arnés en las piernas, acanalado, gótico e intrincado; Godfrey (aún rezando, los ojos cerrados), con su mejor túnica monástica; y Floria del Guiz con la brigantina que le había prestado alguien y una celada de arquero, con lo que no se parecía en nada a una mujer y, por desgracia, Ash tenía que admitir que tampoco mucho a un soldado.

—Soy Ash —le dijo al silencio, tras la trompeta—. Según Agnes Dei os interesa un contrato con nosotros.

Ash no podía distinguir el rostro de la líder visigoda bajo el yelmo en medio de aquellas sombras móviles.

La mujer llevaba un yelmo de acero y grebas, escarpes de bandas visibles en los estribos. La luz de las antorchas fluía con suntuosidad sobre la armadura de color escarlata cubierta de terciopelo: una armadura con cien grandes remaches con forma de flor que relucían con un tono dorado. Bajo ella, la cota de malla era visible, en el muslo. El cuello de placas recto debía de ser algún tipo de gorjal, supuso Ash; y notó la empuñadura dorada de una espada de tres lóbulos; vainas de espada y daga con chapas de oro, el cinturón de la espada con pesados ornamentos de oro y el color negro azulado y blanco de un manto de cuadros forrado de vero
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. Ash sumó en cuestión de segundos el precio de cada prenda y quedó impresionada a pesar de sí misma. No pudo evitar sentir un espasmo de puro placer al ver a otra mujer que comandaba tropas, sobre todo una lo bastante extranjera para no ser una competidora.

—Lucharíais contra los borgoñones. —La voz de la mujer, penetrante, hablaba alemán con acento cartaginés. Dejaba claro que quería que la entendieran los miembros del séquito de Ash que no hablaban cartaginés.

—¿Luchar contra los borgoñones? No por gusto. Son unos hijos de puta muy duros. —Ash se encogió de hombros—. Yo no arriesgo mi compañía sin una buena razón.

—Es «Ash». La
jund
[55]
. —El castrado castaño con armadura se adelantó y entró en el círculo de luz que emitían las antorchas de Ash. La mujer llevaba un yelmo con una barra nasal y una cenefa de malla le colgaba de los bordes. Un pañuelo negro le envolvía los hombros y la parte inferior de la cara. No hay muchos detalles visibles en unos ojos enmarcados por un casco, que era todo lo que Ash podía ver, pero los suficientes para que de repente se diera cuenta: ¡Es joven! Dios mío. ¡No es mucho mayor que yo!

Lo que explicaba parte del malhumor del Cordero: el deseo malicioso de ver cómo se conocían dos bichos raros, como sin duda las consideraba. A Ash, por pura perversidad, le cayó bien de inmediato la comandante visigoda.

—Faris —dijo Ash—. General. Hacedme una oferta. En general he luchado del lado de los borgoñones cuando se ha presentado la oportunidad, pero podemos enfrentarnos a ellos si es necesario.

—Tenéis aquí a mi aliado.

—Es mi esposo. Creo que eso le da prioridad a mi reclamación.

—Se debe levantar el asedio. Como parte del contrato.

—Ehh. Demasiado rápido. Siempre consulto con mis hombres. —Ash levantó una mano. Había algo que la molestaba de la voz de la visigoda. Habría acercado más a Godluc pero la luz de las antorchas parpadeaba en las puntas de las flechas, fáciles de ensartar, que en algunos casos descansaban en el regazo de los jinetes visigodos; y algunos de sus propios hombres tenían la lanza en la mano con gesto determinado, en lugar de apoyada en la silla. Las armas tienen vida propia, su propia tensión; podría haber dicho, con total exactitud, cuántos jinetes visigodos la estaban mirando y juzgando la distancia. Podía sentir aquella conexión invisible.

Y por el puro deseo de ganar un minuto o dos para pensar, Ash se encontró haciendo la pregunta que más la preocupaba.

—Faris, ¿cuándo volveremos a ver el sol?

—Cuando así lo decidamos. —La voz joven de la mujer parecía tranquila.

Y a Ash también le parecía que mentía, tras haber contado suficientes mentiras en público en sus tiempos.
¿Así que tú tampoco lo sabes? ¿El Califa de Cartago no le cuenta todo a su general?
La luz amarilla de las antorchas creció hasta convertirse en un resplandor, los caminantes de arcilla habían formado un semicírculo a ambos lados de su general. Resplandecía la cota de malla de delicados eslabones.

—¿Qué ofrecéis?

—Sesenta mil ducados. Con un contrato durante el tiempo que dure esta guerra.

Sesenta mi...

Tan claro como si fuera su voz interior, oyó que Robert Anselm pensaba, «si la perra esa tiene dinero para quemar, ¡no discutas con ella!».

Ash se dio un segundo o dos para pensarlo levantando el brazo, desabrochándose la celada y quitándose el yelmo; lo cual también era una señal para que sus hombres se relajaran; o, en cualquier caso, que no se precipitaran a menos que fueran muy claras las intenciones agresivas de los visigodos.

El Cordero se quitó un guantelete y se mordió los dedos.

Ash se apartó de la cara el cabello plateado atado (sudoroso tras su confinamiento en el forro del yelmo) y miró a la general visigoda. Después de un largo momento de duda, la joven levantó la mano, se quitó el casco rodeado de una malla de metal y se apartó el velo.

Uno de los jinetes visigodos lanzó un violento taco. Su montura levantó las dos patas delanteras del suelo y se precipitó contra el hombre que tenía al lado. Un rugido estridente de voces hizo que Ash agarrara con firmeza las riendas de Godluc, con la mano izquierda. Godfrey Maximillian abrió los ojos y ella lo vio mirar directamente hacia delante.

—¡Jesucristo! —exclamó Godfrey.

La joven Faris visigoda permanecía sobre su caballo bajo la luz de las antorchas. Movió el cuerpo cubierto de la armadura escarlata y obligó a la yegua castaña a dar un paso adelante, antes de lanzar una mirada intensa. Las sombras cambiantes y la luz resplandecían en la cascada de su cabello plateado.

Tenía las cejas umbrías, profundas, definidas; los ojos brillantes y oscuras; pero fue la boca lo que la traicionó. Ash pensó,
he visto esa boca en el espejo cada vez que ha habido un espejo a mano
, y percibió la misma longitud de brazos y piernas, las caderas sólidas y pequeñas, los hombros fuertes, incluso (cosa que no había visto), la misma forma de sentarse en la silla de montar.

Devolvió la mirada al rostro de la mujer visigoda.

No había cicatrices.

Si hubiera habido cicatrices se habría caído del caballo y lanzado de bruces al suelo para rezarle al Cristo, para rezar contra la locura, los demonios y el habitante del Infierno que pudiera ser esta mujer. Pero las mejillas de la mujer estaban incólumes y sin marcas.

La expresión de la general visigoda era neutra, los rasgos inmóviles, pétreos.

En el mismo segundo en que los hombres armados de los dos grupos, europeo y visigodo, apretaron los caballos para acercarse más, Ash se dio cuenta,
así que este es el aspecto que tengo sin las cicatrices
.

Sin cicatrices
.

En todo lo demás... somos gemelas
.

Capítulo 3

LA FARIS LEVANTÓ un brazo y dijo algo demasiado brusco y rápido como para que Ash lo entendiera.

—¡Os enviaré a mi
qa'id
con un contrato! —añadió la general visigoda. Un movimiento brusco del cuerpo hizo girar al berebere castaño en el sitio, con las ancas juntas y luego se alejó al galope. Y el resto con ella, al instante. Tambores, águila, enanos, poetas y matones armados, todos bajando con estrépito la colina oscura rumbo al campamento visigodo.

—¡Volvemos al pueblo! —Ash oyó su propia voz, brusca y ronca, en medio del silencio. Y pensó,
cuántos lo han visto, quizá unos cuantos hombres cerca de mí, treinta latidos para ver una cara en la oscuridad, pero pronto se correrá la voz, se convertirá en un rumor
—. ¡Volvemos al pueblo!

Durante los cinco días siguientes en ningún momento estuvo hablando con menos de dos personas a la vez, en ocasiones tres.

Godfrey le trajo el contrato de los visigodos para la compañía, con el meticuloso latín comprobado para que ella lo firmara. Y ella firmó, mientras discutía con Gustav y sus caballeros de infantería la posibilidad de intentar una última incursión contra el castillo de Guizburg, y eso mientras se dividía entre contar remontas y sacos de harina de avena con Henri Brant, escuchaba las quejas de los artilleros sobre la escasez de pólvora y escuchaba de labios de Florian (¡Floria!) cómo se curaban o no se curaban las heridas. Antes de que llegara la primera medianoche, ya había visitado a cada lanza de hombres en sus propios alojamientos y se había aceptado el contrato.

—Nos vamos por la noche —anunció Ash. En parte porque por la noche había algo de luz, la luna menguante que entraba en su último cuarto seguía dando más luz que el día. En parte porque a sus hombres no les gustaba cabalgar bajo el antinatural cielo negro diurno y estaban más seguros, en opinión de ella, durmiendo de día, por muy difícil que eso fuera. Cambiar a diario un campamento de ochenta lanzas y un tren de equipaje ya es bastante difícil a la luz del día.

Nunca, ni por un instante, estaba sola.

Se envolvió en una autoridad impenetrable. No se podía hacer ninguna pregunta. No había ninguna. A ella le parecía estar dormida, o sonámbula como mucho.

Despertó, por paradójico que parezca, cinco días más tarde, por puro cansancio.

Ash despertó sobresaltada, se había quedado adormilada y se encontró con la frente apoyada en el cuello de su yegua. Consciente de que su mano, que se aferraba a un cepillo para caballos, se movía en pequeños círculos que cada vez eran más pequeños. Consciente de que acababa de hablar, pero, ¿qué había dicho?

Levantó la cabeza y miró a Rickard. El muchacho parecía rendido de cansancio.

Dama le dio un cabezazo con el morro y resopló. Ash se irguió. Le pasó la mano libre por el flanco cálido y lustroso. El potro que llevaba en el interior presionaba las paredes. La yegua pateó con suavidad y empujó a Ash con los hombros dorados. Las esterillas que tenía bajo los pies olían bien, a estiércol de caballo.

Ash bajó la mirada. Llevaba las botas de montar muy altas, con la parte superior abotonada al faldón del jubón para mantenerlas subidas. Estaban cubiertas de barro y estiércol de caballo hasta la altura de la rodilla.

—La gloriosa vida de un mercenario. Si hubiera querido pasarme la vida enterrada en mierda hasta la rodilla, podría haber sido campesina en alguna granja. Al menos no tienes que trasladar una granja a veintidós kilómetros cada vez que canta el gallo. ¿Por qué estoy hasta el culo de mierda?

—No lo sé, jefe. —Era esa clase de pregunta retórica que alguien se habría tomado como una invitación para hacer gala de su ingenio; Rickard parecía incapaz de expresarse. Pero también parecía contento. Era obvio que no era de eso de lo que estaba hablando antes.

Más animado, Rickard dijo:

—Parirá en unos quince días.

La mercenaria tenía el cuerpo magullado, caliente y cansado. Los faroles de hierro horadado arrojaban una luz amarilla brillante sobre las paredes móviles del establo de lona y el heno que sobresalía del pesebre de Dama. Agradable y tranquilo a tan temprana hora.

Pero si salgo, no veré la salida del sol. Solo oscuridad
.

Ash oyó las voces de los hombres de armas que hablaban fuera y el quejido de los perros; entonces no había atravesado el campamento sin escolta.
Mis lapsos no llegan tan lejos
. Era como una ausencia real para ella, como si alguien se hubiera ido de viaje y acabara de volver.

—Quince días —repitió. El guapo muchacho la contempló. La camisa del muchacho se arremolinaba y se le salía de la abertura que había entre los ojales del hombro y la parte inferior de la espalda. El rostro le estaba adelgazando, perdía la grasa infantil y se convertía en el de un hombre. Ash le ofreció una sonrisa tranquilizadora—. Bien. Escucha, Rickard, cuando le hayas enseñado a Bertrand a ser copero y paje, le pediré a Roberto que te coja como escudero. Ya es hora de que empiece tu preparación.

El joven no dijo nada pero se le iluminó la cara, como la página de un manuscrito.

Después del esfuerzo físico, el cuerpo se relaja. Ash fue consciente entonces de que se le ablandaban los músculos; de la calidez de su media túnica, convertida en un jubón con un faldón más amplio y con las mangas abullonadas cosidas, que llevaba abotonada sobre la brigantina; de su somnolencia, que no hacía nada por embotarle el deseo. Tuvo un repentino recuerdo táctil, muy intenso: la línea del flanco de Fernando del Guiz, desde el hombro a la cadera, la piel cálida bajo las yemas de sus dedos y la embestida de su miembro erecto.

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