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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (36 page)

—¿Cómo andas de conocimientos de historia, hijo mío? ¿Sabrías decirme quién era preceptor de nuestra orden al finalizar las guerras de la Fundación?

—El preceptor Malthus —respondió en seguida Alquist—. Él lideró nuestro ejército en la victoria en el Desfiladero de Riannen.

—En efecto, buen trabajo. —«Al menos en cuanto a repetir como un loro lo que te enseñaron en el noviciado», pensó—. Espléndido, Alquist, pero anochece y sin duda estarás cansado. Tengo una cosa más que encargarte, si eres tan amable. ¿Ves este libro? ¿Hay otros escritos por la misma mano?

—No estoy seguro, mi señor. Tal vez sí, en el estante contiguo.

—¿Podrías traérmelos, por favor? Después puedes retirarte.

—Lo haré tan pronto como pueda, mi señor.

—Ah, no hay prisa. Tómate tu tiempo. Yo tengo aquí lectura de sobras.

21

VIENTOS DEL NORTE

E
l otoño se abatió llegado del norte, enojado, revuelto. Las ventiscas azotaron Penglas con lluvias que sacudieron los marcos de las ventanas de la casa capitular, y que emitieron sus escalofriantes gritos de frustración en los huecos de las chimeneas. Gair no había volado en tres días y ya se sentía encerrado entre cuatro paredes. El viento había hecho que Aysha se volviera intranquila como un oso enjaulado.

Miró la taza de té que tenía en las manos. Buena porcelana de las islas, delicada, hecha de un material translúcido como la espuma de mar, mucho más frágil que las quebradizas tazas de cerámica del refectorio a las que se había acostumbrado. Más por tanto que lamentar; si hubiera sido una de ésas, su compañera no estaría hecha añicos en el hogar de la chimenea, adonde Aysha la había arrojado hacía unos instantes.

Estaba tumbada en el sofá, con los pies en alto y los tacones de las botas mordiendo sin cuidado el damasquillo marfileño que lo tapizaba, mientras ella se arrancaba un padrastro. No era la primera vez que el tiempo atmosférico les impedía salir. En esos ratos siempre habían disfrutado de la conversación o el debate, pero había llegado un punto en que los vientos del norte les raspaban los nervios como una escofina. La loza se estaba llevando la peor parte.

—¿Te apetece más té? —aventuró él.

Una mirada ceñuda.

—No.

Su humor siempre empeoraba con el mal tiempo. Se volvía irritable e intranquila como un caballo que ha permanecido más de la cuenta en el establo, y Gair no daba con el modo de tranquilizarla. En la casa materna había un patio cubierto con suelo de turba donde sacar a los caballos cuando no era posible llevarlos al exterior, y todos a excepción de los más briosos agradecían que los almohazaran y les dieran de comer después. Pero por alguna razón no pensaba que un cuenco de salvado pudiera tener efectos similares en ella.

Arrodillado ante el hogar, llenó la taza de la tetera que mantenían caliente junto al fuego y se sentó de nuevo en su sofá. Al probar la bebida pensó que necesitaba endulzarla, pero para alcanzar la alacena situada sobre el escritorio de Aysha, donde guardaba la vasija de la miel, tendría que pasar por donde se sentaba ella, y ya le había regañado a gritos por hacer tanto ruido en el suelo de madera con las malditas botas, tal como las llamó. Por tanto, se resignó a la amargura de la ardiente infusión y, no por primera vez, se preguntó por qué no la dejaba a solas con su malhumor.

Pero sabía el porqué, aunque había sido necesaria aquella jornada en la montaña para que finalmente fuese capaz de reconocerlo. Había un motivo para que sintiese que todo se le revolvía dentro siempre que ella lo miraba, una explicación que justificara por qué consideraba tan elegante el menor de sus movimientos, por qué apenas podía concentrarse en sus palabras, distraído por los gestos que hacía con las manos mientras le hablaba.

Tendría que alejarse de ella. Pretextar cualquier excusa y rechazar las invitaciones de Aysha para visitarla fuera de horas de clase. Formaba parte del consejo de maestros, él no era más que un simple estudiante, y había ciertas reglas en la casa capitular. No había nada que pudiera hacer para cambiarlo, tan sólo le quedaba aceptarlo. Pero que la santa madre lo perdonara: era incapaz de negarle nada a Aysha. Por tanto siguió donde estaba, intentando fingir que nada había cambiado, aunque no volvería a ser lo mismo desde que aquel primer beso le había devuelto la claridad al mundo.

—A este paso voy a quedarme sin uñas —masculló Aysha.

Dobló los brazos sobre el pecho y hundió las manos bajo las axilas para mantenerlas alejadas de los dientes. El gesto únicamente sirvió para tensarle la tela de la blusa a la altura de los senos, lo que le acentuó las curvas. Gair tuvo que agachar la vista antes de que ella reparase en su mirada, aunque luego fue necesario clavarla en la alfombra porque había recalado en los calzones de piel de topo. La alfombra, por tanto, demostró ser el único lugar seguro.

«¡Recuerda que es tu maestra!», se dijo con tesón. Todo eso estaba muy bien, pero al besarlo ella no había actuado precisamente como su maestra, ¿verdad? Sin pensar, tomó un largo sorbo de té, tan amargo que estuvo a punto de atragantarse.

«Sólo fue un beso, y de eso hace más de una semana.»

«No es que estés contando los días.»

«No tuvo importancia.»

«Por eso no puedes dejar de pensar en ello, ¿eh?»

No tenía ningún sentido discutir consigo mismo al respecto. Por mucho que lo intentara, siempre eran los mismos argumentos. Tenía bajo la piel a Aysha, igual que una espina clavada, y lo único que podía hacer era aguantarse el escozor hasta que lograra librarse de él. A diario renovaba su decisión, pero a diario ella clavaba en él su tormentosa mirada y él se tambaleaba como un castillo de arena atravesado por la pleamar.

—Tendrías que irte —dijo ella, al cabo.

—Si eso es lo que quieres…

Ella apartó la vista.

—No soy buena compañía para gente civilizada, leahno. Si te quedas soy capaz de pagarlo contigo en lugar de hacerlo con la loza.

—No me vendría mal practicar un poco el tejido de escudos. Con ésta es la tercera clase que me salto.

Sus ojos azules relampaguearon y por un instante creyó haber dicho la palabra equivocada. Entonces los labios de ella se curvaron en una sonrisa, fue sólo una fracción de segundo, pero bastó para que sacudiera la cabeza en un gesto de desaprobación. Se llevó las manos crispadas a las sienes y lanzó un gruñido de frustración.

—Arg, ¿cómo te las arreglas para aguantarme? Estoy fuera de mí. —Reclinó la cabeza en el respaldo, se pasó las manos por la cara y suspiró—. Ve, anda, ve. Me sentiré mejor si duermo un poco. Un baño caliente me sentará bien, y si no es así recurriré a una botella de brandy.

—¿Estás segura?

Aysha cabeceó en sentido afirmativo. Gair dejó la taza en la repisa de la chimenea. Afuera el viento gimió al atravesar la ventana y la corriente sacudió las cortinas. Aysha se rebulló inquieta en el sofá.

—¿No hay nada que pueda hacer?

—Te pediría que me enjabonaras la espalda, pero es muy probable que acabe ahogándote en la bañera. Estoy segura de que encontrarás algo más interesante a lo que dedicarte, antes que hacer compañía a una vieja bruja como yo. —Lanzó una mirada fugaz en dirección a la puerta—. Vete. Estaré bien.

Ya en el corredor, una vez hubo cerrado la puerta a su espalda, tuvo que apoyarse en la pared y cerrar los ojos. Aysha en el baño. ¿Lo habría dicho en serio? Eso creía, que la madre se apiadara de él. Las imágenes cruzaron por su mente sin que pudiera evitarlo. La luz de las velas. El agua que perlaba la piel morena de ella. Por los santos, una esponja cubierta de espuma en la mano, una esponja con la que le enjabonaba la espalda, trazando lentos círculos. Apoyó la nuca en la piedra. Y todo lo que tenía que hacer era volver a sus habitaciones y decir que estaba dispuesto a acabar ahogado. Santa diosa. Pero si era su maestra.

Si hubiera pensado que con eso se ganaría la absolución, habría ido derecho al confesionario para exponer sus pensamientos impuros al oído imparcial del lector. Hubiera aceptado la penitencia y la habría cumplido con rigor, satisfecho. Sin embargo, era consciente de que eso no iba a detenerlos. En su corazón, en lo más profundo de la noche, no quería detenerlos, aunque esos pensamientos le hicieran hervir la sangre en las venas. Entonces, ¿por qué no regresar? ¿Por qué apartarse a sí mismo de la pared y dirigirse a la escalera, intentando convencerse de que aquello era lo correcto?

Se hallaba a medio camino del tercer tramo de escaleras sin estar más cerca de una respuesta, cuando una voz conocida lo llamó por su nombre. Al darse la vuelta vio a Alderan en el corredor, cerrando la puerta de su despacho.

—Me preguntaba dónde andarías —dijo el anciano—. No te veo mucho por aquí últimamente. ¿Todo bien?

—Sí, gracias. ¿Qué tal tú?

El viento arrastraba la lluvia que repiqueteaba como gravilla en los cristales de las ventanas.

—Ah, bastante bien —respondió Alderan—. Estaría mejor si el ambiente no fuese tan húmedo. Me hace trizas las rodillas. —Se cogió las manos a la espalda e hizo un gesto con la cabeza para señalar el corredor que conducía al ala de los maestros—. Acompáñame un rato. Hace tiempo que no charlamos. ¿Has cenado ya?

Gair se situó a su lado, preguntándose adónde los llevaría aquella conversación. Tenía un presentimiento y, sin ningún fundamento racional, le puso los pelos de punta.

—Aún no. No tengo hambre.

«Tienes hambre, pero no de la que se satisface con comida», le apuntó la conciencia con una punzada de culpabilidad. Alderan arrugó el entrecejo, preocupado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Das la impresión de haber sufrido un cólico.

«¿Tan transparente soy?»

—Sí, estoy bien.

—Tómate un vaso de leche caliente con miel, para que te asiente el estómago.

Giraron a la derecha, encararon el corredor principal, y luego doblaron a la izquierda en dirección al refectorio. Grupos de estudiantes pasaron por su lado, y también algún que otro maestro. Alderan los saludó a todos con una inclinación de cabeza o una palabra, antes de dirigirse a él con su habitual tono simpático:

—Doy por sentado que las lecciones con Aysha van viento en popa.

—Me queda mucho por aprender.

—¿Lo bastante para justificar las clases que te has saltado con los demás profesores? —Alderan abrió la puerta del refectorio y se detuvo bajo el dintel. Su expresión era grave, la mirada firme—. Me temo que esperaba mucho más de ti, Gair. Pensé que serías un estudiante mucho más… disciplinado.

—Cubrimos mucho terreno. A veces el tiempo pasa sin que nos demos cuenta.

—Estoy seguro.

—¿De qué querías hablarme, Alderan?

—De ti, en resumen.

Gair pestañeó, sorprendido. No era eso lo que esperaba.

—¿Sabes? —continuó el anciano—. Tienes un talento prodigioso. Uno de los mejores que he visto. Si escoges no desarrollarlo, bueno, estás en tu derecho y es tu decisión, pero si me permites darte mi opinión creo que sería un desperdicio terrible.

—Y crees que lo estoy desaprovechando al ahondar en el conocimiento del cambio de forma.

—Me preocupa que puedas estar volcando tu energía en un aspecto de tu don, en detrimento del resto. Y no quiero perderte.

—¿Qué quieres decir?

—Aysha te habrá advertido, supongo. Acerca de profundizar demasiado en el cambio de forma, en que debes evitar permanecer en otro cuerpo más de la cuenta. Me habló de ello en una ocasión, no mucho después de su llegada a este lugar. Hizo que la sangre se me helara en las venas. Por lo visto, puedes adquirir demasiado del animal cuya forma has tomado prestada y olvidar el camino de vuelta. Sigues escuchando el canto, lo que pasa es que pierdes la capacidad de hacer uso de él. Si yo estuviera en tu piel eso me tendría asustado.

—Me explicó claramente los riesgos —dijo Gair, cauteloso.

De hecho, Aysha no hizo mucho hincapié en ellos, aduciendo que era necesario entregarse de lleno a una forma a fin de comprenderla y convertirse en el animal. Gair siempre se había mostrado más cauto, nunca permitió que el afán de cazar lo poseyera.

Alderan se mordió los labios.

—Sería una auténtica pena perderte, Gair. Podrías convertirte en un factor muy importante para la orden. Godril te tiene muy bien considerado, y todo el mundo sabe lo difícil que es impresionarlo.

Gair se encaró con él con los brazos en jarras.

—¿Exactamente qué te propones decirme con eso, Alderan? Si crees que paso demasiado tiempo con Aysha, por favor, adelante, dilo. No soy un crío, no tienes que andarte con tantos rodeos por temor a espantarme.

Una sonrisa de tristeza frunció la barba del anciano.

—No era eso lo que pretendía, muchacho —dijo, amable, antes de pellizcar el hombro de Gair y darle una palmada en la espalda—. Sólo me preocupo por tus ausencias, nada más. Aún tenemos algunas cosas que enseñarte que podrían serte de utilidad llegado el momento. Buenas noches.

Así las cosas, el anciano se adentró con paso lento en el refectorio. Gair lo vio alejarse con la sensación de haber discutido consigo mismo. Tal vez también le estaba afectando el viento del norte.

El
Estrella matutina
había tenido el viento en contra buena parte del viaje. Había pasado una semana bregando con una tormenta proveniente del oeste que roló a nordeste, dando bordadas durante ochocientas millas para cubrir un trecho de mar que no superaba el centenar. Cada manga, cada yarda, se la habían ganado a mares contrarios, y la nave elfa había pagado un alto precio por ello. Sus líneas esbeltas habían perdido la pintura y dejaban al descubierto la madera, y habían dejado atrás una de las velas. El patrón apoyó las manos en la empuñadura de los cuchillos que ceñía en la cintura, y desnudó la dentadura ante Masen.

—Suerte tienes de que llevásemos este rumbo, guardián —dijo—, ¡o jamás podría perdonártelo!

Masen extendió las palmas de las manos a modo de disculpa, lanzó un juramento y tuvo que asir con fuerza el pasamano cuando el siguiente cabeceo estuvo a punto de arrojarlo al tablonaje. El elfo marino capeó el brusco movimiento con la agilidad de un bailarín, flexionando las piernas para acompasar el cuerpo al fuerte vaivén.

—Te lo agradezco, K’shaa, más de lo que puedo expresar con palabras.

—Tal vez sea necesario algo más que tu gratitud para aplacar a la dama. —K’shaa inclinó la cabeza en dirección a la popa, donde se hallaba de pie la cantora del barco, que gobernaba la rueda del timón. El largo cabello revoloteaba en torno a su rostro—. Mucho me temo que aún no me ha perdonado que impusiera mi decisión a la suya y te permitiera subir a bordo.

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