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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Humor, Policíaco

Betibú (28 page)

CAPÍTULO 25

A las once de la mañana, el remís del diario pasa a buscar a Nurit Iscar por La Maravillosa. La noche anterior ella le había pedido que llegara más temprano, pero el hombre le recordó que vivía en Lanús y que desde allá «se hace pesado llegar». Nurit se quedó pensando en el adjetivo que modifica al verbo: pesado llegar; se preguntó si por ser un verbo debería decirse: llegar pesadamente; o dejarlo así pero agregar un artículo: se hace pesado «el» llegar. No se decide. Mientras ella se pierde en vanas disquisiciones acerca del uso del lenguaje —cuando está nerviosa, desde chica, se concentra en el uso de las palabras para sacarse de la cabeza lo que la perturba—, el remisero insiste con lo suyo: ¿Usted sabe lo que es la avenida Pavón a esa hora? Y ella no sabe lo que es, pero se lo imagina. En realidad, a Nurit nada la apura, sólo la propia ansiedad y el temor de que el pibe de Policiales llame reclamando la tarjeta de Gandolfini que le dejó Jaime Brena y que él nunca se llevó. Le pidió a Anabella que viniera otra vez unas horas y dejara la casa impecable; le había dicho que sólo trabajaría el fin de semana pero se imagina que ella, Betibú, no estará mucho más tiempo en La Maravillosa y antes de irse quiere que todo quede en el estado en que lo encontró. Mejor aún que como lo encontró. Lleva su celular en la cartera por alguna emergencia, pero lo tiene apagado: prefiere que Jaime Brena o el pibe no la encuentren; si no, intentarán detenerla como hizo Nurit Iscar con ellos.

Frente a la barrera, el remisero devuelve la tarjeta que le dieron al entrar, luego un guardia le revisa el baúl —«¿me permite el baúl?»— y salen. Salir siempre es más fácil que entrar, dice el hombre. Y Nurit otra vez se queda pensando en algo tan abstracto como una frase, una oración de siete palabras, y se pregunta si ése no es un buen título de su próximo informe desde La Maravillosa, tal vez del último informe de Nurit Iscar: «Salir siempre es más fácil que entrar».

En el momento en que el auto atraviesa la barrera de La Maravillosa rumbo al encuentro con Gandolfini, el pibe de Policiales está por dejar su casa para ir al diario. Le preocupa que su relación con Jaime Brena se haya resentido, pero tenía que pararlo como fuera. Tal vez debería haberlo hecho de otro modo, explicarle mejor las razones sin recurrir a golpes bajos, sobre todo sin mencionar su alejamiento de la sección Policiales de la que, hoy el pibe lo sabe, Jaime Brena nunca debería haberse ido. Pero ayer decir eso, decir: «No, no es tu trabajo, ahora es el mío, vos no estás más en Policiales», fue todo lo que se le ocurrió. Ahora, cuando ya es tarde, se le ocurren muchas otras frases mejores que ésa. Incluso podría haberle ofrecido ir a ver a Gandolfini juntos. Se asustó, sintió que Jaime Brena iba directo a una zona de alto riesgo. Tenía que ser contundente. Pero —y eso es lo que no se perdona— sabe que, además de contundente, fue cruel.

Cuando el remís que lleva a Nurit Iscar pasa por el peaje, el pibe se sube a un taxi y Jaime Brena sale de su casa con la decisión tomada de ir caminando hasta el diario. Son veinte cuadras y su estado físico no es el mejor, pero hoy quiere caminar. Necesita caminar. Pensar. En la primera esquina en que lo detiene un semáforo, tiene que compartir cordón con un paseador de perros. Y con su atado de animales: un manojo de correas y ladridos. Eso sí que no haría, tener un perro para que lo saque a pasear otro, metido en medio de una jauría inevitablemente resentida con sus dueños. Él, Jaime Brena, quiere el perro para eso, para sacarlo a pasear con una correa. Y para llevarlo a una plaza, y para que le mueva la cola cuando llega a su casa. Es la máxima compañía que podría soportar viviendo con él, cree. Poco a poco se fue trasformando en un hombre solitario, en eso piensa Jaime Brena mientras observa a un dálmata que lo mira con la cabeza ladeada moviendo la cola en gesto amistoso. Se reconoce solitario aun desde antes de separarse de Irina. La soledad es un estado interior que puede practicarse, incluso, estando con otra gente, cree. Claro que esa otra gente, si no es un solitario como uno, se termina hartando. Como se hartó Irina. Y cree también que es eso, la soledad, lo que paradójicamente lo une con algunas personas. La soledad que une. O que junta. Una cofradía de solitarios. Con Karina Vives, por ejemplo. Con el pibe de Policiales, aunque hoy no quiera ni verlo. Con Nurit Iscar. Nurit Iscar, él apuesta, es una mujer solitaria aunque esté rodeada de amigas. Una solitaria hasta la médula, se le nota. Tanto como se le nota a él. Ser un solitario es algo constitutivo, una forma de ser, algo que no suele cambiar con el paso del tiempo ni con que se llene la casa de gente. Si él y Nurit Iscar algún día tuvieran algo, si armaran algún tipo de pareja, igual seguirían siendo dos solitarios. Felices, tal vez, bien acompañados, acariciados el uno por el otro, con buen sexo, pero dos solitarios. Y no le suena mal, casi cree que ése podría ser el modelo de pareja que él necesita: compartir lo que le queda de vida junto a una mujer tan solitaria como él. Sólo un solitario es capaz de estar al lado de otro sin sentir la necesidad, la obligación y el derecho, de poseerlo ni de cambiarlo. ¿Y de dónde salió esto de pensar en Nurit Iscar de ese modo? Mejor vuelvo al perro, se dice. Y eso hace.

La oficina de Gandolfini está en una torre en Catalinas, sobre Leandro N. Alem, una de las varias que se levantan al costado del hotel Sheraton. Para no dar tanta vuelta, el remisero deja a Nurit en la mano contraria y le indica que ahí la esperará, pero que si cuando sale no lo ve es porque alguien le pidió que se corriera y entonces él se fue a dar una vuelta a la manzana. O a varias manzanas porque en la zona hay muchas calles peatonales ahora, ¿vio?, cualquier cosa me llama al celular, dice el hombre. Cualquier cosa lo llamo, dice ella. Nurit Iscar cruza la avenida y el viento casi la voltea. No había notado que el día fuera tan ventoso. Tal vez no lo era. Siempre le llamó la atención lo fuerte que sopla el viento en esa zona de Buenos Aires, y no está segura de que la cercanía del río sea el único motivo de ese fenómeno climático. Se acuerda de una amiga de Paula Sibona, una actriz que desde hace tiempo vive en España, que cuando estaba deprimida se ponía pollera acampanada, se paraba en Leandro Alem y Córdoba y esperaba que el viento produjera en su falda un efecto Marilyn Monroe que los transeúntes ocasionales agradecían y a ella le levantaba el ánimo. A Betibú, con su pantalón negro y su camisa blanca, el viento sólo le bate los rulos que ella cada tanto acomoda en un gesto reflejo e inútil.

El edificio de Gandolfini es todo de vidrio polarizado. Negro, si uno lo mira desde afuera. Tiene tanta seguridad como La Maravillosa. Apenas uno pasa la puerta giratoria, lo detiene alguno de los guardias que están sentados detrás de un largo escritorio y que piden nombre, documento, y el piso y oficina que el ingresante quiere visitar. Cuando es su turno, Nurit dice que no se acuerda del piso pero que va a ver al señor Gandolfini. Piso 17 le responde el guardia y pregunta: ¿Tiene cita? Sí, claro, miente ella. El hombre anota sus datos en una planilla y le entrega una tarjeta de visita; a Nurit le extraña que esa parte del control sea tan fácil de vulnerar, apenas hace falta una tonta mentira: Sí, tengo cita. Y a lo mejor también una cara, un color de piel, cierta ropa, el hecho de ser mujer. El documento hay que dejarlo en custodia hasta salir del edificio y devolver la tarjeta, le indica el hombre de seguridad. Y aunque a Nurit no le hace gracia que alguien retenga su documento, se lo entrega. Antes de pasar por un molinete, ella todavía debe mostrar el bolso —como las empleadas domésticas en La Maravillosa, aunque en este caso el miedo es otro—, pasar por un detector de metales, y luego apoyar la tarjeta de visita en un lector. La identidad de todos nosotros se redujo a una cantidad variable de tarjetas para distintos usos, piensa. Se siente en una película norteamericana entrando en la CIA o en la serie 24 entrando en el edificio donde trabaja Jack Bauer. Parece mucho. En especial, si uno toma conciencia de que todo esto es para proteger, entre otros —como ella, el pibe de Policiales y Jaime Brena sospechan—, a un asesino. Alguien que paga para que asesinen gente a medida. Como quien contrata un sastre. Un sastre de la muerte, piensa y se pregunta si ése podría ser un buen título para una próxima novela: «El sastre de la muerte», de Nurit Iscar. O «Muerte a medida». O «Muerte XXI». ¿Está pensando ella en una próxima novela? Se para delante del ascensor y cuando la puerta se abre sube en medio de un grupo compuesto por hombres de traje impecable, mujeres con ropa de oficina y tacos altos —de esos que ella hace años que ya no usa—, un cadete con el casco de su moto colgando de un brazo y sobres de distintos tamaños debajo del otro, y una mujer que lleva de la mano a un niño que le pregunta: ¿Acá trabaja papi? Nurit baja en el 17 y busca alguna secretaria. La encuentra detrás de una puerta de vidrio esmerilado que dice en letras blancas, talladas y difíciles de percibir: RG Business Developers. Se presenta a la chica: Mi nombre es Nurit Iscar, soy escritora, y vengo a entrevistar al señor Roberto Gandolfini por un libro de crónicas que estoy haciendo. La secretaria mira su agenda: No tengo marcada una cita con usted, ¿me repite su nombre por favor? Nurit Iscar, así como suena; qué raro, me dijeron en la editorial que estaba todo acordado. ¿Qué editorial?, conmigo no habló nadie. A lo mejor hablaron directamente con el señor Gandolfini y él se olvidó de avisarle. No creo, él siempre me avisa. Bueno, si es tan amable, consúltele si me puede atender aunque no esté la cita agendada. Me parece que no va a ser posible, el señor Gandolfini tiene el día muy cargado. ¿Lo podría intentar? La mujer duda. ¿Lo podría intentar, por favor?, insiste ella. Nurit Iscar me dijo, ¿no?, pregunta la secretaria. Sí, contesta, y dígale que me dio sus datos el señor Luis Collazo, no se olvide de eso, de mencionar a Luis Collazo. La mujer habla por teléfono con su jefe y sobre el final de la charla repite: Sí, sí, Luis Collazo. La mujer corta, la va a atender en quince minutos, espere en los sillones de recepción que en cuanto termine una reunión la hace pasar. Okey, dice Nurit Iscar, y se le fruncen las piernas. Si algo quiere, es estar ahí en ese momento. Y si algo no quiere, es exactamente lo mismo. Piensa en Jaime Brena y en el pibe de Policiales, en lo que le van a decir cuando se enteren de que estuvo allí. Se imagina el reto. En la mesa ratona que está delante de los sillones hay una Newsweek, la revista de un diario dominical de dos meses de antigüedad y el anuario de una cámara empresarial argentina. Ella cierra los ojos y espera.

En el momento en que Nurit Iscar cierra los ojos, Jaime Brena entra transpirado y con poco aire a la redacción de
El Tribuno
. El pibe de Policiales, que lo ve llegar, sigue atento sus movimientos tratando de decodificar si todavía está enojado con él. Brena saluda en general y se sienta en su escritorio. Sigue enojado, piensa el pibe. Jaime Brena se acomoda en su silla, se frota la cara, relaja un poco el cuello mientras enciende la computadora. En la pantalla lo está esperando el cable para su siguiente nota: El estudio de un centro médico de Lyon, Francia, que revela que los alérgicos a la penicilina tienen 64% más probabilidades de divorciarse antes de los cuarenta años que quienes no lo son. ¿Puede de verdad alguien haberse tomado el trabajo de estudiar la relación entre la penicilina y el divorcio antes de los cuarenta años? Lo lee una vez, dos veces, tres veces. Y luego apaga la computadora, saca del cajón los papeles para el retiro voluntario y los empieza a completar. El pibe de Policiales se acerca a su escritorio. Jaime Brena da vuelta los formularios para que no vea lo que está haciendo. ¿Tenés un minuto?, le pregunta el pibe. Jaime Brena lo mira pero no dice nada; el pibe sí, dice: Perdón. Jaime Brena sigue sin contestar. Perdón, vuelve a decir, me dio miedo que fueras a ver a Gandolfini sin evaluar los riesgos y me pareció que era la única manera de pararte. Okey, dice Jaime Brena, ¿algo más? El «algo más» de Brena lo deja cortado, pero el pibe hace un esfuerzo y sigue: Sí, algo más, ¿te acordás de la pregunta que me hiciste la primera vez que empezaste a instruirme sobre periodismo policial? No, dice Jaime Brena, te hice muchas preguntas, no tengo idea de cuál fue la primera. La más importante, me preguntaste a quién me quería parecer, cuál era mi modelo, pero yo todavía no sabía. No me acordaba, le responde Brena. Bueno, ahora sé, dice el pibe y espera que él le pregunte quién es ése al que quiere parecerse. Pero Brena no lo hace. Entonces lo dice sin que llegue la pregunta: A vos me quiero parecer, a Jaime Brena. Brena se lo queda mirando sin otro gesto que un imperceptible temblor en el labio inferior, como un latido involuntario; si el pibe lo conociera más, sabría que si a Jaime Brena le late así el labio inferior es porque lo que dijo acaba de clavársele en un lugar del cuerpo, no sabemos cuál, pero allí donde él todavía siente. ¿Vamos a ver juntos a Gandolfini?, dice el pibe. ¿Cómo? Que vayamos juntos, me parece una manera de bajar el riesgo, y en definitiva no podemos dejar este tema abierto por cagones, nos cuidamos entre los dos. ¿Vamos? Jaime Brena, como si fuera un día más de trabajo, como si no hubiera existido su enojo de ayer, ni los formularios del retiro voluntario a medio completar, ni la declaración de admiración del pibe de hoy, le pregunta: ¿Dónde es?, ¿te fijaste en la tarjeta que te di? El pibe maldice: La dejé en la casa de Nurit, qué tonto. Llamala y decile que te pase los datos, sugiere Brena. El pibe lo hace: Apagado, dice. ¿Para qué tiene celular esta mujer?, se pregunta Brena, como si él no fuera tan difícil de ubicar en un teléfono móvil como ella, y luego dice: Llamá a la casa. No tengo el número, voy a pedírselo a la secretaria de Rinaldi. Eso hace el pibe y vuelve al rato por el pasillo hablando con Anabella. La señora se fue, le dice la mujer, la vino a buscar el remís, ¿por qué no la llama al celular? Lo tiene apagado, ¿no sabés a dónde iba? Dijo que tenía que ver a alguien en la capital, creo. El pibe se acaricia la quijada varias veces y luego se queda con la mano abierta sobre la boca mientras niega con la cabeza, como si no quisiera sospechar que Nurit está donde está. Haceme un favor, Anabella, fijate si sobre la mesa del living la señora dejó una tarjeta que me olvidé ayer, la tarjeta de un tal Roberto Gandolfini. La mujer va a ver y cuando vuelve al teléfono le confirma su sospecha: sobre la mesa del living no hay nada. Gracias, dice el pibe, corta y va al escritorio de Jaime Brena. Nurit Iscar está yendo hacia la oficina de Gandolfini, si es que todavía no llegó. Qué mujer tremenda, se queja Brena, ¿hablaste con ella? No, pero por lo que me dijo la empleada, me juego que fue para ahí; está loca, dice el pibe. Igual de loca que nosotros, aclara Brena, pero más viva, ella lo logró. Y más allá de la admiración que le provoca esa mujer, confiesa su temor: Tenemos que alcanzarla, no me gusta pensar en lo que se puede llegar a meter. Buscá en Internet a ver si aparece la dirección de la empresa de Gandolfini, le pide Brena. Ya lo hice, contesta el pibe, no hay nada, es como si fuera un fantasma. Brena se queda pensando un instante y luego dice: Averiguá con la secretaria de Rinaldi con qué remís se maneja Nurit, si es con la agencia que siempre contrata el diario estamos salvados, si no…

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