Read Ash, La historia secreta Online

Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Ash, La historia secreta (9 page)

El sudor le pegaba el cabello plateado y trenzado a la frente y las mejillas. Sentía la piel tan húmeda y caliente como el fuego. Con la mirada tranquila cabalgó hacia el Emperador y se alejó de sus hombres, que no dejaban de gritar.

—Majestad.

La vocecita seca de Federico susurró.

—¿Qué estáis haciendo en este lado de mi campamento, capitán?

—Maniobras, Su Majestad Imperial.

—¿Delante del campamento borgoñón?

—Necesitaba practicar el avance y la retirada con el estandarte, Su Majestad Imperial.

Federico parpadeó.

—Y en ese momento resulta que visteis la escolta del Duque.

—Creí que era una incursión contra Neuss, Su Majestad Imperial.

—Y atacasteis.

—Para eso me pagan, Su Majestad Imperial. Somos vuestros mercenarios, después de todo.

Un miembro del séquito (el forastero sureño ataviado con cota de malla) reprimió un sonido ahogado. Hubo un silencio lleno de intención hasta que murmuró:

—Disculpad, Su Majestad Imperial. Gases.

—Sí...

Ash parpadeó con sus ojos de color indeterminado y miró al hombrecito rubio. El Emperador Federico no había acudido con armadura, si bien era muy probable que el jubón de terciopelo ocultara una cota de malla debajo. La joven dijo con dulzura:

—¿No hemos venido aquí desde Colonia para proteger Neuss, Su Majestad Imperial?

Federico giró de golpe a su castrado y volvió al galope al centro del campamento imperial alemán con sus caballeros.

—Mierda —dijo Ash en voz alta—. Puede que la haya armado esta vez.

Robert Anselm, con el casco en la cadera, se acercó a caballo.

—¿Armado qué, jefe?

Ash le echó un vistazo de lado al hombre del pelo cortado al uno; le doblada la edad y era un soldado experimentado y capaz. La joven levantó el brazo y se quitó la horquilla para soltarse la pesada trenza, que se desenrolló sobre las hombreras y la coraza hasta los quijotes que le colgaban hasta el muslo y solo entonces se dio cuenta de que de los brazos le chorreaban algo rojo hasta los codales y que su cabello plateado estaba empapado de sangre.

—O bien me he metido en mierda hasta el cuello —dijo—, o he llegado a donde quiero estar. Ya sabes lo que quiero que consigamos este año.

—Tierra —murmuró Anselm—. No el premio en dinero que recibe un mercenario. Quieres que nos dé tierra y haciendas.

—Quiero entrar. —Suspiró Ash—. Estoy cansada de ganar castillos y rentas para otra gente. Estoy cansada de no tener nunca nada al final de la temporada salvo el dinero suficiente para pasar el invierno.

El rostro bronceado y arrugado del hombre sonrió.

—No todas las compañías lo consiguen.

—Lo sé. Pero yo soy buena. —Ash se rió, deliberadamente inmodesta, y a modo de respuesta recibió una sonrisa menos abierta de lo que esperaba. El rostro de la joven adquirió una expresión más sensata—. Robert, quiero un sitio permanente al que podamos volver, quiero poseer tierras. Por eso se hace todo esto, recibes tierras por luchar, o por una herencia, o un regalo, pero consigues tierras y te estableces. Como los Sforza en Milán. —La joven esbozó una sonrisa cínica—. Con el suficiente tiempo y dinero, Jack Campesino se convierte en John Biennacido. Y yo quiero entrar.

Robert se encogió de hombros.

—¿Y Federico va a dártelas? Podría estar bastante cabreado. Con él nunca sé lo que hay.

—Yo tampoco. —Con el pulso y el aliento ya más tranquilos, dejaron de tronarle los oídos. Se quitó un guantelete y se secó la cara, al tiempo que echaba la mirada hacia atrás y contemplaba a los caballeros de la Compañía del león, que desmontaban en el campamento—. Tenemos un buen montón de chavales ahí.

—¿No llevo cinco años reclutando tropas para ti? ¿Es que esperabas basura?

Fue un comentario que pretendía ser chistoso, observó Ash; pero el sudor le chorreaba a aquel hombre por la cara y los ojos se acobardaban y evitaban los suyos cuando hablaba. Se preguntó,
¿va detrás de una porción más grande de nuestro dinero?
Y luego pensó,
No, Robert no... ¿entonces, qué?

—Eso no era la guerra. —Añadió Ash con aire pensativo mientras contemplaba a su capitán—. ¡Eso fue una liza, no una batalla!

El hombre acunaba el casco con un brazo; el estandarte del león estaba encajado en su silla de montar. Los dedos romos de Anselm hurgaban bajo la gola de malla que le cubría la garganta. El borde visible de cuero estaba negro por el sudor.

—O un torneo
[10]
. Pero perdieron caballeros.

—Seis o siete. —asintió Ash.

—¿Has oído...? —Robert Anselm tragó saliva. Sus ojos por fin se encontraron con los de la joven. A ella le preocupó ver la frente del hombre pálida de sudor o náuseas.

—Ahí abajo... le di a un hombre en la cara con la empuñadura de la espada —dijo y se encogió de hombros a modo de explicación—. Tenía la cimera levantada. Librea roja con ciervos rampantes. Le arranqué la mitad de la cara, solo con la cruz de la espada. Lo cegué. No cayó; vi que le ayudaba uno de sus compañeros a salir cabalgando hacia su campamento. Pero cuando lo golpeé, chilló. Se le oía, Ash; supo, en ese mismo momento, que le había arruinado la vida. Lo supo.

Ash buscó los rasgos de Robert Anselm, tan familiares para ella como los suyos propios. Un hombre grande, de hombros anchos, armadura brillante al sol, el cráneo afeitado rojo por el calor y el sudor.

—Robert...

—No son los muertos los que me inquietan. Son los que tienen que vivir con lo qué les he hecho. —Anselmo se interrumpió al tiempo que sacudía la cabeza. Cambió de postura en la silla de su caballo de guerra. Esbozó una débil sonrisa—. ¡Por Cristo Verde! Mira lo que digo. Son los temblores de después de la batalla. No te des por aludida, niña. Llevo haciendo esto desde antes de que tú nacieras.

Y no era una hipérbole sino la pura afirmación de un hecho. Ash, más optimista, asintió.

—Deberías hablar con un sacerdote. Habla con Godfrey. Y ven a hablar conmigo, más tarde. Esta noche. ¿Dónde está Florian?

Pareció quedarse un poco más tranquilo.

—En la tienda del cirujano.

Ash asintió.

—Bien. Quiero hablar con los líderes de los lanceros, ahí abajo estábamos todos desperdigados. Pasa lista a la compañía. Vete a buscarme a la tienda de mando. ¡Muévete!

Ash atravesó cabalgando la masa de jóvenes que con sus armaduras se bajaban de un salto de las sillas de guerra, que se gritaban entre sí y le gritaban a ella mientras sus pajes agarraban las bridas de los caballos de guerra, el parloteo de las historias que se cuentan tras cada batalla. Le dio una fuerte palmada a uno en el espaldar, le dijo algo obsceno a otro de sus lugartenientes, el soldado saboyano Paul di Conti; esbozó una amplia sonrisa al oír los gritos de aprobación, desmontó y subió la colina con el estruendo metálico de las musleras de acero al golpear los quijotes que le cubrían los muslos, rumbo a la tienda del cirujano.

—¡Philibert, tráeme ropa limpia! —le gritó al paje con el pelo a lo
garçon
que salió disparado hacia su pabellón—. Y envíame a Rickard, necesito quitarme la armadura. ¡Florian!

Un muchacho se apresuró aún más cuando Ash se agachó para entrar por la solapa que cerraba el pabellón del cirujano. La tienda redonda olía a sangre seca y vómitos, y a especias y hierbas en la zona aislada por una cortina que conformaba el alojamiento del cirujano. El serrín espeso cubría todo el suelo. La luz del sol relucía en tonos dorados al atravesar la lona blanca.

No estaba en absoluto atestada. Estaba prácticamente vacía.

—¿Qué? Ah, eres tú. —Un hombre alto, de constitución ligera, con un cabello rubio y mal cortado que le caía sobre los ojos, levantó la vista y esbozó una amplia sonrisa en medio de la cara sucia—. Mira esto. Un hombro sacado de su sitio. Fascinante.

—¿Cómo te encuentras, Ned? —Por el momento Ash hizo caso omiso del cirujano Florian de Lacey para prestarle atención al hombre herido.

Tenía el nombre a mano: Edward Aston, un veterano caballero, en principio refugiado de las guerras reales de los
rosbifs
[11]
y ahora mercenario confirmado. La armadura que le habían quitado y que ahora yacía repartida por la paja era compuesta, comprada nueva en diferentes momentos y tierras: coraza milanesa, brazales góticos alemanes. Estaba sentado con la luz del color del trigo en la cabeza, que ya clareaba, y un flequillo de pelo blanco, el jubón quitado de los hombros, unos cardenales cada vez más negros y las facciones contorsionadas por un dolor intenso y un asco aún mayor. La articulación del hombro tenía un aspecto pésimo.

—Malditos martillos de guerra, ¿que no? El cabronazo del borgoñés ese se me acercó por detrás cuando estaba terminando con su amigo. También le dio a mi caballo.

Ash revisó mentalmente la lanza inglesa de Sir Edward Aston. Había reclutado a su servicio a un ballestero, un arquero de arco largo bastante bien equipado, dos hombres de armas competentes, un sargento asquerosamente bueno y un paje borracho.

—Tu sargento, Wrattan, se ocupará de tu montura. Lo pondré a cargo del resto de la lanza. Tú descansa.

—Pero recibiré mi parte, ¿verdad?

—Sí, coño. —Ash contempló cómo Florian de Lacey rodeaba con las dos manos la muñeca del veterano.

—Ahora di, «
Cristus vincit, Cristus regnit, Cristus imperad»
. —Lo dirigió Florian.


Cristus vincit, Cristus regnit, Cristus imperad
—gruñó el hombre, la voz que utilizaba al aire libre era demasiado estrepitosa para los estrechos confines de la tienda—.
Pater et Filius et Spiritus Sanctus
.

—Aguanta. —Florian plantó una rodilla en las costillas de Edward Aston, tiró con todas sus fuerzas...

—¡Joder!

... y soltó.

—Ya está. Otra vez en su sitio.

—¿Por qué no me dijiste que iba a doler, so cabronazo?

—¿Quieres decir que no lo sabías? Cállate y déjame terminar el hechizo. —El rubio frunció el ceño, lo pensó durante un segundo y se agachó para murmurarle al caballero al oído—.
¡Mala, magubula, mala, magubula!

El anciano caballero gruñó y levantó las cejas blancas y tupidas. Asintió con presteza. Ash contempló los dedos largos y fuertes de Florian que vendaban con firmeza el hombro para inmovilizarlo de momento.

—No te preocupes, Ned —dijo Ash—. No te vas a perder mucha lucha. A Federico-nuestro-glorioso-líder le llevó diecisiete días hacer treinta y seis kilómetros desde Colonia hasta aquí; no es que esté lanzándose hacia la gloria, precisamente.

—¡Preferiría cobrar por no luchar! Soy un hombre viejo. Todavía me veréis en la tumba, joder.

—Joder, pues no —dijo Ash—. Te veré de vuelta en el caballo. En más ó menos...

—Más o menos una semana. —Florian se limpió las manos en el jubón, con lo que se manchó de tierra la lana roja, el encaje rojo y la camisa de lino blanca que llevaba debajo—. Eso es todo, salvo una fractura de brazo, lo que he arreglado antes de que llegaras. —El alto maestro cirujano frunció el ceño—. ¿Por qué no me traes ninguna herida interesante? ¿Y supongo que no te habrás molestado en recuperar ningún cadáver para anatomizarlo?

—No me pertenecían —dijo Ash con ademán grave y se las arregló para no reírse de la expresión de Florian.

El cirujano se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a estudiar las heridas fatales si no me traes ninguna?

Ned Aston murmuró por lo bajo algo así como «¡puto carroñero!».

—Tuvimos suerte. —Recalcó Ash—. Florian, ¿quién es el de la fractura de brazo?

—Bartolomey St. John. De la lanza flamenca de van Mander. Se curará.

—¿Ningún inválido permanente? ¿Ninguno muerto? ¿Ningún brote de la plaga? ¡El Cristo Verde me adora! —Ash daba gritos de alegría—. Ned, te mandaré a tu sargento para que te recoja.

—Me las arreglaré. Aún no estoy muerto. —El gran caballero inglés miró a Florian de Lacey, furioso y asqueado, mientras dejaba la tienda del cirujano, algo que al parecer le pasó desapercibido al anatomista-cirujano, como siempre desde que Ash lo conocía.

Ash se puso a hablar con Florian mientras contemplaba cómo se alejaba la espalda de Ned.

—Jamás te había oído utilizar ese hechizo para una herida de batalla.

—No... Se me olvidó el hechizo para las heridas incruentas. Ese era para farcioun.

—¿Farcioun?

—Es una enfermedad de los caballos
[12]
.

—¡Una enfermedad de...! —Ash se tragó un ataque de risa muy poco propio de un líder—. No importa. Florian, quiero salir de este equipo y quiero hablar contigo. Ahora.

Fuera, el sol batía el mundo como un martillo deslumbrante. El calor la asfixiaba dentro de la armadura. Entornó los ojos hasta llegar a la tienda de su pabellón y el estandarte del león azur fláccido en aquel mediodía sin aire.

Florian de Lacey le ofreció su botella de agua de cuero.

—¿Qué ha pasado?

No era muy frecuente en Florian, pero el odre esta vez sí contenía vino convenientemente aguado
[13]
. Ash se mojó la cabeza sin cuidarse de no derramarla por las placas de acero. Jadeó cuando le cayó encima el agua templada. Luego, mientras tragaba con ansia, dijo entre sorbo y sorbo:

—El Emperador. Lo he comprometido. Se acabó lo de quedarnos aquí sentados, insinuándoles a los borgoñones que Neuss es una ciudad libre y que Herman de Hesse es amigo nuestro así que, ¿tendrían la amabilidad de irse a casa? Guerra.

—¿Comprometido? Con Federico nunca se sabe. —Los rasgos de Florian, pálidos y finos bajo el polvo, hicieron un gesto de disgusto—. Se dice que estuviste a punto de acabar con el Duque borgoñón. ¿Es cierto eso?

—¡Coño que si estuve!

—Federico quizá lo apruebe.

—Y quizá no. Es política, no guerra. Oh, mierda, ¿quién sabe? — Ash se bebió lo que quedaba de agua. Mientras bajaba la botella, vio que su otro paje, Rickard, venía corriendo hacia ella desde la tienda de mando.

—¡Jefe! —El joven de catorce años se detuvo con un resbalón sobre la tierra seca—. Un mensaje. El emperador. Os quiere en su tienda. ¡Ahora!

—¿Dijo para qué?

—¡Eso es todo lo que me dijo el tipo, jefe!

Ash metió los guanteletes en el casco invertido y se colocó el casco bajo el brazo.

—Muy bien. Rickard, reúne mi lanza de mando. Rápido. Maese cirujano, vamos. No. —La joven se detuvo, los tacones de las botas le resbalaron sobre la espejada hierba estival—. Florian. Tú ve a cambiarte esa ropa.

Other books

Damned If I Do by Percival Everett
Girls Like Us by Rachel Lloyd
Hardy 11 - Suspect, The by John Lescroart
Sexual Persuasion by Sinclair, Maryn
War Bringer by Elaine Levine
The Secret Diary of Lizzie Bennet by Bernie Su, Kate Rorick
Rock-a-Bye Bones by Carolyn Haines