Read Come, Reza, Ama Online

Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

Come, Reza, Ama (8 page)

Escribió su obra maestra en lo que él llamaba el
dolce stil nuovo
, el «dulce estilo nuevo» de la lengua vernácula, que fue estilizando conforme escribía en ella, dándole una impronta tan personal como después haría Shakespeare con el inglés isabelino. Y resultó que varios siglos después un puñado de intelectuales nacionalistas decidió que el italiano de Dante iba a ser el idioma oficial de Italia, que es como si un puñado de catedráticos de Oxford hubiera decidido a principios del siglo XIX que —a partir de ese momento— en Inglaterra se iba a hablar el más puro inglés shakespeariano. Pero lo curioso es que funcionó.

El italiano que hablamos hoy, por lo tanto, no es el romano ni el veneciano (en cuyas ciudades se concentraba el poder militar y mercantil, respectivamente), ni tampoco el florentino propiamente dicho. A decir verdad, es un italiano
dantesco
. Ningún otro idioma europeo tiene un pedigrí tan artístico. Como no habrá ningún otro acondicionado expresamente para expresar los sentimientos humanos, como le sucedió al italiano florentino del siglo XIII, embellecido por uno de los más grandes poetas de la civilización occidental. Dante escribió su
Divina Comedia
en
terza rima
, una estrofa cuya rima se repetía tres veces cada cinco versos, dando a su hermoso florentino vernáculo lo que los expertos llaman una «rima encadenada», rima que pervive en las parrafadas melodiosas y poéticas que hablan los taxistas y los carniceros y los políticos de hoy en día. El último verso de la
Divina Comedia
, en el que Dante se enfrenta al mismísimo Dios en persona, expresa un sentimiento fácilmente comprensible para cualquiera que hable el italiano actual. Dante describe a Dios no sólo como una visión cegadora de luz celestial, sino ante todo como
l’amor che move il sole e l’altre stelle
...

«El amor que mueve el sol y las demás estrellas.» Así que, en realidad, no es tan raro que me haya empeñado en aprender este idioma.

16

Al cabo de diez días en Italia Depresión y Soledad me acechan. Tras una tarde feliz en la academia paseo por la Villa Borghese al anochecer, viendo la basílica de San Pedro iluminada por los rayos dorados del crepúsculo. Esta escena romántica me ha puesto de buen humor, aunque debo de ser la única de todo el parque que está sola, porque el resto de la gente parece estarse achuchando con alguien o jugando con algún niño. Pero me apoyo en la barandilla y me pongo a mirar la puesta de sol y me da por pensar y por comerme el tarro y es entonces cuando me acecha la neura.

Primero noto una presencia amenazadora, como la de los detectives de la agencia Pinkerton y después me van rodeando Depresión a la izquierda, Soledad a la derecha. No hace falta que se identifiquen enseñándome su placa. Llevamos años jugando al perro y el gato. Aunque admito que me sorprende encontrármelas aquí, al anochecer, en este elegante jardín italiano. La verdad es que no es su sitio.

Les digo:

—¿Cómo sabíais que estaba aquí? ¿Quién os ha dicho que estaba en Roma?

Depresión, que va de tía lista, me dice:

—¡Anda! ¿Es que no te alegras de vernos?

—Lárgate —le pido.

Soledad, que siempre hace de
poli bueno
, me replica:

—Lo siento, señora, pero puede que la siga durante todo el viaje. Tengo órdenes.

—Pues prefiero que no, la verdad —contesto.

Soledad se encoge de hombros con aire compungido, pero se me acerca más.

Entonces me cachean. Y me sacan de los bolsillos todo lo que pueda producirme algo parecido a la alegría. Depresión incluso llega a usurparme la identidad, su viejo truco de toda la vida. Después Soledad me interroga, cosa que aborrezco, porque suele durar varias horas. Lo hace con educación, pero es implacable y siempre consigue ponerme del revés. Me pregunta si tengo algún motivo verdadero para estar contenta. Me pregunta por qué estoy sola esta noche, otra noche más. Me pregunta (aunque esto mismo lo hemos hecho cientos de veces) por qué soy incapaz de mantener una relación, por qué he destrozado mi matrimonio, por qué me he peleado con David, por qué la he jorobado con todos los hombres con los que he estado. Me pregunta dónde estaba la noche en que cumplí 30 años y por qué las cosas se han torcido tanto desde entonces. Me pregunta por qué soy incapaz de controlarme y por qué no tengo una bonita casa y unos bonitos niños como debería tener una mujer respetable a mi edad. Me pregunta por qué, si se puede saber, creo merecerme unas vacaciones en Roma cuando tengo mi vida hecha unos zorros. Me pregunta por qué creo que escaparme a Italia como una colegiala me va a hacer feliz. Me pregunta dónde creo que voy a acabar de mayor como siga viviendo así.

De vuelta a casa espero poder quitármelas de encima, pero van pisándome los talones, las muy capullas. Depresión me agarra del hombro con firmeza y Soledad sigue dándome la vara con el interrogatorio. No me queda otra que saltarme la cena para evitar que me miren fijamente mientras como. Procuro que tampoco me sigan escaleras arriba hasta la puerta de mi apartamento, pero, conociendo a Depresión, sé que lleva una porra, así que no puedo impedirle entrar si se empeña.

—No tenéis ningún derecho a estar aquí —le digo a Depresión—. Ya he saldado mi deuda con vosotras. Cumplí mi condena en Nueva York.

Pero Depre me dedica esa tenebrosa sonrisa suya, se instala en mi silla preferida, pone los pies encima de la mesa y enciende un cigarrillo, llenándome la casa de su humo apestoso. Sin quitarme el ojo de encima, Soledad suspira y se mete en mi cama vestida, con zapatos y todo, tapándose hasta el cuello. Voy a tener que compartir la cama con ella una vez más, lo sé.

17

Hacía muy pocos días que había dejado de tomar pastillas. Me parecía una locura total tomar antidepresivos estando en Italia. ¿Quién se iba a deprimir en un sitio así?

Para empezar, yo nunca había querido medicarme. Llevaba mucho tiempo resistiéndome y tenía una larga lista de objeciones personales (por ejemplo, los estadounidenses nos medicamos en exceso; no sabemos el efecto a largo plazo de los potingues químicos en el cerebro humano; es una salvajada que hasta los niños estadounidenses tomen antidepresivos hoy en día; la salud mental del país está en situación de emergencia...). Aun así, durante estos últimos años estaba claro que yo tenía un problema grave y que ese problema no iba camino de solucionarse muy deprisa. Al fracasar mi matrimonio e ir evolucionando mi tragedia con David, había ido desarrollando todos los síntomas de una depresión grave: pérdida de sueño, apetito y deseo sexual, llanto incontrolable, dolores de espalda y de estómago crónicos, alienación y desesperación, dificultad para concentrarme al trabajar, incapacidad para reaccionar negativamente cuando los republicanos ganaron de mala manera las elecciones presidenciales... y así sucesivamente.

Cuando te pierdes en un bosque, a veces tardas un rato en darte cuenta de que te has perdido. Te puedes tirar un buen tiempo intentando convencerte de que te has alejado un poco del camino, pero que lo vas a encontrar de aquí a nada. Entonces cae la noche sin parar, y sigues sin tener ni idea de dónde estás, y ha llegado el momento de admitir que te has apartado atolondradamente del camino, tanto que ya no sabes ni siquiera por dónde sale el sol.

Afronté mi depresión como si fuese la mayor cruzada de mi vida, cosa que era cierta, por otra parte. Me dediqué a estudiar a fondo mi experiencia depresiva, intentando desentrañar sus causas. ¿Cuál era la raíz de tamaña desesperación? ¿Era psicológica? (¿Era culpa de papá y mamá?) ¿Era una cosa temporal, sólo un «mal momento» de mi vida? (¿Y se terminará con el divorcio?) ¿Era algo genético? (Melancolía, a la que se le han dado muchos nombres, lleva años afectando a mi familia junto con su triste novio, Alcoholismo.) ¿Era algo cultural? (¿Era una simple crisis de la típica trabajadora americana posfeminista que intenta encajar en un mundo urbano cada vez más estresante y alienante?) ¿Era una cuestión astrológica? (¿Estoy tan triste porque soy una Cáncer dura de pelar con todos los planetas importantes en el inestable signo de Géminis?) ¿Era algo artístico? (¿Las personas creativas somos más propensas a la depresión por ser tan hipersensibles y
especiales
?) ¿Era un tema evolutivo? (¿Llevo en mi interior el pánico residual procedente de la milenaria lucha por la supervivencia de mi especie en un mundo brutal?) ¿Era un tema kármico? (¿Estos espasmos dolorosos se deben a una mala conducta en las vidas anteriores y son sólo los últimos obstáculos antes de la liberación?) ¿Era un problema hormonal? ¿Alimentario? ¿Filosófico? ¿Estacional? ¿Medioambiental? ¿Tenía acaso un anhelo cósmico de Dios? ¿Tenía un desequilibrio químico? ¿O lo que me hacía falta era que me echaran un buen polvo?

¡Qué enorme cantidad de factores hay detrás de un ser humano! ¡Qué enorme cantidad de capas hay que traspasar y cuánto nos influyen la mente, el cuerpo, el pasado, la familia, el entorno y hasta la esencia espiritual y los gustos culinarios! Mi depresión era, sin duda, un surtido variado de todos esos factores, además de incluir también algún otro elemento que era incapaz de nombrar o de reconocer. Y afronté el reto a todos los niveles. Me compré todos esos vergonzantes libros de autoayuda (que siempre ocultaba bajo el último número de la revista
Hustler
para despistar a los desconocidos). Recurrí a la asistencia profesional de una terapeuta tan amable como intuitiva. Rezaba como una novicia. Dejé de comer carne (durante una época, al menos) después de que me dijeran que me estaba comiendo «el miedo que siente el animal justo antes de morir». Una masajista iluminada me dijo que tenía que llevar bragas naranja para recuperar el equilibrio de mis
chakras
sexuales y, hay que jorobarse, lo hice. Me tomé tantas tazas de esa maldita tisana de hipérico (supuestamente antidepresiva) como para animar a todo un gulag ruso sin notar ningún efecto positivo. Hice ejercicio. Me dediqué sólo a las artes que levantan el ánimo, protegiéndome cuidadosamente de determinadas películas, libros y canciones (si a alguien se le ocurría decir las palabras
Leonard
y
Cohen
en la misma frase, no me quedaba otra que marcharme de la habitación).

Hice todo lo posible por luchar contra los arrebatos de llanto incontrolable. Recuerdo haberme planteado una noche, arrebujada en la esquina de siempre del sofá de siempre, llorando una vez más por la enésima cantinela de pensamientos tristes: «¿No puedes cambiar esta escena en algo, Liz?». Y lo único que se me ocurrió fue levantarme, aún llorando, y ponerme a la pata coja en mitad del salón. Sólo para demostrar que —aunque no podía parar de llorar ni de silenciar mi lúgubre monólogo interior— no había perdido totalmente el control: al menos podía llorar histéricamente a la pata coja. Oye, que por algo se empieza.

Bajaba a la calle a pasearme al sol. Recurría a mi red de apoyo, dejándome querer por mi familia y cultivando mis amistades más abiertas de mente. Y cuando alguna de esas revistas femeninas tan meticonas me avisó de que mi bajo nivel de autoestima no era nada bueno para mi depresión, me corté el pelo a la última y me compré un buen maquillaje y un vestido bonito. (Cuando una amiga me dijo que estaba muy mona, lo único que pude decirle, muy seria, fue: «Operación Autoestima. Maldito Día Uno».)

Mi último recurso, después de llevar dos años luchando contra la neura, fueron las pastillas. Si se me permite dar mi opinión sobre este asunto, creo que es lo último que hay que probar. En mi caso concreto tomé la decisión de probar la ruta de la Vitamina P —como llaman irónicamente al Prozac— después de pasarme una noche entera sentada en el suelo de mi habitación, intentando convencerme a mí misma de que era una tontería cortarme las venas con un cuchillo de cocina. Esa noche gané yo contra el cuchillo, pero por los pelos. Por aquel entonces se me había ocurrido alguna otra genialidad, como tirarme desde una azotea o volarme la tapa de los sesos para dejar de sufrir. Pero eso de pasarme la noche con un cuchillo en la mano fue definitivo.

Al día siguiente, en cuanto salió el sol, llamé a mi amiga Susan y le supliqué que me ayudara. En toda la historia de mi familia no sé de ninguna mujer que haya hecho eso, que se plante a medio camino, en la mitad de su vida, y diga: «No puedo dar un solo paso más... Alguien tiene que ayudarme». En cualquier caso, creo que a ninguna de esas mujeres les habría servido de nada detener sus vidas. Nadie las habría ayudado, porque nadie podía ayudarlas. Sólo habrían conseguido morirse de hambre ellas y sus familias. El caso es que no podía dejar de pensar en esas mujeres.

Y nunca olvidaré el rostro de Susan cuando entró casi corriendo en mi apartamento, como una hora después de recibir mi llamada de socorro, y me vio hecha un guiñapo en el sofá. Aún sigo viendo la imagen de mi dolor reflejada en su rostro —sé que llegó a temer por mi vida— y es uno de los recuerdos más espeluznantes de aquellos espeluznantes años. Yo me quedé hecha un ovillo mientras Susan hacía varias llamadas para dar con un psiquiatra dispuesto a darme hora para ese mismo día y hablar de la posibilidad de recetarme antidepresivos. Escuché lo que Susan le contaba al médico y la oí decir: «Me temo que mi amiga pueda autolesionarse gravemente». Yo también me lo temía.

Cuando fui al psiquiatra esa misma tarde, me preguntó por qué había tardado tanto en pedir ayuda, como si no llevara una eternidad intentando ayudarme yo sola. Le hablé de lo poco que me convencían los antidepresivos, enumerándole mis objeciones. Poniendo encima de su mesa ejemplares de mis tres libros publicados hasta entonces, le dije:

—Soy escritora. Por favor, no me hagas nada que pueda dañarme el cerebro.

—Si tuvieras un problema de riñón, no dudarías en tomarte las pastillas de turno. ¿Por qué tienes tanta prevención en este caso?

Lo que demuestra lo poco que sabía de mi familia, porque un Gilbert es capaz de no medicarse una enfermedad renal, porque en mi familia
cualquier
enfermedad se valora como un síntoma evidente de un fracaso personal, ético y moral.

Me fue recetando medicamentos —Trankimazin, Besitran, Zyntabac, Buspar—, hasta que dimos con una combinación que no me hacía vomitar ni me dejaba el deseo sexual perdido en una lejana nebulosa. Rápidamente, en menos de una semana, fue como si en el cerebro se me abriese un agujero de varios centímetros por el que me entraba la luz del sol. Además, por fin conseguí dormir algo. Y eso sí que fue una bendición, porque, si no duermes, no hay manera de salir de la zanja; no hay ni la menor posibilidad. Las pastillas me devolvieron esas horas de sueño reparador, además de quitarme el temblor de las manos, aliviarme la enorme presión que me atenazaba el pecho y permitirme caminar por la vida sin ir siempre con el botón rojo de alarma encendido.

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