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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (24 page)

—Quedarnos aquí —sugirió Bernard de inmediato—. Nos podemos quedar aquí hasta que sea seguro desplazarnos.

—No has estado escuchando, ¿verdad? —suspiró Jack.

—No, necesitamos algún lugar mejor que éste, algo más seguro y más aislado —propuso Donna.

—Necesitas la base —anunció Cooper, su voz llena de resignación.

33

No sabía cómo había dejado que pasase. En pocos minutos había experimentado toda una serie de emociones olvidadas: desde la comprensión, la alegría y el sentirse realizado, hasta la vergüenza, la total desesperación y el arrepentimiento. Todos los sentimientos que Michael se había forzado a reprimir durante semanas, habían salido a la superficie en un momento de locura súbita y se habían revelado. La situación en la que se encontraba era dolorosamente extraña e inesperada. Se sentía frustrado y avergonzado, expuesto y desnudo.

Era primera hora de la mañana. Michael ya no llevaba reloj, porque creía que no tenía ningún sentido, pero sabía por los escasos rayos de luz que se empezaban a filtrar a través de la claraboya en el techo de la autocaravana que eran alrededor de las cinco o las seis de la madrugada, quizás un poco más tarde. Había conseguido dormir durante un rato, pero, al final, la noche había sido tan larga e interrumpida como la mayoría de las noches que habían pasado en la autocaravana. Sin embargo, las últimas horas habían sido sutilmente diferentes. Tendido al lado de Emma (que parecía que había dormido relativamente bien) se había pasado las horas contemplándola. Ella se había vuelto hacia el otro lado en la oscuridad. Instintivamente, él se había acercado a ella por detrás y la había abrazado. Le había acariciado el pecho con la mano. Ambos estaban totalmente vestidos, pero la sensación inesperada y la ligera caricia de su seno cálido y suave habían sido excitantes, y le habían recordado en un instante las sensaciones de deseo y lujuria que había enterrado muy hondo durante lo que le parecía una eternidad. Se había arrimado más a ella en la oscuridad, apretándose contra su cuerpo, rezando para que no se despertase, pero, al mismo tiempo, deseando que ella respondiese. Le habría gustado que se hubiera dado la vuelta y lo hubiera abrazado, besado y acariciado, y que le hubiera dicho que todo iba a ir bien.

Durante mucho tiempo, Michael había luchado con su conciencia. ¿Cómo se podía permitir pensar en el amor y el sexo cuando el mundo exterior estaba muerto? ¿Qué tipo de ser humano era para considerar su propio placer y deseo sexual por encima de la devastación que había tenido lugar más allá de las frágiles paredes de la autocaravana? Pero sin importar cuánto le gritaran su cerebro y su conciencia que se comportase, su corazón y otros instintos más básicos y carnales lo empujaban a obrar de forma diferente.

En la semioscuridad, metió la mano bajo las sábanas y se desabrochó el pantalón. Nervioso al principio, empezó a tocarse de una forma que no había hecho desde antes de empezar la pesadilla. Inseguro al principio, con cada segundo que pasaba su excitación aumentaba gradualmente y pronto se estaba moviendo con rapidez, disfrutando de la inesperada libertad y abrazando a Emma con toda la fuerza que se atrevía. Ella era la razón de que estuviera haciendo eso. Sabía que no se podía arriesgar a explicarle los sentimientos que albergaba hacia ella y cómo la deseaba pero, por primera vez, admitió y aceptó la profundidad de sus sentimientos por la única persona que quedaba en el mundo.

Los movimientos de su mano se volvieron más veloces, cada vez más rápidos hasta alcanzar el momento. La precaución y el control dieron paso al estremecimiento y el placer. No podía parar. No quería parar. Sabía que el silencio y el movimiento lo podrían traicionar, pero no le importaba. Tenía una necesidad, un deseo físico, que debía satisfacer. Y entonces ocurrió. El movimiento se detuvo. Una décima de segundo de pausa y después una oleada imparable de placer seguido por la relajación.

De repente avergonzado, Michael se subió los pantalones e inmediatamente empezó a elucubrar cómo iba a limpiar las sábanas y sus ropas sin que Emma descubriera lo que había hecho. Un sentimiento que le resultaba familiar, de arrepentimiento posteyaculación, que bordeaba el asco, le invadió. ¿Qué había hecho? Dios santo, millones de personas muertas en el exterior y ahí estaba él, masturbándose bajo las sábanas como cualquier colegial. Se sentía avergonzado, y esa vergüenza aumentó hasta el infinito cuando Emma se dio la vuelta. Estaba despierta. Peor aún, podía leer en sus ojos (aunque no se atreviera a mirarlos durante más de medio segundo) que llevaba un rato despierta.

—¿Estás bien?

Avergonzado, Michael asintió.

—Bien —respondió incómodo—. ¿Y tú?

Ella sonrió y se tendió de espaldas. Un pesado silencio descendió sobre la autocaravana, y a Michael le pareció que duraba horas, aunque, en realidad, sólo se mantuvo durante unos segundos. Cubriéndose las ingles húmedas con la mano y con una camiseta sucia, se levantó con rapidez y se encaminó hacia el diminuto espacio del cuarto de baño, donde empezó a limpiarse, estremeciéndose a causa del frío cuando pasó una esponja con agua embotellada por encima de la ropa. ¿Cómo había podido dejar que ocurriera? ¿Sabía Emma lo que había hecho? ¿Era un crimen tan grande? ¿Había hecho algo malo? ¿Ella podría seguir confiando en él o lo despreciaría? ¿Pensaría que era algún tipo de pervertido? ¿Un violador en potencia? Todas esas preguntas recibieron respuesta cuando finalmente consiguió reunir el valor suficiente para volver a la otra habitación.

—Está bien, ¿sabes? —le dijo Emma con suavidad.

Más avergonzado de lo que estaba antes, Michael se sentía totalmente humillado.

—¿Qué? ¿Quieres decir...? —tartamudeó.

—Es natural —respondió ella, levantándose de la cama y atravesando el cuarto para acercarse a él.

—Yo sólo... —empezó, sin saber en realidad lo que estaba intentando decir.

Sabiendo que la conversación iba a ser difícil, Emma se abrazó a Michael y hundió el rostro en el pecho de él durante un momento antes de mirarlo a los ojos y después besarle con delicadeza en la mejilla sin afeitar. Le recorrió con las manos la espalda arriba y abajo, y lo acarició con fuerza.

—Comprendo.

—¿De verdad?

Ella le besó en los labios. Lo había besado antes, pero esta vez el contacto entre los dos era innegablemente más fuerte. Emma lo miró a la cara.

—Sé cómo te sientes.

34

La enorme multitud delante del edificio universitario seguía aumentando. Incluso en ese momento, semanas después de la hecatombe, muchos más cuerpos indolentes y deteriorados se arrastraban a través de las ruinas del centro de la ciudad para dirigirse hacia el complejo universitario. Para los supervivientes reunidos allí resultaba imposible apreciar lo normal que se había vuelto su presencia. Los alrededores permanecían en un silencio casi total. Los únicos sonidos que se oían eran naturales o accidentales: retazos del trinar de los pájaros, el ruido del viento soplando a través los árboles de ramas quebradizas, o cuerpos torpes y tambaleantes colisionando con objetos al azar y tirándolos con estrépito al suelo. En este ambiente denso incluso la más mínima perturbación se veía amplificada y las reacciones que provocaban eran igualmente exageradas. La población de la ciudad superaba el millón de habitantes antes de caer en masa. De todos los muertos, más de un tercio se había empezado a mover de nuevo, y cada uno de ellos había recuperado con lentitud la capacidad de reaccionar y responder a estímulos básicos. La reacción de un cuerpo ocasionaba que otro se encaminase instintivamente detrás del primero, y después otro y otro y otro. Un único sonido inesperado provocaba, con frecuencia, que más de un centenar de las patéticas criaturas tomaran curiosas la misma dirección. Los supervivientes, con sus ruidos no intencionados y las fogatas de señalización, habían conseguido atraer la atención de una multitud putrefacta que ya debía de estar formada por unos diez mil cuerpos.

Desde la fachada acristalada de un rellano a tres pisos de distancia del tejado del edificio, Yvonne, la antes tan correcta y formal secretaria, estaba de pie al lado de Bernard, y miraba hacia abajo a la multitud que se encontraba a sus pies. Era primera hora de la mañana y ninguno de los dos podía dormir.

—¿Qué vamos a hacer, Bernard? —le preguntó en voz baja, apretando el grueso abrigo a su alrededor para alejar el frío.

A medida que se acercaba el invierno sentía cada vez más la bajada de las temperaturas. Sin electricidad ni gas, no había calefacción en el edificio, y había perdido peso como consecuencia de vivir con poco más de unas migajas de comida durante casi un mes. Tanto Bernard como ella rondaban la cincuentena, y el esfuerzo físico de este suplicio se estaba volviendo dolorosamente evidente. Yvonne, en especial, parecía demacrada y pálida, casi tanto como algunos de los cadáveres del exterior. Por ninguna razón aparente que no fuera la similitud en edades, ambos se sentían próximos y habían pasado mucho tiempo juntos durante los últimos e interminables días.

—Cada día te digo lo mismo —contestó Bernard con tristeza, mirando fijamente la interminable multitud que se extendía a sus pies—. No lo sé.

—¿Crees que tienen razón los que dicen que deberíamos irnos? No soporto la idea. No puedo concebir estar de nuevo ahí fuera con esas cosas. Son cientos y cientos. ¿Cómo se supone que vamos a atravesarlos?

Bernard no contestó. Rememoró la conversación de la pasada noche, pero no quiso decir nada. En su lugar, se inclinó hacia delante y descansó la cabeza contra el vidrio frío. Afuera estaba lloviendo, una lluvia intensa y continua que lo empapaba todo y que hacía que el mundo pareciera aún más oscuro, más frío e incluso más vacío. ¡Dios santo, estaba tan cansado! No había realizado actividad física alguna para sentirse así. Intentar vivir en esta pesadilla ya suponía una tensión que requería un esfuerzo constante.

A sus pies, los cuerpos seguían acercándose al edificio. Habían llegado tantos que los que se encontraban en primera fila, porque llevaban allí casi desde el primer día, habían quedado casi completamente aplastados por el peso del extraordinario volumen de cadáveres que había detrás de ellos. A pesar de los huesos rotos, la atroz descomposición y la falta de espacio físico, las criaturas aplastadas contra las puertas y las ventanas seguían intentando avanzar aún más. No tenían la fuerza ni el espacio, o la capacidad para entrar en el edificio, pero continuamente intentaban abrirse paso para llegar a los supervivientes al otro lado de los muros de la universidad.

—¿Tienes hambre, Bernard? —preguntó Yvonne.

El negó con la cabeza.

—No. Y aunque la tuviera, no queda nada que valga la pena comer.

Tenía razón. Las reservas de alimentos se estaban reduciendo de forma alarmante. Habían saqueado cada centímetro cuadrado del campus universitario, y hasta el momento habían conseguido sobrevivir con lo que habían sacado de cantinas, restaurantes y máquinas de venta. Aunque se habían aventurado con frecuencia por la ciudad durante los primeros días para conseguir provisiones, los riesgos habían aumentado sustancialmente desde entonces, y las salidas se habían detenido. Incluso hombres como Nathan Holmes, al principio llenos de bravuconería barata y desprecio por los cuerpos, se habían vuelto reticentes a dar un solo paso en el exterior.

Cuanto más contemplaban Bernard e Yvonne la masa putrefacta a sus pies, más claro les quedaba el horror y lo completamente desesperado de su situación. A la derecha se encontraba el cuerpo de Sonya Farley, que de alguna manera seguía sosteniendo lo que quedaba de su bebé. El cuerpo de Sonya se estaba descomponiendo con la misma rapidez que los cadáveres que la rodeaban. En el centro de la repugnante muchedumbre, en el punto en el que los cuerpos que aún eran capaces de avanzar alcanzaban a los que se apretaban con fuerza contra los muros del edificio, se empezaban a mostrar instintos animales más básicos. Yvonne contemplaba con asco cómo, de vez en cuando, un cadáver rasgaba y arrancaba trozos de los que se encontraban a su alrededor para poder pasar, desesperado por acercarse al edificio. Nunca había tenido estómago para contemplar escenas de violencia, y eso la ponía enferma.

Bernard también estaba mirando el comportamiento de los cuerpos. Como habían dicho los demás la pasada noche, cambiaban constantemente y se preguntó por qué reaccionarían de esa forma. El era un hombre inteligente y, por mucho que confusas emociones como el miedo y la desesperación habían cambiado su visión de la realidad, sabía que el comportamiento de las criaturas seguía una pauta lógica. Mientras miraba hacia el mar de cuerpos tambaleantes y destrozados por la enfermedad que se encontraba a sus pies, consideró la cronología de su declive. Había pensado en esto incontables veces antes, pero había llegado a pocas conclusiones. Los cadáveres se estaban descomponiendo, eso resultaba evidente incluso desde esa distancia, pero parecía que algo dentro de ellos había sobrevivido al virus o a la enfermedad. Era como si sus cerebros se hubieran quedado de alguna manera congelados y luego hubieran empezado gradualmente a descongelarse. La capacidad de moverse había sido la primera señal, seguida muy pronto por la habilidad de reaccionar ante los estímulos externos. Otras necesidades básicas seguían sin cubrirse, al parecer no tenían ningún deseo de comer o beber o de todo lo demás, ni comían carne, como en las películas que solía ver su hijo, pero en su lugar parecían existir en un estado permanente de animación constante e inútil.

Pero ya se estaba manifestando otro cambio.

Bernard se había dado cuenta de que se había empezado a desarrollar durante los últimos días, quizás desde la última semana, y los comentarios que había oído la noche anterior habían confirmado sus sospechas. Los cuerpos eran más agresivos que antes. Disponían de una nueva energía y determinación. Físicamente proseguía su deterioro, pero mentalmente estaban cambiando. Miró hacia abajo, a la zona que ocupaba la muchedumbre apelotonada, donde los cuerpos estaban luchando de nuevo entre ellos. Más que la maldita determinación ciega que había señalado Yvonne, algunas de las criaturas estaban empezando a luchar de verdad.

—¿Ves lo que están haciendo? —preguntó en voz baja—. Sólo obsérvalos.

Bernard se dio la vuelta y vio que Yvonne se había ido. No la había oído marcharse. Sin preocuparse, volvió a mirar por la ventana y devolvió su atención a los muertos. Donde antes había prevalecido una apatía fría y sin emociones, en ese momento se estaban empezando a mostrar nuevas energías. Los cuerpos estaban exhibiendo auténticas señales de furia e ira. Hasta el momento se habían arremolinado alrededor de los supervivientes porque, según presuponía, no había otras distracciones, pero Bernard se preguntó si no querrían más. ¿Sentían dolor? ¿Era la violencia una consecuencia de notar que sus cuerpos se estaban descomponiendo? Recordó cómo respondía él mismo ante el dolor. La primera reacción era con frecuencia maldecir, algunas veces incluso estallar de rabia y golpear una pared o tirar algo. ¿Era posible que fuera eso lo que estaba viendo en las calles a sus pies? ¿Quizá su ira creciente era una reacción directa a su sufrimiento?

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