Ciudad de los ángeles caídos (7 page)

En la entrada del garaje había un chico; su silueta se perfilaba a contraluz. Tenía un papel en la mano, que miró con incertidumbre. A continuación, levantó la vista en dirección a los miembros de la banda.

—Hola —dijo—. ¿Es aquí donde ensaya el grupo Mancha Peligrosa?

—Ahora nos llamamos Lémur Dicótomo —dijo Eric, dando un paso al frente—. ¿Y tú quién eres?

—Me llamo Kyle —respondió el chico, agachándose para pasar por debajo de la puerta del garaje. Cuando se enderezó, se echó hacia atrás el mechón de cabello castaño que le caía sobre los ojos y le entregó el papel a Eric—. He visto que andabais buscando un cantante.

—¡Jo! —exclamó Matt—. Ese anuncio lo publicamos hará cosa de un año. Lo había olvidado por completo.

—Sí —dijo Eric—. Por aquel entonces tocábamos otro tipo de cosas. Ahora prácticamente no hacemos nada vocal. ¿Tienes experiencia?

Kyle —Simon se fijó que era muy alto, aunque en absoluto flacucho— se encogió de hombros.

—La verdad es que no. Pero dicen que canto bien. —Tenía un acento lento y un poco arrastrado, más típico de los surfistas que de un sureño.

Los miembros de la banda se miraron dudando. Eric se rascó la oreja.

—¿Nos concedes un segundo, tío?

—Por supuesto. —Kyle salió del garaje e hizo descender la puerta a sus espaldas. Simon oyó que se ponía a silbar. Le pareció que era
She’ll Be Comin’ Round the Mountain
, aunque no sonaba del todo afinado.

—No sé —dijo Eric—. No estoy muy seguro de si alguien nuevo nos vendría bien ahora. Me refiero a que no podemos contarle lo del vampiro, ¿no creéis?

—No —contestó Simon—. No podéis.

—Pues vaya —dijo Matt—. Es una lástima. Necesitamos un cantante. Kirk canta de pena. Lo digo sin ánimo de ofender, Kirk.

—Que te jodan —espetó Kirk—. Yo no canto de pena.

—Sí, tío —dijo Eric—. Das una pena que no veas...


Pienso
—opinó Clary interrumpiéndolos y subiendo la voz—, que deberíais hacerle una prueba.

Simon se quedó mirándola.

—¿Por qué?

—Porque está buenísimo —dijo Clary, sorprendiendo a Simon con el comentario. La verdad era que a él no le había llamado la atención en absoluto, aunque quizá no fuera el más indicado para juzgar la belleza masculina—. Y vuestra banda necesita un poco de sex appeal.

—Gracias —dijo Simon—. Muchas gracias en nombre de todos.

Clary bufó con impaciencia.

—Sí, sí, todos sois muy guapos. Sobre todo tú, Simon. —Le dio unos golpecitos cariñosos en la mano—. Pero Kyle está tremendo. Es lo único que digo. Mi opinión objetiva como mujer es que si incorporaseis a Kyle a la banda, duplicaríais vuestra cifra de admiradoras femeninas.

—Lo que significa que tendríamos dos fans en vez de una sola —dijo Kirk.

—¿Y ésa quién es? —Matt sentía una curiosidad genuina.

—La amiga del primo pequeño de Eric. ¿Cómo se llama? Aquella que está loca por Simon. Viene a todos nuestros bolos y le cuenta a todo el mundo que es su novia.

Simon puso mala cara.

—Tiene trece años.

—No es más que un resultado de tu embrujo de vampiro sexy, tío —dijo Matt—. Eres irresistible para las mujeres.

—Por el amor de Dios —dijo Clary—. Eso del embrujo de vampiro sexy no existe. —Señaló a Eric—. Y no se te ocurra decir que Embrujo de Vampiro Sexy podría ser el nuevo nombre del grupo o te...

En aquel momento se abrió de nuevo la puerta del garaje.

—¿Chicos? —Volvía a ser Kyle—. Mirad, si no queréis hacerme una prueba, no pasa nada. Si habéis cambiado vuestro sonido... basta con que me lo digáis y me largo.

Eric ladeó la cabeza.

—Pasa. Te echaremos un vistazo.

Kyle entró en el garaje. Simon se quedó mirándolo, intentando calibrar qué era lo que podía empujar a Clary a calificarlo de «tío bueno». Era alto, ancho de hombros y delgado, con pómulos marcados, pelo negro y largo que le cubría la frente y se rizaba a la altura del cuello y una piel morena que no había perdido aún el bronceado veraniego. Sus largas y espesas pestañas, que cubrían unos alucinantes ojos verde avellana, le hacían parecer una estrella de rock afeminada. Iba vestido con una camiseta ceñida de color verde y pantalón vaquero, y llevaba los brazos tatuados, no con Marcas, sino con tatuajes normales y corrientes. Era como si un pergamino escrito en su piel desapareciera en el interior de las mangas de la camiseta.

Simon se vio obligado a reconocerlo. No era horrendo.

—¿Sabéis qué? —dijo por fin Kirk, rompiendo el silencio—. Es verdad. Está muy bueno.

Kyle pestañeó y se volvió hacia Eric.

—¿Queréis que cante o no?

Eric desenganchó el micrófono del pie y se lo entregó.

—Adelante —dijo—. Pruébalo.

—No ha estado nada mal —dijo Clary—. Cuando sugerí lo de incluir a Kyle en el grupo lo decía en broma, pero la verdad es que sabe cantar.

Estaban andando por Kent Avenue, de camino a casa de Luke. El cielo se había oscurecido para pasar de azul a gris, preparándose para el crepúsculo, con las nubes pegadas a ambas orillas del East River. Clary recorría con su mano enguantada la valla con eslabones de cadena que los separaba del malecón de hormigón agrietado, haciendo vibrar el metal.

—Lo dices porque piensas que está bueno —dijo Simon.

Clary se rió y los característicos hoyuelos aparecieron en su cara.

—Tampoco es que esté tan bueno. No es precisamente el tío más bueno que he visto en mi vida. —Que, imaginó Simon, debía de ser Jace, por mucho que Clary hubiera tenido el detalle de no mencionarlo—. Pero creo sinceramente que sería buena idea tenerlo en el grupo. Si Eric y los demás no pueden decirle que eres un vampiro, tampoco se lo dirán a nadie más. Y con un poco de suerte, dejarán correr esa idea estúpida. —Estaban a punto de llegar a casa de Luke; el edificio estaba al otro lado de la calle, las ventanas iluminadas contrastaban con la oscuridad incipiente. Clary se detuvo junto a un trozo roto de la valla—. ¿Te acuerdas cuando matamos aquí mismo a un puñado de demonios raum?

—Jace y tú matasteis a unos cuantos demonios raum. Y yo casi vomito —recordó Simon, aunque tenía la cabeza en otra parte; estaba pensando en Camille, sentada enfrente de él en aquel jardín diciéndole: «Eres amigo de los cazadores de sombras, pero nunca serás uno de ellos. Siempre serás distinto, un intruso». Miró de reojo a Clary, preguntándose qué diría si le explicase la reunión que había mantenido con la vampira y la oferta que ésta le había hecho. Lo más probable era que se quedara horrorizada. El hecho de que a Simon no pudieran hacerle daño no había impedido que Clary dejara de preocuparse por su seguridad.

—Ahora ya no te asustarías —dijo ella en voz baja, como si estuviera leyéndole los pensamientos—. Ahora tienes la Marca. —Sin despegarse de la valla, se volvió para mirarlo—. ¿Se ha dado cuenta alguien de que tienes la Marca? ¿Te han hecho preguntas al respecto?

Simon negó con la cabeza.

—Me la tapa el pelo y, además, se ha borrado mucho. ¿Lo ves? —Se retiró el pelo de la frente.

Clary le tocó la frente y la Marca en forma curva allí trazada. Lo miró con tristeza, igual que aquel día en el Salón de los Acuerdos en Alacante, cuando inscribió en su piel el hechizo más antiguo del mundo.

—¿Te duele?

—No, qué va. —«Y Caín le dijo al Señor: Mi culpa es demasiado grande para soportarla»—. Ya sabes que no te culpo de nada, ¿verdad? Me salvaste la vida.

—Lo sé. —Tenía los ojos brillantes. Retiró la mano de la frente de Simon y se pasó el dorso del guante por la cara—. Maldita sea. Odio llorar.

—Pues será mejor que vayas acostumbrándote —dijo él. Y al ver que Clary abría los ojos como platos, añadió apresuradamente—: Lo digo por la boda. ¿Cuándo es? ¿El sábado que viene? Todo el mundo llora en las bodas.

Ella rió.

—¿Y qué tal están tu madre y Luke?

—Asquerosamente enamorados. Es horrible. Bueno, da lo mismo... —Le dio a Simon una palmadita en el hombro—. Tengo que entrar. ¿Nos vemos mañana?

Él se lo confirmó con un gesto afirmativo.

—Por supuesto. Hasta mañana.

Se quedó viéndola cruzar la calle y subir la escalera que daba acceso a la puerta principal de casa de Luke. «Mañana.» Se preguntó cuánto tiempo hacía que no pasaba varios días seguidos sin ver a Clary. Se preguntó qué debía de sentirse siendo un fugitivo y errando sobre la tierra, como Camille había dicho. Como Raphael había dicho. «La voz de la sangre de tu hermano me clama a mí desde la tierra.» Él no era Caín, que había matado a su hermano, pero el maleficio creía que lo era. Resultaba extraño estar siempre esperando perderlo todo, sin saber si acabaría sucediendo, o no.

La puerta se cerró detrás de Clary. Simon siguió bajando Kent Avenue en dirección a la parada de metro de Lorimer Street. Había oscurecido casi por completo, el cielo era ahora una espiral de gris y negro. Simon oyó el chirriar de unos neumáticos a su espalda, pero no se volvió. A pesar de las grietas y las alcantarillas, los coches circulaban por la calle como locos. No fue hasta que la furgoneta azul se colocó a su altura y rechinó cuando se detuvo, que se volvió para mirar.

El conductor de la furgoneta arrancó las llaves del contacto, parando en seco el motor, y abrió la puerta. Era un hombre, un hombre alto vestido con un chándal con capucha de color gris y zapatillas deportivas, la capucha bajada hasta tal punto que le ocultaba prácticamente toda la cara. Saltó del asiento del conductor y Simon vio que llevaba en la mano un cuchillo largo y reluciente.

Posteriormente, Simon pensaría que debería haber echado a correr. Era un vampiro y, por lo tanto, más rápido que cualquier humano. Podía dejar atrás a cualquiera. Debería haber echado a correr, pero le pilló por sorpresa; se quedó inmóvil mientras el hombre, cuchillo en mano, se dirigía hacia él. El hombre dijo algo con un tono de voz grave y gutural, algo en un idioma que Simon no conocía.

Simon dio un paso atrás.

—Mira —dijo, llevándose la mano al bolsillo—. Te doy mi cartera...

El hombre arremetió contra Simon apuntando a su pecho con el cuchillo. Simon bajó la vista con incredulidad. Era como si todo sucediese a cámara lenta, como si el tiempo se prolongase. Vio el extremo del cuchillo pegado a su pecho, la punta rasgando el cuero de su chaqueta... y después desviándose hacia un lado, como si alguien le hubiera agarrado la mano a su atacante y tirado de ella. El hombre gritó al verse lanzado por los aires como una marioneta. Simon miró frenéticamente a su alrededor, pues estaba seguro de que alguien tenía que haber visto u oído aquel alboroto, pero no apareció nadie. El hombre seguía gritando, retorciéndose como un loco, y entonces su sudadera se rasgó por delante, como si una mano invisible hubiera tirado de ella.

Simon se quedó horrorizado. El torso de aquel hombre estaba llenándose de heridas enormes. Su cabeza cayó hacia atrás y de su boca, como si fuera una fuente, empezó a brotar sangre. De pronto dejó de gritar... y cayó, como si la mano invisible lo hubiese soltado, liberándolo. Se estampó contra el suelo, haciéndose añicos como el cristal, rompiéndose en mil pedazos brillantes que inundaron la acera.

Simon cayó de rodillas. El cuchillo que pretendía matarlo estaba allí mismo, a su alcance. Era todo lo que quedaba de su atacante, salvo el montón de relucientes cristales que el viento ya había empezado a disipar. Tocó uno con cuidado.

Era sal. Se miró las manos. Estaba temblando. Sabía qué había pasado y por qué.

«Y el Señor le dijo: Quienquiera que matare a Cain, siete veces será castigado.»

Y aquello era siete veces un castigo.

Apenas consiguió llegar a la cuneta antes de doblegarse de dolor y empezar a vomitar sangre.

Simon supo que había calculado mal en el mismo momento en que abrió la puerta. Creía que su madre ya estaría dormida, pero resultó que no. Estaba despierta, sentada en un sillón de cara a la puerta, el teléfono en la mesita a su lado, y en seguida se fijó en que llevaba la chaqueta manchada de sangre.

No gritó, para sorpresa suya, sino que se llevó la mano a la boca.

—Simon.

—No es sangre mía —dijo él en seguida—. Estábamos en casa de Eric y Matt ha tenido una hemorragia nasal...

—No quiero escucharlo. —Rara vez utilizaba aquel tono tan cortante; le recordó a Simon la manera de hablar de su madre durante los últimos meses de enfermedad de su padre, cuando la ansiedad cortaba su voz como un cuchillo—. No quiero escuchar más mentiras.

Simon dejó las llaves en la mesita que había al lado de la puerta.

—Mamá...

—No haces más que contarme mentiras. Estoy cansada del tema.

—Eso no es verdad —dijo él, sintiéndose fatal, consciente de que su madre estaba en lo cierto—. Pero en estos momentos están pasándome muchas cosas.

—Lo sé. —Su madre se levantó; siempre había sido una mujer delgada, pero ahora estaba en los huesos, y su pelo oscuro, del mismo color que el de él, con más canas que lo que él recordaba—. Ven conmigo, jovencito. Ahora.

Perplejo, Simon la siguió hacia la pequeña cocina decorada en luminosos tonos amarillos. Su madre se detuvo al entrar y señaló en dirección a la encimera.

—¿Te importaría explicarme esto?

Simon notó que se le quedaba la boca seca. Sobre la encimera, formadas como una fila de soldados de juguete, estaban las botellas de sangre que guardaba en la pequeña nevera que había instalado en el fondo del armario. Una estaba medio vacía; las demás, llenas del todo, el líquido rojo del interior brillando como una acusación. Su madre había encontrado también las bolsas de sangre vacías que Simon había lavado y guardado en el interior de una bolsa de plástico para tirarlas a la basura. Y las había dejado también allá encima, a modo de grotesca decoración.

—Al principio pensé que era vino —dijo Elaine Lewis con voz temblorosa—. Después encontré las bolsas. De modo que abrí una de las botellas. Es sangre, ¿verdad?

Simon no dijo nada. Era como si se hubiese quedado sin voz.

—Últimamente te comportas de una forma muy rara —prosiguió su madre—. Estás fuera a todas horas, no comes, apenas duermes, tienes amigos que no conozco, de los que jamás he oído hablar. ¿Te crees que no me entero cuando me mientes? Pues me entero, Simon. Pensaba que tal vez andabas metido en drogas.

Simon encontró por fin su voz.

—¿Y por eso has registrado mi habitación?

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