Read Callejón sin salida Online

Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (8 page)

—Un callejón sin salida, señor, sin salida. Creo que no hay modo de salir de esto en este momento, y mi consejo es que se quede usted tranquilamente donde está.

El transcurso de la prolongada consulta se había llevado una frasca de más de una cántara del oporto de cuarenta y cinco años, para remojar el legal gaznate de Mr. Bintrey; pero cuanto mayor era la claridad con que veía la forma de liquidar el vino, mayor era el énfasis con que no veía la forma de liquidar el caso; y cuantas veces dejaba sobre la mesa su copa vacía, reiteraba idéntica frase.

—Mr. Wilding, un callejón sin salida. Tranquilícese y dé gracias.

Es indiscutible que la ansiedad sentida por el honesto bodeguero en cuanto a hacer testamento nacía de una profunda responsabilidad, aun cuando es posible (y muy relacionado con su rectitud) que inconscientemente pudiera haber obtenido cierta sensación de alivio ante la idea de delegar su propia dificultad en los otros dos hombres que iban a quedar tras él. Pero aun así, continuó su nueva vía de pensamiento con gran empeño, y sin pérdida de tiempo pidió a George Vendale y a Mr. Bintrey que se reunieran con él en el
Recodo del Baldado
para escuchar sus confidencias.

—Reunidos los tres a puertas cerradas —dijo Mr. Bintrey dirigiéndose en ese momento al nuevo participante—, deseo observar, antes que nuestro amigo (y cliente mío) nos haga saber sus nuevos puntos de vista, que comparto lo que, por cuanto me ha dicho Mr. Wilding, entiendo que ha sido su criterio, Mr. Vendale, que es el de cualquier hombre sensato. Le he dicho que debe guardar esto en total secreto. He hablado con Mrs. Goldstraw, en presencia y en ausencia de nuestro amigo; y si en alguien hemos de depositar nuestra confianza (lo que es un SI enorme), pienso que ella ha de ser la merecedora de tal confianza hasta ese punto. He señalado a nuestro amigo (y cliente mío) que poner en marcha indagaciones indiscriminadas sería no sólo tentar al Demonio, bajo la forma de todos los timadores del Reino, sino también un despilfarro del patrimonio. Pues bien, Mr. Vendale, nuestro amigo (y cliente mío) no quiere despilfarrar el patrimonio: por el contrario desea administrarlo con economía para quien considera (aunque yo no lo veo así) su legal propietario, por si algún día se encuentra a ese legal propietario. Y, o muy equivocado estoy yo, o eso jamás ocurrirá, aunque esto no importa. Cuando menos, Mr. Wilding y yo coincidimos en que el patrimonio no se debe despilfarrar. Ahora bien, he cedido ante el deseo de Mr. Wilding de publicar de tiempo en tiempo, en distintos periódicos, un anuncio con una cauta invitación a cualquier persona que pueda saber algo sobre la criatura adoptada en la
Casa de Niños Expósitos
, para que se persone en mi despacho; y me he comprometido a ocuparme de la publicación regular de ese anuncio. Nuestro amigo (y cliente mío) me ha citado aquí para que me reúna con ustedes y escuche las instrucciones que él quiera dar, no para que yo exponga mi parecer. Estoy pronto a recibir sus instrucciones y a respetar sus deseos; pero usted tendrá a bien observar que tal cosa no implica mi aprobación de ninguna de las dos cosas en el campo de la opinión profesional.

Así dijo Mr. Bintrey, que habló para Wilding tanto como a Vendale. No obstante, a pesar de su interés por su cliente, se mostraba tan divertido por su conducta quijotesca que, de cuando en cuando, clavaba en él unos ojos en los que brillaba la luz de una muy risueña curiosidad.

—Nada puede estar más claro —observó Wilding—. Sólo querría que mi cabeza estuviera tan clara como la suya, Mr. Bintrey.

—Si se refiere a que vuelven esos cánticos —sugirió el abogado con expresión inquieta—, déjela… me refiero a la entrevista.

—No, no es eso, gracias —dijo Wilding—. Lo que iba a…

—No se excite, Mr. Wilding —aconsejó el abogado.

—No, no iba a hacerlo —dijo el bodeguero—. Mr. Bintrey y George Vendale: ¿dudarían o harían alguna objeción a la idea de convertirse en mis fiduciarios y albaceas conjuntos, o aceptarían de inmediato?

—Yo acepto —respondió George Vendale rápidamente.

—Yo acepto —dijo Bintrey no tan rápidamente.

—Les doy las gracias a ambos. Mis instrucciones para mi última voluntad y testamento son breves y sencillas. Quizá tendrá usted la gentileza de tomar nota de ello ahora. Dejo la totalidad de mi patrimonio verdadero y personal, sin ninguna excepción ni reserva de ninguna clase a ustedes dos, mis fiduciarios y albaceas conjuntos, en depósito para entregarlo al verdadero Walter Wilding, si se lo encontrara e identificase dentro de los dos años posteriores a mi muerte. En caso contrario, encomiendo a ustedes entregarlos como donación y herencia a la
Casa de Niños Expósitos
.

—Son éstas todas sus instrucciones, ¿verdad, Mr. Wilding? —preguntó Bintrey, después de un silencio inexpresivo, durante el cual nadie miró a nadie.

—Todas.

—Y en cuanto a estas instrucciones, ¿está usted absolutamente decidido, Mr. Wilding?

—Absolutamente, firmemente, irrevocablemente.

—Sólo resta —dijo el abogado con un encogimiento de hombros— atender al aspecto técnico y material, y formatizarlas y certificarlas. ¿Urge esto, acaso? ¿Hay alguna prisa al respecto? Porque usted no va a morir aún, señor.

—Mr. Bintrey —respondió Wilding con tono grave— cuándo moriré es algo que está en conocimiento de quien que no es usted ni yo. Me sentiré contento de quitarme este asunto de la cabeza, si a usted no le importa.

—Somos abogado y cliente otra vez —replicó Bintrey, que de momento se mostraba casi simpático—. Si de hoy en una semana, aquí, a la misma hora, les conviene a Mr. Vendale y a usted, lo anotaré en mi diario para cumplir el compromiso debidamente.

Se concertó y, en su momento, se respetó la cita. El testamento fue formalmente firmado, sellado, leído y refrendado por testigos; después Mr. Bintrey se lo llevó para guardarlo a salvo entre los papeles de sus clientes, ordenados en sus respectivas cajas de hierro, con los respectivos nombres de sus propietarios por el lado de fuera, apiladas sobre baldas metálicas en su despacho, como si ese santuario legal fuera una condensación de un
Panteón Familiar de Clientes
.

Con más empeño que el que había puesto en los últimos días en anteriores temas de interés, a continuación Wilding se entregó a la tarea de terminar con los arreglos de su patriarcal firma, para lo que encontró gran ayuda no sólo de Mrs. Goldstraw sino también de Vendale, quien tal vez tenía en mente la idea de ofrecer una comida a Obenreizer lo más pronto posible. Fuera como fuese, una vez inserta la casa en un orden de trabajo firme, los Obenreizer, tutor y pupila, fueron invitados a cenar y se incluyó a
Madame
Dor en la invitación. Si antes Vendale había estado enamorado hasta por encima de su cabeza —una frase que no debe tomarse como un juicio que admita la menor duda sobre su contenido—, esa comida lo hundió en el amor a una profundidad de diez mil pies. Ni siquiera por su vida misma pudo cambiar una palabra a solas con la encantadora Marguerite. En cuanto parecía llegado el momento bendito, Obenreizer en su estado neblinoso se plantaba al lado de Vendale o la amplia espalda de
Madame
Dor surgía ante sus ojos. Esa muda matrona nunca se mostró en una vista frontal, desde el instante de su llegada hasta el de su partida, con excepción de a la hora de la comida. Y cuando se retiraron al salón, después de haber participado con ahínco en la mesa, la mujer volvió su cara hacia la pared una vez más.

Con todo, a lo largo de cuatro o cinco deliciosas aunque confusas horas, Marguerite estuvo al alcance de los ojos, Marguerite estuvo al alcance de los oídos, Marguerite estuvo al alcance de las manos, en una que otra ocasión. Cuando recorrieron las viejas cavas oscuras, Vendale la condujo de la mano; cuando ella cantó para él bajo las luces ya encendidas del salón, al atardecer, Vendale de pie a su lado sujetaba los guantes que ella se había quitado, y hubiera cambiado por ellos hasta la última gota del vino de cuarenta y cinco años, aunque hubiese tenido cuarenta y cinco veces cuarenta y cinco años y aunque su precio neto hubiese sido cuarenta y cinco veces cuarenta y cinco libras por docena. E incluso cuando ella ya se había marchado, y un terrible apagavelas cayó de pronto sobre el
Recodo del Baldado
, Vendale se atormentaba a sí mismo preguntándose si ella pensaba que él la admiraba. ¡Si ella pensaba que él la adoraba! ¡Si ella sospechaba que lo había invadido en cuerpo y alma! ¡Si se tomaba el trabajo de pensar en esas cosas! ¡Y así, con lo de si lo hacía y no lo hacía, arriba y abajo por toda la escala, por encima y por debajo del pentagrama, vaya, vaya! ¡Pobrecillo corazón humano incapaz de descanso! ¡Pensar que los hombres que hoy son momias miles de años atrás hacían lo mismo, y jamás encontraron el secreto para estar tranquilos después!

—¿Qué piensas de Mr. Obenreizer, George? —preguntó Wilding al día siguiente—. No te preguntaré qué piensas de Miss Obenreizer.

—Ni sé —dijo Vendale— ni nunca he sabido qué pensar de él.

—Es un hombre bien informado y listo —dijo Wilding.

—Listo sí que lo es.

—Un buen músico —había tocado y cantado muy bien la noche anterior.

—Sin duda, un buen músico.

—Y habla bien.

—Sí —dijo George Vendale, rumiando sus ideas—, y habla bien. ¿Sabes, Wilding?, de pronto se me ocurre, ahora que pienso en él, que no guarda silencio tan bien.

—¿Qué quieres decir? No es de los que hablan sin parar.

—No, si no me refiero a eso. Pero es que cuando calla, vagamente, aunque quizá de una manera muy injusta, no puedes por menos que desconfiar de él. Piensa por ejemplo en alguien a quien conozcas y te guste. Elige a cualquiera que conozcas y te guste.

—Está hecho, mi buen amigo —dijo Wilding—, te elijo a ti.

—No pensaba en esto, no se me había ocurrido —respondió Vendale, riendo—. Sin embargo, vale, elígeme a mí. Reflexiona un momento. ¿Tu idea aprobatoria de mis rasgos más notables la traduce (por diversas que sean las expresiones que pueda mostrar) mi cara cuando estoy en silencio?

—Creo que sí —dijo Wilding.

—Yo también lo creo así. Pues bien, cuando Obenreizer habla, es decir, cuando tiene ocasión de explicarse con amplitud, sale del paso bastante bien; pero cuando no tiene la oportunidad de explicarse con amplitud, queda bastante mal librado. Por eso digo que no guarda silencio demasiado bien. Y si paso revista rápida a las caras de quienes conozco y no me merecen confianza, me inclino a pensar, ahora que pongo atención en ello, que ninguna de esas personas guarda silencio como es debido.

Esta afirmación en materia de fisonomías era nueva para Wilding, que al principio tardó en admitirla, hasta que se preguntó si Mrs. Goldstraw guardaba silencio bien, y al recordar que su cara en reposo sin duda invitaba a la confianza, se sintió contento como todos los hombres lo están de creer lo que quieren creer.

Pero, como se mostrara muy lento en la recuperación de su ánimo y de su salud, su socio, como otro medio de que terminara de establecerse —y quizá también pensando en Obenreizer—, le recordó aquellos planes musicales suyos relacionados con su idea de una familia, con la que había que organizar lecciones de canto en la casa y un coro en la iglesia vecina. Las lecciones quedaron fijadas con presteza y, como dos o tres personas ya tenían ciertos conocimientos musicales y cantaban tolerablemente, pronto quedó organizado el coro. Wilding era quien dirigía y daba casi todas las clases corales, pues tenía esperanza de convertir a sus empleados en otros tantos expósitos, al menos en lo referido a su capacidad de cantar obras corales religiosas.

Como los Obenreizer sabían de música, fue fácil concretar que se los invitara a participar de esas tertulias musicales. Con el consentimiento del Tutor y la Pupila, o con el del Tutor por ambos, fue fácil concretar que la de Vendale se convirtiese en una vida de absoluta servidumbre y fascinación. En la antigua iglesia dominical de Christopher Wren, con sus muy amados feligreses congregados, veinticinco fortachones, ¡era la voz de ella la que inundaba como la luz los rincones más oscuros, estremeciendo los muros y columnas como si fueran partes del corazón de Vendale! En ese tiempo, en que también
Madame
Dor en un rincón del alto banco daba espaldas a todos y a todo, no podía dejar de participar correctamente del ritual en algún momento del servicio: como el hombre al que los médicos han recomendado que se emborrache una vez al mes y que, por incapacidad de respetar la advertencia, se emborracha todos los días.

Mas incluso esos domingos seráficos se veían superados por los conciertos fijados los días miércoles para la familia patriarcal. En su transcurso, ella se sentaba al piano y les cantaba, en su idioma, canciones de su tierra, canciones que desde la cima de las montañas llegaban a Vendale. «Por encima de la tierra, ven conmigo, ven, elévate; lejos de la muchedumbre, sigúeme, conmigo sube, fúndete en la azul distancia. ¡Llega hasta mi lado y ámame!». Entonces el elegante corpiño, las medias bordadas y los zapatos con hebillas de plata, como la frente amplia y los ojos brillantes, tenían la fuerza de una gacela, hasta que la melodía llegaba a su fin.

Ni siquiera sobre el propio Vendale esas canciones de la joven ejercían un atractivo más poderoso que el que tenían sobre Joey Ladle, de un modo diferente. Mientras se negaba con firmeza a estropear las armonías participando en el canto, y a la vez que demostraba el mayor desdén por las escalas y ese tipo de rudimentos de la música —que, sin duda, rara vez cautiva a los meros oyentes—, Joey al principio desacreditó toda aquella actividad definiéndola como un mal negocio y al grupo de intérpretes, como un conjunto de derviches aulladores. Pero, tras descubrir cierto día huellas de una armonía pura en una de las voces de una partitura, dio a sus dos subordinados de las bodegas unas débiles esperanzas de que con el correr del tiempo llegarían a algo. Un
anthem de Händel
produjo nuevos incentivos, aunque Joey objetaba que el gran músico tenía que haber estado en alguna de esas cavas extranjeras durante mucho tiempo, porque iba y repetía la misma cosa una cantidad de veces: lo que, tomado como se tomase, para él era una señal segura de que se había tomado de alguna manera. En una tercera ocasión, la presentación en público de Mr. Jarvis a la flauta y de un hombre extraño al violín, para ejecutar ambos un dúo, le resultó tan asombrosa que, por su propio impulso y decisión, se sintió inspirado para decir «¡Ann Koar!» una y otra vez, como si llamara de un modo familiar a alguna dama que se hubiera distinguido en la orquesta. Pero fue éste su testimonio final ante los méritos de sus compañeros porque, como el dúo se ejecutó en el concierto del primer miércoles y fue seguido de inmediato por la voz de Marguerite Obenreizer, Ladle permaneció sentado, con la boca abierta de par en par, arrobado, hasta que ella terminó su intervención; de inmediato, se puso de pie con gran solemnidad, prologó lo que iba a decir con una reverencia que incluía en especial a Mr. Wilding, y expresó su sentimiento de agrado: «¡Despué d'esto, tóos ustede pueden irse a la cama!». E incluso en adelante se negó a rendir homenaje con cualesquiera otras palabras a los méritos musicales de la familia.

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