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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (6 page)

A unos cuantos metros de donde me encontraba vi un montón de metal retorcido, una estructura negra destrozada, medio quemada en la hierba.

Era la nave.

Me di cuenta de que ya no llevaba el grillete en el tobillo izquierdo. Me había librado de él.

Todavía vestía las ropas con las que había sido capturada. Los pantalones de color tostado y la blusa negra. Las sandalias las había perdido corriendo en aquel bosque de la Tierra, mientras intentaba escapar de la nave.

Tuve ganas de marcharme corriendo de allí, y llegar tan lejos como me fuera posible. Pero no parecía haber señales de vida alrededor de la nave.

Estaba muerta de hambre.

Me arrastré hasta el riachuelo y echada sobre el estómago, sorbí agua y llené mi boca.

Lo que había imaginado que eran pétalos de una pequeña flor bajo la rápida y fría superficie del riachuelo, se separó bruscamente y se convirtió en un montón de diminutos peces amarillos.

Me quede sin habla.

No me apeteció seguir bebiendo.

Sólo deseaba apartarme corriendo de la nave. Aquellos hombres estarían en alguna parte.

Pero la nave parecía silenciosa. Vi algunos pájaros revolotear a su alrededor.

Debía haber comida en el interior.

Despacio, muy asustada, me acerqué a ella, paso a paso.

Finalmente, al llegar a unos veinte metros de distancia, di una vuelta a su alrededor, atemorizada.

Estaba llena de boquetes, los paneles de acero separados y doblados, quemados y abollados.

No había señales de vida.

Me acerqué entonces a la nave, medio enterrada en la hierba. Miré hacia el interior a través de una de las grandes grietas que había en el acero. Parecía que sus bordes se habían fundido y endurecido. En algunos lugares había churretones de acero congelados, como si gruesos regueros de pintura se hubiesen escurrido de un pincel y luego se hubiesen solidificado. El interior estaba oscuro y quemado. En determinados sitios las tuberías habían reventado. Los paneles se habían partido, dejando al descubierto los complejos y negros circuitos que ocultaban. El recio cristal, o el cuarzo, o el plástico, de las puertas estaba perforado en muchos puntos.

Descalza, caminando sobre las planchas de acero que sentía retorcido bajo mis pies, y sin que nada me lo impidiese, penetré en la nave conteniendo la respiración.

Parecía que allí no había nadie.

El interior estaba organizado de una manera un tanto abigarrada, con muy poco espacio entre las hileras de tuberías, conducciones y contadores. En ocasiones estos pequeños huecos estaban cerrados casi completamente por tubos retorcidos y pedazos de cable que surgían de los lados, pero conseguí llegar arrastrándome hasta donde yo quería.

Encontré lo que creí que sería una sala de controles, con dos sillas y un enorme orificio frente a ellas. En esta sala también había sillas en un lado, cuatro de las cuales tenían delante una cantidad enorme de indicadores, interruptores y pulsadores. No fui capaz de encontrar ninguna sala de máquinas. Cualquiera que fuese la fuerza que propulsase la nave, debía hallarse en la parte de debajo. Quizás tan solo fuese accesible a través del fuselaje de acero del suelo. Seguramente los motores de la nave y sus armas, si las tenía, debían de ser manipulados desde la sala de mandos. Di con la zona en la que se guardaban los gruesos tubos de plástico, en uno de los cuales yo había estado confinada. Todos los tubos habían sido abiertos. Estaban vacíos.

Oí un sonido detrás mío y lancé un grito.

Un animal pequeño y peludo pasó corriendo junto a mí: sus patas resbalaban sobre las placas del suelo de acero. Tenía seis patas. Me apoyé contra un grupo de conducciones para recuperar el aliento.

Regresé a la parte mayor de la nave, y volví a mirar las grandes grietas del acero. No acababa de parecerme del todo posible que las hubiese causado el impacto contra el suelo. Eran cuatro. Una más bien hacia la parte de abajo de la nave. Las dos del lado izquierdo eran más pequeñas. La grieta a través de la cual había entrado era la más grande. En el punto por el que yo había pasado, puesto que el metal se hallaba desgarrado, como pétalos de acero. Medía casi tres metros de alto; era una brecha que, de manera irregular, en la izquierda, se escurría hacia abajo y acababa a pocos centímetros del suelo. Había, por supuesto, muchos otros puntos en la nave en los que se apreciaban daños. En todos los casos se trataba de acero agujereado y retorcido y cosas parecidas. Imaginé que muchos de aquellos destrozos habrían sido causados por el impacto. Miré una vez más las grandes grietas. No me pareció improbable que la nave hubiese sido atacada.

Corrí por ella aterrorizada, intentando hallar comida o armas. Encontré la zona de alojamiento de la tripulación. Allí había nos armarios con cerrojos, y seis literas, tres a un lado, apiladas la una sobre la otra, y tres en el otro. Los armarios habían sido forzados y estaban vacíos. Había sangre en uno de los lados de una de las literas.

Salí corriendo de la estancia.

Encontré la diminuta cocina. En una esquina, inclinado hacia delante, royendo algo, vi un animal del tamaño de un perro pequeño. Alzó el morro y me gruñó, a la vez que el pelo de su cuello y de su lomo se erizaba con un crujido.

Grité.

Parecía dos veces más grande que antes.

Estaba agazapado por encima de un objeto metálico, redondo, parecido a un plato, que estaba abierto.

El animal tenía un aspecto sedoso. Le brillaban los ojos. Era moteado y rojizo. Abrió la boca y gruñó de nuevo. Vi que tenía tres filas de dientes como alfileres. Tenía sólo cuatro patas, no como el animal que había visto antes. Dos dientes en forma de colmillo sobresalían de su mandíbula. Otras dos protuberancias en forma de cuernos salían de su cabeza, justo encima de sus brillantes y malvados ojos negros.

Me sentía como enloquecida por el hambre. Abrí un armario. Solo había unas tazas.

Lancé un grito histérico y comencé a tirar las tazas, que eran de metal, sobre el animal. Lanzo un rugido y con las tazas golpeando el metal de la pared por detrás suyo, pasó junto a mí como una exhalación. Su sedoso cuerpo golpeó mi pierna en el momento de salir de la cocina. Tenía una cola muy larga, sin pelo, como un látigo.

Cerré la puerta de la cocina llorando.

Abrí todos los armarios, todos los cajones, todas las cajas. Todo lo comestible, al parecer, se lo habían llevado. ¡Tendría que morirme de hambre!

Así que me senté sobre el suelo de acero de la cocina y lloré. Cuando hube llorado bastante, me acerqué al contenedor de metal, que seguía abierto y del que había estado comiendo el sedoso y terrible animal. Conteniendo la respiración, casi vomitando, comí.

Era carne, gruesa y fibrosa, como de buey, pero no era buey.

Con la mano y los dedos escarbé y recogí del plato todas las partículas de comida. No era suficiente. Lo devoré. Me chupé los dedos incluso, intentando aprovechar hasta el último resquicio de jugo.

Cuando me incorporé, me sentía refrescada y más fuerte. Miré a mi alrededor tristemente. Mientras buscaba comida había encontrado algunos utensilios, pero no cuchillos o algo que pudiera usarse como un arma.

De pronto me pareció que había permanecido demasiado tiempo en el interior de la nave. No había encontrado cuerpos, aunque si hallado, en un sitio, en una litera, una mancha de sangre. Si había supervivientes, podían regresar. Me quede aterrorizada. Buscando comida me había olvidado de todo.

Abrí la puerta de la cocina.

Oí un pájaro batir las alas inquieto.

Era un pájaro pequeño, del tamaño de un gorrión, pero parecía un búho pequeño, con unas crestas sobre los ojos. Era de un color violáceo. Me miró intrigado. Estaba posado sobre un tubo partido.

Fijó su mirada en mí durante un momento y luego, con un batir de alas, salió como una flecha de la nave.

También yo salí disparada de allí.

Fuera, todo parecía en calma. Me detuve. El oscuro bosque quedaba detrás de la nave, en la distancia. Los campos se extendían a la derecha. Algo más a la izquierda, a lo lejos, distinguí en los campos la espesura amarilla que viera antes. La posición del sol había variado, y las sombras eran más largas. Pensé que era por la tarde en aquel mundo. No hacía frío. Si ese mundo tenía estaciones, y supuse que las tenía, hubiera dicho que me encontraba en la primavera de su año. Me pregunte cual sería la duración de un año allí.

Mirando más cuidadosamente a mi alrededor, descubrí hierba aplastada, como si hubiesen dejado cosas allí antes, aquella misma mañana: cajas y objetos por el estilo. En un sitio encontré algunas hebras de cabello de mujer. En otro, había una mancha oscura, rojiza y marrón en la hierba.

¡Tenía que salir de allí!

Me volví hacia el bosque, pero su oscuridad me asustaba.

De pronto, a través del aire límpido, desde muy lejos, surgió un bramido, como de un animal muy grande, que llegaba desde el bosque.

Di media vuelta en sentido al del bosque y comencé a correr campo a través ciegamente, hacia el horizonte, sobre la hierba. No había llegado lejos, cuando me detuve, pues en el cielo y a lo lejos vi moverse un objeto plateado en forma de disco. Volaba rápidamente en mi dirección. Me eché sobre la hierba y me cubrí la cabeza con las manos.

No noté que hubiese ocurrido nada y espere unos segundos antes de levantar la cabeza.

El disco plateado se había posado en el suelo, cerca de los restos medio calcinados de la nave negra.

Ésta lanzó unos destellos rojizos, pero transcurridos unos segundos se desvanecieron.

Entonces se abrieron unas ranuras en la nave plateada de las que salieron unos hombres. Llevaban unos tubos, o unas varas, que quizá fuesen armas de algún tipo. También éstos, como los hombres de la otra nave, vestían túnicas, pero el tejido de éstas era tornasolado y morado. Llevaban las cabezas afeitadas. Algunos se desplegaron alrededor de la nave; otros, portando armas, entraron.

Entonces, horrorizada, vi salir de la nave plateada una criatura dorada, enorme, de seis piernas, que se apoyaba en las cuatro traseras y tenía una posición casi erguida. Sus ojos eran muy grandes y me pareció que también tenía antenas. Sus movimientos eran rápidos, delicados, elegantes, e inclinándose hacia abajo penetró en la otra nave. Algunos de los hombres la siguieron hacia el interior.

En menos de un minuto, la criatura y los hombres salieron de la nave. Junto con los que habían permanecido fuera, regresaron apresuradamente a la suya. Las puertas se cerraron y la nave, casi simultáneamente, se elevó en silencio, a unos treinta metros del suelo. Se colocó sobre los restos de la nave negra. Hubo un rápido fogonazo de color azul y una oleada de aire casi incandescente. Bajé la cabeza. Cuando la levanté, la nave plateada había desaparecido. Y también los restos de la nave negra. Cuando conseguí reunir el valor suficiente, me dirigí al lugar donde habían estado aquellos. La depresión sobre la que se asentaba y la hierba de alrededor, hasta unos diez metros de distancia, estaba calcinada. Pero no pude encontrar nada de la nave, ni un trozo de cuarzo, un pedazo de cable, o una tira de metal.

Desde el distante bosque volví a oír el bramido de algún animal.

Una vez más me volví y eché a correr.

Al llegar al pequeño riachuelo en el que había bebido antes, me metí en el agua.

Me cubría hasta la cintura.

Algo me picó con fuerza en el tobillo. Grité y golpeé el agua a mi alrededor.

Cuando lo hube cruzado volví a correr.

Debí correr, caminar y tropezar durante horas.

Una vez me detuve a descansar. Me eché sobre la hierba para recuperar el aliento. Tenía los ojos cerrados. Oí un rumor. Volví la cabeza y abrí los ojos. Me quedé mirando horripilada. Era como una cepa, tenía zarzillos y hojas. Una cabeza sin ojos, en forma de vaina, se estaba moviendo hacia mí. Se elevaba ligeramente sobre el suelo y se movía de lado a lado. Pude distinguir dentro de la vaina, atados a la parte más alta, dos colmillos, como los de una serpiente venenosa, pero a modo de cuernos. Di un grito y me puse en pie de un salto. Aquella cosa me atacó. Perforó con toda su fuerza el tejido de mis pantalones, alcanzándome la pierna derecha. Retire la pierna tan rápidamente como me fue posible, y desgarré el pantalón para deshacerme del trozo en el que me había picado. Pero volvió a atacarme, una y otra vez, como si pudiese localizarme por mi olor o mi calor; pero ella estaba unida al suelo por sus raíces, y yo quedé finalmente fuera de su alcance. Eché la cabeza hacia atrás y me llevé las manos a las sienes y grité. Oí otro rumor cerca de mí. Miré a mi alrededor, desesperada. Ví otra planta y luego otras dos más. Y otra. Sudando, mirando por donde pasaba, me alejé de allí a toda prisa. Finalmente volví a encontrarme en medio de los campos de nuevo.

Continué andando y corriendo durante horas. Al final comenzó a oscurecer y a hacer frío.

No podía seguir.

Me dejé caer sobre la hierba.

Era una noche oscura y hermosa, y había algo de viento. Algunas nubes blancas surcaban el cielo. Miré hacia las estrellas. Nunca antes me habían parecido tan bonitas, tan brillantes o tan incandescentes en la negrura de la noche. Qué hermoso es este mundo!, dije para mis adentros. ¡Qué hermoso! Echada sobre la espalda contemplé las estrellas y las lunas.

Había tres lunas.

Dormí.

6. ENCUENTRO A TARGO, MERCADER DE ESCLAVAS

Desperté por la mañana, casi al amanecer. Hacía mucho frío. El cielo estaba gris y había humedad. Tenía el cuerpo rígido y dolorido. Me eché a llorar. Me consolé un poco sorbiendo el rocío acumulado en la alta hierba. Tenía la ropa mojada. Me sentí desgraciada. Me encontraba sola. Estaba asustada. Tenía hambre.

Por lo que sabía, tal vez fuera la única persona en aquel mundo. La nave se había estrellado allí, pero quizás aquel no era su mundo. Era cierto que había acudido una segunda nave para destruir la primera, pero aquel mundo podía no ser el suyo tampoco. Y no había visto supervivientes del accidente. Y la segunda nave se había ido.

Me puse en pie.

A mi alrededor no podía ver más que campos de hierba suave, ondulándose y brillando en la tenue luz, a causa del rocío. Campos que parecían interminables, que partían de mí y se extendían en todas direcciones hasta horizontes que podían estar vacíos.

Me sentía sola.

Comencé a andar en medio de la leve bruma que cubría los campos.

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