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Authors: Francisco Pérez Gandul

Tags: #Drama, Intriga

Celda 211 (5 page)

—La cosa se va a poner calentita.

—¿Tú crees que entrará la policía?

—Mira, me importa un carajo lo que haga, Calzones, llevo dieciocho años de mis cuarenta y dos de puta vida en la cárcel, y me quedan muchos más, yo lo único que quiero son más horas de patio, mejor comía, una tía abierta de patas ca quince días y una tele en la jaula, y si no hay eso, que nos den a tos por culo, pero ¿merece la pena vivir peor que los animales?

—La vida siempre merece vivirse, Malamadre.

—Por eso se la quitaste a aquel tipo, ¿no?, no te joe, anda, ocúpate de lo tuyo y ponte la capucha de mierda que nos han hecho, que no quiero que nos reconozcan los gatitos de los tejaos.

Fue ver a los rehenes y acabarse las idas y venidas de los geos por los pasillos en la zona de seguridad. El director se pasó por allí, traía la cara demudada. «Todo se ha paralizado, órdenes del Ministerio, hay que negociar». Nos miró como queriendo que le diéramos respuestas. No las teníamos, nadie las tenía.

—Utrilla, ¿quién firmó la orden de traslado al módulo 4 de los etarras?

—Usted, director.

—No lo recuerdo, Utrilla.

—Pregúntele a su secretaria, si quiere puedo ir por el papel, lo tengo en mi despacho.

—No hace falta. Firmo tantos papeles todos los días, coño.

—¿Problemas, jefe?

—Ahora me ha llamado el subsecretario, Armando. Que cómo ha podido pasar eso, preguntaba.

—¿Y usted qué le ha contestado, don Ramón?

—Que pasó, coño, qué quieres que le contestara; de esta paso a ocuparme del calabozo del cuartel de la legión en Melilla.

—Ya será para menos, no se preocupe.

—¿Tú crees que Malamadre los mata si intentan entrar los geos?

—Mejor que no entren, jefe.

Nos contó que Gerardo Niebla no había movido un músculo mientras veía la escena de la llegada de Malamadre con los rehenes al módulo 5. Tomaba apuntes y susurró un «cabrón» cuando Malamadre se acercó a la cámara para gritar que hablaría cuando a él le diese la gana. Pidió un plano de la galería tras observar la celda en que Juan y Releches metían a los vascos y estuvo discutiendo en voz baja con su ayudante un esbozo de la estrategia para atacar si fuera preciso. «No haremos nada, el ministro quiere conducir personalmente la operación», comentó al fin, y, según el director, lo miró de no muy buena manera, igual que cuando los internos taparon las cámaras de seguridad y dejaron a oscuras los monitores. Solo una, escondida entre los tubos fluorescentes, transmitía imágenes y, desde su ojo de pez, nos devolvía una escena futurista en la que todo aparecía deformado. No hubiesen necesitado ponerse las capuchas, nadie era capaz de identificar a tipo alguno en aquellas imágenes. En el hormiguero habían desaparecido las hormigas reina y ahora todas parecían obreras. Contábamos, pensé, con un Malamadre, y ahora tenemos trescientos.

... Y yo poniendo orden, Pinchamierda, coge tú el pincho del Releches, métete dentro y dile a él que se ponga en la puerta, anda, y tú, Calzones, vente a comer conmigo; tú estabas con nosotros, ¿te acuerdas, Tachuela?, no sé por qué, tío, pero el Juan era de fiar pa mí, cómo nos engañó el joío, y yo le pedía consejo, no te joe, le pedía consejo a uno de ellos, pero se le veía cerebro, lo tenía, Tachuela, y pensé que nos vendría bien alguien con cerebro; a ver, dime, Calzones, tú cómo montarías la mierda esta, le pregunté, yo te veía un poquillo desconfiao, Tachuela, pero creía que eran celos, como los de la Patri el día que me encontró follando con la Manuela en su cama, malnacío, hijoputa, decía, y me pegaba, tú no sabes cómo pega la Patri, Tachuela, con los puños cerraos, y a mí me daba la risa, si solo es un polvo, mujer, descojonao, y ella venga a pegarme, hasta que me harté, coño, ven aquí, y ¿sabes qué, Tachuela?, que tú sólo has hecho eso pagando, joputa, pero yo con arte, que me tiré a la Patri y a la Manuela allí mismo, a las dos les di gusto, y cómo eres Vicente, decía la Manuela, y la Patri la llamaba puta, pero le acariciaba las tetas; pues eso, te vi cara de celos, como a la Patri, pero sólo eras desconfiao, ahora lo sé, y no me digas, tenía cerebro el Juan, hay que negociar, Malamadre, no darles motivo pa que ataquen, que con estos rehenes no les interesa, negociar, que se mojen desde arriba y que salga en los periódicos, sin violencia, que esos chicos no tienen culpa de na, Malamadre, el problema de ellos no es con nosotros, sino con la sociedá, qué bien hablaba el Juan, ¡eh, Tachuela!, no me lo puedes negar, el mu cabrón tenía labia, que hasta tú decías que sí, que lo que no pue ser es que cuando termine esto estemos peor, razonaba el tío, coño, si se lo dije al Releches, él piensa, coño, tú das hostias, pues me pareció bien y a ti también, Tachuela, una comisión, tres personas, y ellos el que quieran, siempre en nuestro terreno, dijo, pero garantizándole la inmunidá, que yo no sabía qué era eso, pero lo explicó, que no les demos de hostias y que puea regresar siempre a la zona de seguridá haya o no acuerdo, es fundamental, dijo, y le dije que sí, ¿te acuerdas?, yo, tú y el Poeta, esa es la comisión, que el Poeta también sabe hablar, vosotros habláis y yo largo un cabrón voy a rajarlos a tos pa acojonarlos si se ponen mariconas, eso hacemos, vamos, se lo decimos por el móvil, Calzones, y él no, na de llamar nosotros, ya llamarán ellos, dame un móvil a mí, me dijo el mu cabrón, no sabía na, Tachuela, y se lo di, es que tenía confianza en ese joputa, me cayó bien y me engañó, pocos me han engañao en mi vía, Tachuela, pero el Juan tenía cerebro...

Me ha dado el móvil. Tengo que pensar cómo puedo utilizarlo. Están conectados los dos, lo que yo hable lo va a escuchar Malamadre. Quiero preguntar por Elena. Un tipo con pinta de indio, Apache me dice Malamadre que lo llaman, le ha cuchicheado algo al oído. Malamadre me mira y sonríe. Comemos lo que nos ha pasado desde la zona de seguridad uno con camiseta y calzonas. «Nada de uniforme», había ordenado Malamadre. Ya me he ganado su confianza, pero Tachuela desconfía y Releches más aún. Le he dicho que hay que negociar, no usar la violencia, ser buenos chicos. Recomendarle eso a esta gentuza es como echarle azúcar a un membrillo con la ambición de que nos salga mermelada, pero veo que traga, que me busca porque necesita sensatez a su alrededor. Mi madre también confiaba en mí. «Juan, habla por favor con tu hermano, anda, dile las cosas como son». Y yo le decía: «Miguel, hombre, por qué no sientas la cabeza de una vez. Si no quieres estudiar, pues trabaja, y si no lo quieres hacer en el campo, en lo que sea; pero no estés todo el día puteando a los padres», y Miguel me pasaba una pastilla de chocolate y me escupía que me dejara de sermones, que los viejos estaban insoportables y que él quería libertad. No sabe Miguel lo que es la libertad, bueno, ahora sí, en Argentina me dijo que estaba, pero no la que no valoras cuando estás en la calle. Es duro esto, tiene que ser muy duro, por muy malo que se sea, como Malamadre o el Releches, siempre la misma gente, siempre con un ojo atento a la mano escondida del que se cruza contigo. Malamadre no quiere hablar más de estrategias, quiere saber por qué estoy aquí, «Te pusieron los cuernos y mataste al cabrón, ¿verdad que sí, Calzones?». Le he dicho que no, que yo por cuernos no hubiese matado a nadie. No tenía pensada la historia, así que me la invento de corrido. Un tipo que comerciaba con droga, un hermano enganchado a la heroína, una dosis adulterada que a punto está de llevarlo al otro barrio y cuatro puñaladas en la barriga al camello. «Eso fue le que pasó, Malamadre, nada de cuernos». Le ha sorprendido, se había montado una historia y no le ha gustado esta, pero asiente. Me llama por mi nombre. «Yo también vendí mierda, Juan, pero sin adulterar, ¡eh!, de la buena, pero es que no tenía un duro y tres críos para alimentar, ¿comprendes? Nadie se murió con mi mierda, te lo juro, era de buena calidad». Me sorprende que dé explicaciones. No imaginaba a Malamadre excusándose. Hay algo en él que enternece, como una personalidad infantil que permaneciera debajo de la costra impenetrable que la vida le ha ido formando. Tachuela no, Tachuela me mira y se limpia las uñas con un pincho, Tachuela es todo él una costra. Nadie mata a tres personas por unas guantadas a su hija, eso solo lo hace un animal.

—¿Tienes mujer, Juan?

—Sí, Malamadre, se llama Elena.

—¿Aónde está?

—Se vino a Sevilla conmigo. Debe de estar preocupada con las noticias de la televisión.

—Pues llámala, joé.

—No tenemos aún teléfono, se iba a comprar un móvil.

—Anda, habla con los mierdas esos y que te pongan con ella, y dile, cómo se llama, ah, sí, Elena, dile a la Elena que me busque un coñito y que sea tierno.

Me han advertido que solo con darle al ok sale el número de los que están al frente de la negociación. Se ha puesto Gerardo Niebla. «Soy Juan Oliver, ¿quién eres? ¿Niebla? ¿El responsable? Contigo no tengo nada que hablar de momento —le digo—, pásame al cabrón ese de Armando». Insiste el poli, quiere que les demos las reivindicaciones y en clave trata de que les revele cuántos custodian a los vas cos. Malamadre está escuchando. «Poli de mierda, dale el teléfono al Canas y tú ve a hacerte pajas», vomita Malamadre. Armando se pone al teléfono. «Mira, hijo de puta, antes de que termine esto te voy a devolver el puñetazo que me pegaste en la cara, cabronazo, pero ahora quiero hablar con mi mujer, así que buscadla». «Lo intentaremos», contesta. Debe de estar sonriéndose. Tiene una hermosa sonrisa Armando. «No lo intentes, Canas de los cojones, consíguelo, y dile al nublado ese que esta es la primera condición, que hasta que el Calzones no hable con su chochito no hay nada que hacer, ¿vale, tío?».

—Gracias, Malamadre.

—De na, Juan, ¿sabes?, a mí nadie me espera fuera, nadie.

No se lo pude avisar. Sabía que la conversación la estaba escuchando Malamadre y si se lo cuento, ¿entienden?, era como tirarlo en una fosa y echarle la primera paletada de tierra. La llamada me la habían pasado una hora antes de la centralita. «Don Armando, pregunta por usted la señorita Blanca Artigas». No caí hasta que me puse al teléfono; entonces, sin necesidad de que se identificara, supe de quién se trataba. No podía ser otra. «Elena se ha escapado del hotel en el que estábamos, no sé adónde ha ido». Pero yo no podía decírselo a Juan.

V

La conducción del aire acondicionado es demasiado estrecha para permitir que por ella se introduzca una persona. Los que la habían diseñado no pensaron tanto en que alguien de fuera quisiera meterse por ella como en que algún listo de dentro la usara para tomar el aire, ya me entienden. «No vale tampoco un vehículo teledirigido —dijo el director que había confesado Niebla, porque en las uniones de los tramos había pequeños rebordes—. Y sin cámaras y micrófonos es como si dejaran a los geos ciegos y sordos», enfatizó. Yo miré a Fermín. Fue una mirada con mensaje: «Tanta técnica de James Bond y ahora no saben cómo saltarse un reborde». A todos nos sorprendió su vozarrón cuando exclamó: «¡El transportador marciano!».

—Pero ¿qué coño dices, Fermín?

—Los abuelos le han echado este año a mi niño un transportador marciano.

—¿Y qué?

—Pues que el transportador ese tiene tracción en las cuatro ruedas y se pueden elevar las cuatro por separado y en las ruedas tiene como garfios. Un reborde se lo sube como se salta un saltamontes una hormiga, ¡pero, coño, si pasa por encima de un plátano, que se lo he visto yo al Angelito!

Hora y pico después, tras manipular los técnicos el transportador para dotarlo de un receptor de señal más potente, las primeras imágenes y sonidos de la galería 5 empezaban a recibirse. Nos lo confirmó el director, que había vuelto del puesto de mando tras acompañar a Fermín. «Cuando se lo cuente al niño no se lo va a creer», decía regocijado. Había cierta euforia en la zona de seguridad. «Ahora no saben que los vemos y que los oímos. Niebla dice que es mejor que taparan las cámaras, eso les hará sentirse seguros y confiados», nos contó el director. Malamadre aún no había decidido cambiar a los etarras de celda. Allí seguían en la puerta de la 191 Pinchamierda y dos más, custodiando la entrada. «¿Todo en orden?», le habían oído preguntar a Tachuela, y los de la puerta asintieron. Según el director fue cómico, porque casi se cuadraron ante Tachuela para decir que sí.

... Pa cuando ellos nos vieron ya les habíamos hecho nosotros el trile, Tachuela, ¿te acuerdas?, se lo dije al Calzones, ahora le hacemos el trile a la pasma, Calzones, ca joputa de esos en una celda, dos con pinchos con ellos, sin nadie en la puerta, y en la 191, Calzones, tres tíos, ¡eh!, como si dentro estuviera el tesoro del Banco de España, no te joe, Calzones, la Patri me decía que mi polla era un tesoro, que me tenía que haber metió a puto, que hubiera ganao millones, tú te figuras, vaya descojone, yo follándome tías y encima pagao, a veinte talegos el polvo, tío, y puedo echar cuatro, ¡eh!, de una tacá, tío, que me lo decía la Patri, que me vas a escocer, para ya, joío, y yo dale que te pego, estaba buena la Patri; pues tres tíos guardando la puerta, como si allí hubiera un tesoro y dentro na de na, metemos comía y de to y la echamos debajo de los jergones, pa que la pasma pique si le da por entrar, y si entra, pues na, aire, y los cuellos rebanaos en las otras celdas, a que está bien pensao, Calzones, le dije, y me respondió que sí, que a él no se le había ocurrío, ¿sabes, Tachuela?, es que estaba preocupao por su chochito, que me lo dijo, oye, ¿y si les pedimos que nos traigan unas gachís y hacemos una fiesta?, dije, era de cachondeo, pero el Calzones se lo tomó en serio, no me joas, Malamadre, me dijo, trescientos tíos queriendo follar, pero ¿esto es un motín serio o una fiesta de despedida de solteros salíos, Malamadre?, y yo y tú nos tronchábamos, ¿verdá, Tachuela?, na más de pensar la que se liaba, un puticlú en el 5, a paquete de pitillos el polvo, pa fumar toa la vía, un estanco, eso, un estanco hubiésemos puesto, Tachuela, qué descojone, y nos reímos, seguro que la pasma se reía también pensando en la 191, pero quiá, ya le habíamos dao el cambiazo, bolita por aquí, bolita por allí, y cuando te señalan el cubilete, na, la bolita de papel de plata debajo de la uña, así le trinqué a dos japoneses veinte mil duros un día, Tachuela, qué gilipollas, pero estuvo bien pensá la cosa, ¿verdá?

Escapar no puedo, no al menos hasta que empecemos a negociar. Se me está ocurriendo algo, pero mejor madurarlo, que si doy un paso en falso me sacan con los pies por delante. He visto un reflejo en el aire acondicionado. Parece una lente. Ya nos ven. Tengo que señalarles dónde están los vascos. Algo se me ocurrirá. Este Malamadre es listo. Y está bien informado. Me ha dejado de piedra. «¿Sabes, Calzones?, si me llegan a decir que había calzoncillos en el almacén te hubiese rajado de arriba abajo, pero no, se habían acabado», y me da una palmada en la espalda. Al menos hay gente inteligente ahí fuera. Si Malamadre controla hasta los calzoncillos puede controlarlo todo, absolutamente todo. Llama Niebla. Habla con Malamadre y este le adelanta que dentro de media hora una comisión de los internos se reunirá con quien ellos decidan. «Nosotros seremos tres, yo, el Calzones y el Poeta, y de ustedes uno, y que entre en pelotas». Niebla argumenta que mejor se celebra la reunión en la zona de seguridad, que no nos pasará nada, que da su palabra, pero Malamadre dice que ni hablar, «Tu palabra es una mierda, media hora tienes, eso o nada». Niebla responde que vale, que a lo mejor necesitan un poco más de tiempo, y Malamadre le escupe que de tiempo él está «sobrado, y más que voy a estar si me obligas a ensartar a los rehenes, cabrón». Me pregunta que cómo ha estado y le respondo que bien. «Firme y bien, sin provocar», añado. Y veo en su sonrisa un matiz hasta entonces desconocido.

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