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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (32 page)

Al día siguiente era domingo. El grupo de Bogotá estaba a punto de marcharse. Sonora les llevaría al aeropuerto. Un kilómetro más allá del cuartel general del ejército, Valdez ordenó que pararan. En su móvil, con la cobertura que facilitaba el MTN, el único servicio local, y que utilizaba únicamente la élite, los blancos y los chinos, llamó al despacho del general Gomes.

El general tardó unos minutos en ir desde su alojamiento hasta su despacho. Cuando respondió, estaba a un metro del jarrón. Valdez pulsó el detonador que tenía en la mano.

La explosión derrumbó la mayor parte del edificio y redujo el despacho a escombros. Del dictador solo encontraron unos pocos pedazos que más tarde se llevaron al territorio balanta, para que lo enterraran junto a los espíritus de sus antepasados.

—Necesitará un nuevo socio comercial —dijo Valdez a Sonora de camino al aeropuerto—. Alguien honrado. Al Don no le gustan los ladrones. Ocúpese de que sea así.

El Grumman estaba preparado para el despegue. Pasó al norte de la isla brasileña de Fernando de Noronha, donde
Sam
lo descubrió e informó. El golpe en África Occidental apareció en el servicio mundial de noticias de la BBC, pero apenas fue una nota sin imágenes que no duró mucho.

Unos días antes se había dado una noticia en la televisión que no había llamado demasiado la atención, pero era de la CNN desde Nueva York. Por lo general, que deportaran desde el aeropuerto Kennedy a una joven estudiante colombiana y la devolvieran a sus estudios en Madrid, después de que se hubieran retirado los cargos contra ella en Brooklyn, no hubiese merecido ninguna mención, pero alguien había movido los hilos en alguna parte y se envió a un equipo.

La filmación de dos minutos se emitió en las noticias de la tarde. En las de las nueve ya no se emitiría, por razones editoriales. En las imágenes se veía un coche del ICE que se detenía en salidas internacionales y a dos alguaciles que escoltaban a una joven muy hermosa con una expresión un tanto apagada a través del vestíbulo hasta desaparecer por el control de seguridad, donde no se detuvieron.

La voz en off decía que la señorita Arenal había sido víctima de un intento, por parte de un mozo de equipajes en el aeropuerto de Madrid, de utilizar su maleta para entrar en Nueva York con un kilo de cocaína; pero la droga se había descubierto en un control al azar en el aeropuerto Kennedy varias semanas atrás. La detención y confesión en España del culpable había exonerado a la estudiante colombiana, que ahora era libre para reincorporarse a su curso de Bellas Artes en Madrid.

No provocó ningún escándalo, pero alguien lo vio y lo grabó en Colombia. Después, Roberto Cárdenas volvió a mirar la noticia con frecuencia. Le permitía contemplar a la hija que no había visto en años; le recordaba a su madre, Conchita, que había sido toda una belleza.

A diferencia de muchos de los altos cargos en el negocio de la cocaína, Cárdenas nunca había sentido debilidad por la ostentación y el lujo. Procedía de los barrios más miserables y se había abierto camino en los viejos cárteles. Había sido uno de los primeros en ver la progresión de don Diego y comprender los beneficios de la centralización y la concentración. Por ese motivo el Don, convencido de su lealtad, se lo había llevado consigo a la recién formada Hermandad.

Cárdenas tenía el instinto de los animales asustadizos; conocía su bosque, intuía el peligro y nunca erraba el tiro. Solo tenía un punto débil y, por culpa de un abogado cuyas visitas demasiado regulares a Madrid había descubierto un informático, muy lejos, en Washington, lo habían descubierto. Cuando Conchita, que había criado a Letizia sola después de separarse, murió de cáncer, Cárdenas sacó a su hija del nido de víboras que era el mundo donde estaba condenada a vivir porque no conocía otro.

Tendría que haber escapado después de la detención de Eberhardt Milch en Hamburgo. Lo sabía, su instinto no lo había abandonado. Pero no quiso. Detestaba ese lugar llamado «el exterior»; solo podía dirigir su división de funcionarios extranjeros sobornados a través de un grupo de jóvenes que nadaban como peces entre el coral extranjero. No podía hacerlo y lo sabía.

Como una criatura de la selva, se movía constantemente de un refugio a otro, incluso en su propio bosque. Tenía cincuenta escondrijos, sobre todo en los alrededores de Cartagena, y compraba móviles desechables como si fuesen caramelos; nunca hacía más de una llamada antes de lanzar el móvil al río. Era tan esquivo que a veces el cártel tardaba más de un día en encontrarlo. Y era algo que el eficiente coronel Dos Santos, jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga, no se podía permitir.

Sus escondrijos solían ser granjas, oscuras, casi sin muebles, espartanas. Pero había un placer al que no renunciaba: le encantaba su televisor. Tenía el mejor y más nuevo modelo de plasma, la mejor antena de satélite, y viajaban siempre con él.

Le gustaba sentarse con una caja de seis botellas de cerveza, ir pasando los canales o ver películas en el reproductor de DVD del televisor. Le encantaban los dibujos animados, porque el Coyote le hacía reír, y no era fácil que él riese. Le gustaban las series de polis del canal Hallmark, porque podía burlarse de la incompetencia de los criminales, a los que siempre detenían, y de la poca utilidad de los policías, que nunca hubiesen pillado a Roberto Cárdenas.

Le encantaba una noticia que había grabado y que miraba una y otra vez. Mostraba a una encantadora pero pálida joven en el aeropuerto Kennedy. Algunas veces congelaba la imagen y la miraba durante media hora. Después de lo que había hecho para conseguir lo que aparecía en el vídeo, sabía que tarde o temprano alguien cometería un error.

Cuando se produjo el error fue nada menos que en Rotterdam. En esta antigua ciudad holandesa que apenas podría reconocer un comerciante que hubiese vivido allí cien años atrás, o un soldado de infantería británico que hubiese marchado por sus calles bajo una lluvia de flores y besos a principios de 1945. Solo en el pequeño casco antiguo todavía se mantenían las elegantes mansiones del siglo
XVIII
, mientras que el gigantesco Europoort era moderno, una segunda ciudad de acero, cristal, cemento, agua y barcos.

Si bien la mayor parte del petróleo necesario para mantener a Europa funcionando se descarga en los canales más alejados de la ciudad, la segunda especialidad de Rotterdam es su puerto de contenedores; no es tan grande como el de Hamburgo, pero es igual de moderno y mecanizado.

La aduana holandesa, en colaboración con la policía y, de acuerdo con la tradicional frase «actuando según una información recibida», había descubierto y detenido a un agente de aduanas llamado Peter Hoogstraten.

Era un hombre inteligente, astuto y pretendía negar la acusación. Sabía lo que había hecho y dónde había guardado el dinero del soborno o, para ser más exactos, dónde el cártel lo había depositado para él. Tenía la intención de retirarse y disfrutar hasta del último céntimo. No tenía la menor intención de confesar ni admitir nada. No dejaba de apelar a sus derechos civiles y sus derechos humanos. La única cosa que le preocupaba era cómo las autoridades habían logrado saber tanto. Alguien, en alguna parte, lo había denunciado; de eso estaba seguro.

Aunque se enorgullecen de ser ultraliberales, los Países Bajos acogen al mundo del hampa, y quizá debido a su extrema permisividad una gran parte del hampa está en manos de extranjeros europeos y no europeos.

Hoogstraten trabajaba principalmente para una banda de turcos. Conocía las reglas del tráfico de cocaína. El producto pertenecía al cártel hasta que salía del puerto de contenedores y entraba en las carreteras de la Unión Europea. Entonces pertenecía a la mafia turca, que había pagado el cincuenta por ciento al hacer el pedido, y el otro cincuenta por ciento a la entrega. Un cargamento interceptado por la aduana holandesa perjudicaría a las dos partes.

Los turcos tendrían que volver a hacer el pedido, aunque se negarían a pagar por segunda vez. Pero los turcos tenían clientes que también habían hecho pedidos y exigían la entrega. La capacidad de Hoogstraten para autorizar el paso de los contenedores y otras cargas era inestimable y muy bien recompensada. Él tan solo era un peón más en un recorrido que, entre la selva colombiana y una fiesta holandesa, podía tener fácilmente veinte participantes diferentes, todos ellos remunerados, pero él era el crucial.

El error se debió a un problema personal del inspector jefe Van der Merwe. Había desarrollado toda su carrera profesional en la aduana holandesa. Se había unido a la División de Investigación Criminal a los tres años de entrar en la profesión y había interceptado montañas de contrabando a lo largo de los años. Pero los años se habían cobrado su peaje. Tenía la próstata agrandada y bebía demasiado café, que aumentaba las molestias de su delicada vejiga. Era motivo de sonrisas disimuladas entre sus colegas más jóvenes, pero como era él quien padecía no le veía la gracia. En mitad del sexto interrogatorio a Peter Hoogstraten tuvo que salir.

Aquello no tendría que haber sido un problema. Indicó con un gesto a su compañero que harían una pausa. El colega dijo: «Entrevista suspendida a…» y apagó el magnetófono digital. Hoogstraten insistió en que quería fumar un cigarrillo y eso significaba ir a la zona donde se podía fumar.

La corrección política lo prohíbe, pero los derechos civiles lo permiten. Van der Merwe anhelaba jubilarse a su casa de campo en las afueras de Groninga, con su precioso huerto y sus árboles frutales, donde podría hacer durante el resto de su vida lo que más le gustaba. Los tres hombres se levantaron.

Cuando Van der Merwe se volvió el faldón de su chaqueta desplazó el expediente que tenía delante en la mesa. El expediente giró noventa grados y asomó un papel. Era una lista de números. En un segundo volvió a estar dentro de la carpeta, pero Hoogstraten lo había visto. Reconoció los números. Eran de su cuenta bancaria en las islas Turcas y Caicos.

Su rostro no delató nada, pero una luz se encendió dentro de su cabeza. Ese cerdo había entrado en sus cuentas bancarias secretas. Aparte de él, solo dos fuentes conocían esas cifras: el banco, la mitad de cuyo nombre había aparecido por una fracción de segundo, y el cártel, que llenaba esa cuenta. Dudaba que fuese el banco, a menos que la DEA norteamericana hubiese desactivado los cortafuegos de los ordenadores que protegían las cuentas.

Aunque era posible. Nada era totalmente impenetrable, ni siquiera los cortafuegos de la NASA y el Pentágono, como había quedado demostrado. En cualquier caso debía avisar al cártel de que había una filtración, y muy grave. No tenía ni idea de cómo ponerse en contacto con el cártel colombiano, aunque sabía que existía porque había leído acerca de él en un largo artículo sobre la cocaína en
De Telegraf
. Pero los turcos lo sabrían.

Dos días más tarde, mientras se celebraba la vista para pedir la libertad bajo fianza, la aduana holandesa tuvo su segundo golpe de mala suerte. El juez era un fanático declarado de los derechos civiles que, en privado, apoyaba la legalización de la cocaína, que él mismo consumía. Concedió la fianza; Hoogstraten salió e hizo su llamada.

En Madrid, el inspector jefe Paco Ortega por fin podía atacar con la bendición de Cal Dexter. El abogado, Julio Luz, encargado de blanquear el dinero ya no le era de ninguna utilidad. Una ojeada a las reservas en el aeropuerto de Bogotá le indicó que volaba a Madrid en otro de sus viajes habituales.

Ortega esperó hasta que saliese del banco, mientras en la parte de atrás dos miembros del personal entregaban dos pesadas maletas Samsonite. De pronto aparecieron guardias civiles armados dirigidos por agentes de paisano de la UDYCO.

En el callejón detrás del banco, al mando de un hombre de la UDYCO que estaba apostado en un tejado a quinientos metros, los agentes detuvieron a dos hombres que después se demostró que eran matones que trabajaban para las bandas gallegas, junto con el personal del banco y las maletas. Estas contenían el pago quincenal del saldo de cuentas entre el hampa española y el cártel colombiano.

La cantidad total superaba los diez millones de euros, agrupados en fajos de quinientos euros. En la eurozona es un billete que no suele verse, porque su valor es tan alto que apenas se usa en la calle. En realidad se utiliza principalmente para grandes pagos en metálico, y solo hay una actividad que los necesite a menudo.

Julio Luz fue detenido delante del banco y, en el interior, los hermanos Guzmán y su jefe contable. Con una orden judicial, la UDYCO confiscó todos los libros y registros. Demostrar la confabulación en una operación de dinero transcontinental llevaría meses de investigación a un equipo de los mejores contables, pero las dos maletas justificaban el cargo para detenerlos. No podían explicar legalmente que tuviesen que entregárselo a pandilleros conocidos. Sería mucho más sencillo si alguien confesaba.

Camino de los calabozos, los gallegos pasaron por delante de una puerta abierta. En el interior un desesperado Julio Luz aceptaba la invitación a café y galletas de Paco Ortega, que sonreía satisfecho mientras le servía una taza.

Uno de los guardias civiles uniformados sonrió complacido a su prisionero.

—Ese es el tipo que hará que te condenen a cadena perpetua en la cárcel de Toledo —comentó.

En el interior de la habitación, el abogado colombiano se volvió hacia la puerta y por un segundo cruzó la mirada con el pandillero que lo observaba con el entrecejo fruncido. No tuvo tiempo de protestar. El hombre tuvo que seguir caminando por el pasillo. Dos días más tarde, mientras lo trasladaban desde la central de Madrid a una cárcel en los suburbios, consiguió escapar.

Pareció deberse a una grave falta de seguridad, así que Ortega, compungido, se disculpó con sus superiores. Las esposas del hombre debían de estar mal cerradas y en el furgón había conseguido liberar una mano. La furgoneta no entró en el patio de la cárcel sino que se detuvo en el bordillo. Cuando los dos presos estaban cruzando la calle uno de ellos se soltó y salió corriendo. Los policías tardaron en reaccionar y el preso consiguió fugarse.

Dos días más tarde, Paco Ortega entró en la celda de Julio Luz y le anunció que no había conseguido prolongar su detención. Era libre de marcharse. Más aún, lo escoltarían hasta el vuelo de la mañana de Iberia a Bogotá y lo subirían al avión.

Julio Luz permaneció despierto toda la noche en su celda, pensando. No tenía esposa ni hijos, algo que ahora agradecía. Sus padres estaban muertos. Nada le ligaba a Bogotá y don Diego lo aterrorizaba.

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