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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (28 page)

—¿«Talento» lo llamas? —El del clan se volvió hacia él, incorporado de forma tan abrupta que Masen pensó que se disponía a darle un golpe. Los ojos oscuros de Kael relucían como joyas—. Es una maldición. Desde que cumplí diez años tan sólo he sido capaz de sentir esa maldad. Ni alegría, ni amor, tan sólo la oscuridad que anida en el corazón de los hombres y el veneno que les corroe el alma. Desearía por todos los dioses que fuera diferente, pero no lo es, de modo que procuro sacar todo el provecho posible de ello. Yo no lo considero un talento.

—Perdóname. No quise ofenderte —dijo Masen.

El del clan se tumbó de nuevo y se cubrió con la manta. Cada miembro de su cuerpo respiraba tensión, como si tuviera que apretar hasta el último músculo por temor a salir volando. A pesar de tener los ojos cerrados recordaba a un felino a punto de abalanzarse sobre su presa.

—Sigue ahí afuera, gaeden —dijo Kael—. Tal vez a veinte millas de distancia, y viaja en dirección noreste. Nos serías de utilidad en la caza. Esta tierra está inquieta.

—Me temo que la vida me lleva por otro camino, amigo mío. Tengo un deber que cumplir.

—Todos tenemos el deber de librar al mundo de abominaciones como ésta. —Kael se encogió de hombros—. No importa. Si es necesario le daré caza yo solo.

—Entonces que el Señor del Viento te acompañe, Kael —murmuró Masen, dando palmadas en el hombro rígido del hombre del clan. Se puso en pie. De pronto se sentía agotado—. Que duermas bien.

16

EL MOVIMIENTO DEL CABALLO

A
penas un latido de corazón después de que sonara el golpe, la puerta que llevaba a la habitación de Gair se abrió con un estampido y golpeó contra la pared. Darin se hallaba en la entrada, con el tablero de ajedrez bajo el brazo, el otro extendido para contener la puerta cuando se cerrase de nuevo. Sus ojos oscuros centelleaban.

—No vas a creer lo que me ha pasado —anunció.

Gair cerró el libro que descansaba en su regazo y bajó los pies que tenía cruzados sobre el escritorio.

—Sorpréndeme.

Darin entró apresuradamente y dejó en la mesa el tablero de ajedrez, después de apartar a las bravas una pila de libros.

—Ha sido asombroso. —Continuó mientras Gair sacaba las piezas de la caja para desplegarlas sobre el tablero—. Era mi día libre y pensé que te gustaría acompañarme a pescar, pero fui incapaz de dar contigo y Renna había ido a Pensteir a visitar a su madre, de modo que bajé al mercado del puerto de Pensaeca y allí es donde encontré esto.

Extendió el brazo y abrió el puño con un gesto elaborado. Allí, en la palma manchada de tinta, apareció lo que parecía ser un diamante del tamaño de la uña del pulgar. Gair enarcó ambas cejas, sorprendido.

—¡Por la diosa!

—Vaya hermosura, ¿no te parece? —La sonrisa torcida de Darin casi le llegó a las orejas. Inclinó la mano y el pedrusco proyectó en la pared una miríada de colores brillantes.

—¿Cómo te has podido permitir eso con tu asignación?

Si acaso la sonrisa se hizo aún más pronunciada.

—Eso es lo mejor de todo. No me ha costado un céntimo.

—Por favor, ¡dime que no lo has robado!

—No, no, no he hecho nada malo. Me lo regalaron. Pero ¿qué te habías pensado?

—Es magnífico. Con eso podrías comprarte una baronía.

—Planeaba hacerme con un ducado. Uno pequeñito, nada que sea demasiado vulgar.

Darin inspeccionó la piedra en la palma de la mano. Proyectaba luz como un pedazo de sol.

—¿Quién te la dio? —quiso saber Gair—. Creo que no me lo has contado todo.

Su amigo no pareció prestar atención. Estaba totalmente cautivado por la piedra preciosa. Lentejuelas de azul, rojo y dorado le danzaban en el rostro.

—¿Darin? ¡Darin!

—¿Eh?

—Cuéntame el resto de la historia.

—Ah, lo siento, me había distraído.

—No me sorprende, con diez mil acres de tierra en la palma de tu mano. —Gair puso las piezas en el tablero mientras esperaba a que su amigo continuase, pero Darin había vuelto a dejarse cautivar por la piedra. Tamborileó en la superficie del escritorio—. Despierta y cuéntamelo.

—¿Cómo? Ah, sí, lo siento… No, no vale diez mil acres de terreno. Sólo es cristal.

—¿Cristal? ¿Estás seguro? Pues a mí me parece auténtico. —El pedrusco poseía el brillo y el fuego del diamante, pero Gair tan sólo podía guiarse por el recuerdo de los pendientes de su madrastra.

—Conocí a un tipo en la oficina del ensayador de Pensaeca. Él me lo dijo.

—¿La has ensayado?

—No, lo hizo él. Así fue como averiguó que era cristal.

—No te explicas precisamente como un libro abierto, Darin.

—Lo siento, disculpa, es que no acabo de creerlo. Es tan hermosa.

—A ti te ha dejado sin palabras, y yo que creía que eso sólo les pasaba a las muchachas de largas trenzas. ¿Podrías guardar esa cosa y contármelo todo, antes de que te retuerza el cuello como un trapo?

Con aire distraído, Darin hurgó en el bolsillo, de cuyo interior sacó una diminuta bolsita de color púrpura. Aflojó el cordel para abrirla, pero en lugar de guardar dentro la joya volvió a quedarse absorto mirándola. Gair lanzó un gruñido.

—De acuerdo, no te pongas cascarrabias. Tan sólo la estaba mirando.

—Darin, odio que me cuenten las cosas a medias, me saca de mis casillas que me dejen en ascuas. Solía quedarme despierto toda la noche porque no podía soportar la idea de cerrar el libro antes de haberlo terminado. Y ahora, por el amor de los santos…

Gair acercó la mano a la bolsita. En un abrir y cerrar de ojos Darin la apartó con un manotazo.

—¡Es mía!

Con ambas manos levantadas en un gesto conciliador, Gair se sentó en la silla. Darin metió la joya dentro de la bolsita, que cerró con el cordel. Luego se la guardó en el bolsillo.

—¿Piensas contarme cómo has dado con ese tesoro? —preguntó Gair.

La expresión de Darin se suavizó tan rápidamente como se le había agriado.

—Lo siento, Gair, no quería ser descortés. Estoy tan nervioso. Nunca me había sucedido nada parecido. Cuando mi hermano mayor se caía al río salía de él con un salmón en cada bolsillo. En cuanto a mí, si me caigo me voy al fondo.

—¿No sabes nadar?

—No, pero no me refería a eso. ¡Sabes perfectamente a qué me refiero! —Darin frunció el ceño y se llevó ambas manos a la cabeza—. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Estaba en el puerto de Pensaeca, cruzando el mercado, cuando vi a un tipo que salía de la oficina del ensayador. Esta bolsita de terciopelo se le cayó del bolsillo cuando se guardó el dinero. —La bolsita volvía a estar en su mano, y le dio vueltas y más vueltas, pendiente del dedo por el cordel—. Corrí tras él para devolvérsela. Me explicó que el ensayador le había contado que no era más que cristal, y que podía quedármela por lo honesto que había sido al devolvérsela. «Considéralo una recompensa por tu buen corazón», me dijo. ¿Crees que le gustará?

—¿A Renna? Es tu enamorada, no la mía.

—Pensaba guardármelo y engarzarlo en un anillo para regalárselo por Santa Winifrae. A las chicas les encantan las joyas, ¿verdad?

—Me he pasado diez años en una orden de clausura, Darin. Soy la última persona a quien deberías pedir consejo acerca de mujeres. —Gair esbozó una sonrisa—. Pero sí sé una cosa: si pones esa piedra en un anillo de oro se va a parecer mucho a un anillo de compromiso.

Darin contempló la bolsita mientras acariciaba el suave tejido.

—Después de todo llevamos un año saliendo juntos —dijo. Había en su expresión algo juvenil, esperanzado—. ¿Crees que diría que sí?

—Ve a preguntarle, y averígualo.

—¡Gair! —protestó el belisthano. Gair rió.

—Estoy seguro de que el gesto la emocionaría.

—¿De veras lo piensas?

—De verdad.

El belisthano devolvió la piedra al bolsillo, antes de sentarse finalmente y contemplar el tablero de ajedrez.

—¿Juego yo?

—Tú llevas las blancas.

La mano titubeó, suspendida sobre los peones. Darin se mordió el labio.

—De hecho, Gair, hay algo que quiero pedirte. ¿Serías mi padrino? Me refiero a si acepta mi proposición.

La sorpresa dio pie a una alegría sin igual, tanta que fue incapaz de contenerla. Gair le tendió la mano.

—Sería un honor.

—Podría pedírselo a mis hermanos, pero están lejos, en casa. Tú estás aquí, eres amigo mío y… bueno. —Darin se encogió de hombros, para después mover por fin el peón y levantar la vista hacia la mano que le tendía Gair y que aún no había estrechado—. Ah, ¿lo harás? ¡Gracias, muchas gracias! Pero prométeme estar atento por si me desmayo.

—Te lo prometo.

Gair le estrechó la mano. Que le pidieran hacer de padrino de boda era un honor, por no mencionar el hecho de que su amigo lo prefiriese antes que a un familiar. «Los amigos son la mejor familia», le había dicho Alderan en una ocasión. El gesto le provocó un dolor en el estómago que prefirió no alimentar. Tomó un peón e hizo su movimiento de apertura.

—¿No pensarás decirle nada a Renna? —preguntó Darin, que respondió al movimiento—. Quiero que sea una sorpresa.

—No pienso decir una palabra.

—Sabía que podía contar contigo para guardarme el secreto. Nunca olvidaré esto, Gair. Eres un amigo de verdad.

Darin llevó la mano al bolsillo de los calzones, donde palpó el bulto de la piedra, mientras su oponente enviaba al lector a la mitad del tablero, dispuesto a hacer un asalto arriesgado. Gair arrugó el entrecejo al ver la disposición de sus propias piezas, y se sentó dispuesto a mantener el tipo en lo que prometía ser otra partida reñida.

Había salido muy tarde. Ahora las puertas estaban cerradas y había empezado a llover, maldición. En un gesto de frustración, Darin descargó un manotazo en la madera embreada, retrocedió y apoyó la mano en las caderas. ¿Cómo se las apañaría para entrar? Ese viento tenía algo capaz de atravesarle la ropa húmeda, lo cual le hizo temblar. Si tuviera un poco de sentido común habría cogido el abrigo.

Podía quedarse ahí, mojándose cada minuto, o podía echar a andar por la muralla, a ver si encontraba otra manera de entrar. Entonces, ¿derecha o izquierda? Sería mejor hacerlo por la izquierda; podía encontrar un punto por el que escalar el muro que daba al jardín de la cocina, caer en la pila de abono para evitar hacerse daño y luego colarse en el interior del edificio. Tenía las botas embarradas, así que el abono no empeoraría demasiado la situación.

Además era culpa suya. No debió quedarse tanto rato. De algún modo siempre surgía otra cosa de la que hablar, y la conversación era tan cautivadora que perdió la noción del tiempo, ni siquiera oyó la campanada que daba la hora. Había pasado la Segunda y teóricamente hacía horas que tendría que estar durmiendo. A la mañana siguiente estaría agotado.

Maldita sea, la lluvia arreciaba. Darin tiró del cuello de la camisa para cubrirse con ella y echó a correr por el bosque que rodeaba el perímetro de la propiedad. Los árboles le proporcionaron algo de abrigo, pero también goterones que cayeron de las ramas sobre su cabeza. Empezó a sentir frío, y odiaba el frío. Por segunda vez pensó que tendría que haberse llevado el abrigo.

Por desgracia, el muro de la cocina era demasiado alto. Darin tuvo que saltar tres veces para lograr arañar con las uñas la parte alta, pero las manos le resbalaron por la piedra húmeda y se las lastimó al caer. Se lamió la sangre que se había hecho. No podía trepar por el muro de la cocina. ¿Qué otra cosa podía intentar? Claro. La puerta del leproso, tras la capilla, donde habían metido a los desdichados, lejos de la vista del resto de la congregación. Según las leyes de la Iglesia, no podía cerrarse la puerta de los leprosos, excepto en situaciones de emergencia, puesto que no podía negarse la bendición de Eador, ni siquiera a aquellos miembros del rebaño más pestilentes y dignos de lástima.

Algo más esperanzado, Darin anduvo a paso vivo en plena oscuridad hasta la capilla que se encontraba en la parte este, donde recorrió con los dedos la pared que se alzaba a su lado para evitar adentrarse demasiado en el bosque. La lluvia caía con fuerza para cuando vio las ventanas de la capilla, oscuras excepto por el fulgor que desprendía la lámpara del santuario, y allí estaba la puerta, de madera, carente de adornos, apenas más alta que sus hombros. Tanteó el contorno en busca del pestillo. Nada. El nerviosismo le aceleró los dedos, volvió a intentarlo, tanteando desde las bisagras hasta la hierba húmeda que crecía al pie de la puerta, pero no dio con el pestillo. ¿Cómo se suponía que iba a entrar?

El corazón de Darin empezó a golpearle con fuerza en el pecho, haciendo de contrapunto a la fría lluvia que tamborileaba en su cabeza y le resbalaba por la nuca. ¿Cómo abriría esa puerta? Si golpeaba largo y tendido, el padre Verenas tal vez lo oyera y si se sentía caritativo, quizá se levantara de la cama para averiguar a qué se debía el ruido. Sin embargo, eso supondría revelar su presencia ahí fuera, bajo la lluvia, a esa hora, debido a su incapacidad de despedirse de su nuevo amigo. Eso no le haría ningún bien. Tenía que haber un pestillo o algo. De otro modo, ¿cómo se las apañaban los leprosos para acudir en busca de su absolución?

Ajá. Los leprosos. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? Darin repasó de un lado a otro la madera renegrida, confiando en el tacto en lugar de hacerlo en la vista. Quizá los leprosos no tuvieran dedos, así que un pestillo convencional no les serviría de gran cosa. Tenía que tratarse de un mecanismo muy simple que pudiera accionarse sin que fuera necesaria mucha destreza. Tocó algo que se apartó de él y que atrapó al volver. Un mecanismo que pudiera manejarse aun en el caso de no tener extremidades. Que, en último término, bastara con los dientes para poder accionar.

Darin tiró de la cuerda y oyó el ruido seco del pestillo de madera en el interior. Luego apoyó el hombro en la puerta y la abrió. Mantenían bien engrasadas las bisagras para que no hiciesen más ruido que el susurro de la lluvia al caer en el patio. La cerró al entrar, colocando el pestillo en su lugar, y luego se fue a la cama con su propósito en mente, un estallido de luz y de color, como fuegos artificiales.

A dos días al sur de Flota se puso a llover. Para cuando Masen transbordó en Mesarilda, llevaba una semana entera sin ver un solo claro en las nubes, y el Gran Río poseía una turbia tonalidad parda debido a la crecida de las aguas. Yelda aparecía y desaparecía a través de una serie de relucientes velos plateados que barrían el húmedo paisaje de cielos bajos. Más al sur, el río superaba las orillas e inundaba los campos y los pastos a ambos lados. El ganado se arracimaba con el agua hasta las rodillas. Los árboles desarraigados eran arrastrados con fuerza por la corriente, obligando al lugre a tomar rizos a las velas y reducir la andadura por temor a abordarlos. En los pueblos, Masen vio a más de una familia rescatada en la ventana de la segunda planta por vecinos embarcados en botes.

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