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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (13 page)

—¿Qué opina, Calvin? —preguntó Devereaux después de darle la bienvenida a Dexter de regreso de su viaje a África.

—No hay ninguna duda de que el abogado está a cargo de las operaciones de blanqueo del cártel, pero parece que únicamente para España. Tal vez las otras bandas europeas llevan su dinero a la calle Serrano para pagar sus deudas. En cualquier caso, preferiría que la UDYCO esperase hasta que haga otro viaje.

—Podrían detener a los dos delincuentes, al abogado y al banquero corrupto y confiscar el dinero de una sola tacada. ¿Por qué no?

—Los cabos sueltos. La carta, la muchacha. ¿Por qué juega a ser el cartero? ¿Para quién? —murmuró Dexter.

—La sobrina de alguien. Un favor para un amigo.

—No, señor Devereaux. Existe el correo normal, incluso las cartas certificadas si lo prefiere, los correos electrónicos, los mensajes de texto, el teléfono. Esto es personal, secreto. La próxima vez que nuestro amigo Luz aterrice en Madrid me gustaría estar allí. Con un equipo reducido.

—¿Así que pedimos a nuestros amigos españoles que esperen hasta que esté usted preparado? ¿Por qué tanta cautela?

—Nunca asuste a una presa espantadiza —contestó el ex soldado—. Mate al animal con un único disparo en la cabeza. Sin complicaciones. Sin fallos. Nada de heridas. Si detenemos a Luz ahora, nunca sabremos quién envía los sobres de color crema a quién, y por qué. Es algo que me preocuparía durante mucho tiempo.

Paul Devereaux miró al ex rata de túnel con expresión pensativa.

—Comienzo a entender por qué el Vietcong nunca lo atrapó en el triángulo de hierro. Todavía piensa como una criatura de la selva.

C
APÍTULO
5

Guy Dawson se colocó en fila, pisó el freno con suavidad, observó de nuevo el panel de instrumentos, miró la pista que resplandecía bajo la luz del sol, solicitó la autorización a la torre y esperó el «Despejado para el despegue».

Cuando llegó la señal, Dawson movió los dos aceleradores hacia delante. Detrás, los dos motores Rolls-Royce Spey cambiaron su tono de gemido por un tremendo rugido y el viejo Blackburn Buccaneer comenzó a rodar. Era un momento con el que el veterano piloto siempre disfrutaba.

A velocidad de despegue, el antiguo bombardero ligero de la marina se volvió suave al tacto, cesó el retumbar de las ruedas y se elevó hacia el amplio y azul cielo africano. Muy atrás, cada vez más pequeña, Thunder City, la empresa de aviación privada del Aeropuerto Internacional de Ciudad del Cabo, acabó por desaparecer. Sin dejar de ascender, Dawson puso rumbo, en primer lugar, hacia Windhoek, Namibia, la etapa más corta y fácil de su largo viaje al norte.

Dawson únicamente tenía un año más que el veterano avión de combate que pilotaba. Había nacido en 1961 cuando el Buccaneer era todavía un prototipo. Inició su extraordinaria carrera al año siguiente, cuando entró en servicio en las escuadrillas de las Fuerzas Aéreas de la Armada británica. Diseñado en un principio para enfrentarse con los cruceros soviéticos de la clase Sverdlov, resultó ser tan bueno en su trabajo que acabó permaneciendo en servicio hasta 1994.

Las Fuerzas Aéreas de la Armada lo utilizaron en los portaaviones hasta 1978. En 1969, la envidiosa RAF desarrolló la versión terrestre, que también fue retirada en 1994. En ese período, Sudáfrica compró dieciséis aparatos, que estuvieron operativos hasta 1991. Lo que ni siquiera los forofos de la aviación sabían era que fue el avión que transportaba las bombas atómicas sudafricanas hasta que, en vísperas de la «revolución del arco iris», la Sudáfrica blanca mandó destruirlos (excepto los tres que se conservan como piezas de museo) y dio de baja al Buccaneer. El que pilotaba Guy Dawson aquella mañana de enero de 2011 era uno de los últimos tres que volaban en todo el mundo, rescatado por los entusiastas de los aviones de guerra y que Thunder City utilizaba para vuelos turísticos.

Todavía ascendiendo, Dawson se desvió del Atlántico Sur y fue casi en línea recta al norte, hacia las vacías arenas ocres de Namaqualand y Namibia.

El aparato, la versión S.2 de la RAF, podía subir hasta casi 12.000 metros de altitud, volar a una velocidad de Mach 1.8, con un consumo de casi cuarenta kilos de combustible por minuto. Para este corto tramo tendría de sobra. Con ocho depósitos llenos, además del depósito en el compartimiento de las bombas y otros dos depósitos debajo de las alas, su Bucc podía llevar la carga completa de 10.500 kilos, lo que le daba una autonomía de vuelo de 2.266 millas náuticas. Windhoek estaba muy por debajo de las mil.

Guy Dawson era un hombre feliz. Como joven piloto de la fuerza aérea sudafricana lo habían destinado en 1985 al 24 Escuadrón, la crema de la crema a pesar de que también estaban ya en servicio los cazas Mirage franceses, mucho más rápidos. Pero el Bucc, un veterano de veinte años, era especial.

Una de sus características más curiosas era que el compartimiento de las bombas se cerraba totalmente con una puerta giratoria. En un bombardero ligero de este tamaño, la mayoría de la munición se llevaba debajo de las alas. Pero tener las bombas dentro dejaba el exterior limpio y mejoraba la autonomía de vuelo y la velocidad.

Los sudafricanos se encargaron de ampliar todavía más el compartimiento, para instalar las bombas atómicas que habían fabricado en secreto durante años con la ayuda de los israelíes. Una de las modificaciones fue incorporar otro enorme depósito de combustible en el compartimiento oculto y dar al Bucc una autonomía de vuelo inigualable. Fue con esa autonomía y esa resistencia que daban al Bucc horas de «ocio» en el cielo, las razones por las que un discreto y nervudo norteamericano llamado Dexter, que había visitado Thunder City en diciembre, se decidiese por este aparato.

En realidad, Dawson no quería alquilar a la niña de sus ojos, pero la crisis económica global había reducido su fondo de pensiones a una pequeña parte de lo que esperaba para su retiro y la oferta del norteamericano era demasiado tentadora. Firmó un contrato de alquiler por un año por una cantidad que sacaría de apuros a Guy Dawson.

Había decidido pilotar él mismo su avión hasta Gran Bretaña. Sabía que existía un grupo de entusiastas del Bucc que tenían su base en un viejo campo de aviación de la Segunda Guerra Mundial en Scampton, Lincolnshire. Ellos también estaban restaurando un par de Buccaneers, pero aún no los habían terminado. Se había enterado porque los dos grupos de entusiastas estaban en contacto permanente, y el norteamericano también estaba al corriente de ello.

El viaje de Dawson sería arduo y largo. Últimamente, el asiento del navegante a su espalda lo utilizaban los turistas de pago, pero gracias a la tecnología GPS volaría en solitario desde Windhoek a través del Atlántico Sur hasta la pequeña mancha de la isla Ascensión, una propiedad británica en medio de la nada.

Tras descansar una noche y repostar, volaría de nuevo al norte hasta el aeropuerto de Sal en las islas de Cabo Verde, de allí a la isla española de Gran Canaria y por último a Scampton, en el Reino Unido.

Guy Dawson sabía que su patrón norteamericano había establecido líneas de crédito en cada etapa, para cubrir los gastos de combustible y alojamiento. No sabía por qué Dexter había escogido el antiguo avión de combate de la marina.

Había tres razones.

Dexter había buscado por todas partes, y sobre todo en su propio país, donde existía una gran afición por los viejos aviones de guerra que se mantenían en condiciones de vuelo. Se había decidido por el Buccaneer sudafricano porque era anónimo. Podía pasar por una vieja pieza de museo que se llevaba de un lugar a otro para exhibirla.

Era fácil de mantener y muy resistente, prácticamente indestructible. Además, podía permanecer en el aire durante horas y horas.

Pero lo que solo él y Cobra sabían, mientras Guy Dawson llevaba a su criatura de nuevo a su tierra natal, era que este Buccaneer no acabaría en un museo. Volvía a la guerra.

Cuando el señor Julio Luz aterrizó en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, en Madrid, un día de febrero de 2011, el comité de recepción era algo más numeroso.

Cal Dexter le esperaba en el vestíbulo con el inspector Paco Ortega mientras los pasajeros salían por las puertas del control de aduanas. Ambos estaban en un quiosco de prensa; Dexter de espaldas al objetivo y Ortega pasando las páginas de una revista.

Años atrás, después de pasar por el ejército y por la facultad de derecho, cuando trabajaba de abogado de oficio en Nueva York, Cal Dexter tenía tantos «clientes» hispanos que comprendió la utilidad de aprender español. Y así lo hizo. Ortega estaba impresionado. Era muy difícil encontrar a un yanqui que hablase un castellano decente, pero eso le permitía no tener que esforzarse en hablar inglés.

—Es aquel —murmuró sin moverse.

Dexter lo identificó fácilmente. Su colega Bishop había descargado una foto de los archivos del Colegio de Abogados de Bogotá.

El colombiano siguió la rutina habitual. Subió a la limusina del hotel con su maletín, dejó que el chófer guardase la maleta en el maletero y se relajó durante el trayecto hasta la plaza de las Cortes. El coche de la policía de incógnito adelantó a la limusina y Dexter, que ya se había registrado antes, llegó primero al hotel.

Dexter se había llevado a Madrid un equipo de tres personas, todos del FBI. Los federales habían sentido curiosidad, pero la autorización presidencial acalló todas las preguntas y objeciones. Uno de los miembros tenía la habilidad de abrir cualquier cerradura, y rápido. Dexter había insistido en la rapidez. Le explicó el tipo de problemas que podría encontrarse, pero el cerrajero simplemente se encogió de hombros. ¿Eso era todo?

El segundo hombre podía abrir sobres, escanear el contenido en apenas segundos y volver a cerrarlo sin que se notase nada. El tercero no era más que el centinela. No se alojaban en el Villa Real sino doscientos metros más allá, siempre atentos a una llamada del móvil.

Dexter se encontraba en el vestíbulo cuando llegó el colombiano. Sabía cuál era la habitación del abogado y había comprobado el acceso. Habían tenido suerte. Estaba al final de un largo pasillo, lejos de la puerta de los ascensores, lo cual disminuía el riesgo de una súbita e inesperada aparición.

Cuando se trataba de vigilar a un objetivo, Dexter había aprendido hacía tiempo que el hombre de la gabardina que simulaba leer un periódico en una esquina o estaba en un portal sin motivo alguno era tan visible como un rinoceronte en el jardín de una vicaría. Prefería ocultarse a plena vista.

Vestía una camisa chillona, se inclinaba sobre el ordenador portátil y hablaba por el móvil en voz muy alta con una persona a la que llamaba «mi preciosa conejita». Luz lo miró un segundo, lo examinó y perdió todo interés.

Aquel hombre era totalmente previsible. Se registró, tomó una comida ligera en su habitación y se quedó allí para disfrutar de una buena siesta. A las cuatro apareció en el café East 47, pidió una tetera de Earl Grey y reservó una mesa para la cena. Al parecer, que hubiera otros excelentes restaurantes en Madrid y que hiciera una noche preciosa aunque fresca, se le escapaba.

Unos minutos más tarde, Dexter y su equipo estaban en el pasillo. El centinela se apostó delante de la puerta del ascensor. Cada vez que alguien subía y esperaba con la puerta abierta, el hombre indicaba con un gesto que bajaba. Entre sonrisas corteses, la puerta se cerraba de nuevo. Cuando el ascensor bajaba, la pantomima se repetía a la inversa. Prescindía del consabido atarse y desatarse los cordones de los zapatos.

El cerrajero, con un artilugio de última tecnología, tardó dieciocho segundos en abrir la cerradura electrónica de la suite. En el interior, los tres hombres trabajaron deprisa. La maleta estaba deshecha y el contenido colgado en el armario o colocado pulcramente en los cajones. El maletín estaba sobre una cómoda.

Tenía una cerradura de combinación con números que iban del cero al nueve. El cerrajero se colocó un estetoscopio en los oídos, comenzó a girar las ruedas con mucho cuidado y escuchó. Uno tras otro los números ocuparon el lugar correspondiente y los cierres se abrieron.

El interior contenía principalmente documentos. Pusieron en marcha el escáner. Unas manos con guantes de seda blancos lo copiaron todo en una memoria USB. No había ninguna carta. Dexter, también con guantes, buscó en los bolsillos del maletín. Ninguna carta. Señaló los armarios. Había seis en la suite. La caja de seguridad estaba en un armario debajo de la pantalla de plasma.

Era una buena caja pero no estaba diseñada para resistir la tecnología, la habilidad y la experiencia del hombre que practicaba y enseñaba este oficio en los laboratorios de Quantico. La combinación estaba formada por los cuatro primeros dígitos del número de asociado de Julio Luz al Colegio de Abogados de Bogotá. El sobre estaba en el interior; largo, rígido, de color crema.

Estaba cerrado con su propia goma, pero también había una tira de cinta adhesiva transparente sobre la solapa. El experto lo observó durante unos segundos, sacó un instrumento de su maletín y lo empleó para planchar los adhesivos como quien plancha el cuello de una camisa. Cuando acabó, la solapa del sobre se abrió sin resistencia.

Los guantes blancos sacaron las tres hojas de papel dobladas. Con una lente de aumento, el experto buscó cualquier cabello humano o un algodón muy fino que pudiesen haber puesto como una trampa. No había nada. Era obvio que el remitente confiaba en el abogado para que entregase su misiva intacta a la señorita Letizia Arenal.

Copiaron la carta y la devolvieron a su sitio; cerraron de nuevo el sobre con un líquido transparente. Volvieron a colocar la carta en la caja en el mismo lugar donde estaba antes; cerraron la caja con las ruedas de la combinación en la misma posición anterior. Luego los tres recogieron sus equipos y se marcharon.

Desde la puerta del ascensor el centinela sacudió la cabeza. Ninguna señal del objetivo. En aquel momento llegó el ascensor y se detuvo. Los cuatro hombres se apresuraron a salir por la puerta de la escalera y bajaron a pie. Tuvieron suerte; cuando se abrió la puerta, el señor Luz salió del ascensor para ir de vuelta a su habitación, tomar un baño perfumado y ver la televisión antes de la cena.

Dexter y su equipo fueron a su habitación, donde vaciaron el contenido de su maletín. Le daría al inspector Ortega todo lo que habían encontrado excepto la carta, que leyó de inmediato.

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