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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (28 page)

Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.

Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.

Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aun en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.

Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claro de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y de la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quiénes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían, ¿nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.

Chapoteamos gozosos, lavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese «nada más», en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.

San Martin de los Andes

Una choza abandonada nos indicó la frontera. Ya era libre. Escribí en la pared de la cabaña: «Hasta luego, patria mía. Me voy pero te llevo conmigo».

En San Martín de los Andes debía aguardarnos un amigo chileno. Ese pueblito cordillerano argentino es tan pequeño que me habían dicho como único indicio:

—Andate al mejor hotel que allí llegará a buscarte Pedrito Ramírez.

Pero así son las cosas humanas. En San Martín de los Andes no había un mejor hotel: había dos. ¿Cuál elegir? Nos decidimos por el más caro, ubicado en un barrio de las afueras, desestimando el primero que habíamos visto frente a la hermosa plaza de la ciudad.

Sucedió que el hotel que escogimos era tan de primer orden que no nos quisieron aceptar. Observaron con hostilidad los efectos de varios días de viaje a caballo, nuestros sacos al hombro, nuestras caras barbudas y polvorientas. A cualquiera le daba miedo recibirnos.

Mucho más al director de un hotel que hospedaba nobles ingleses procedentes de Escocia y venidos a pescar salmón en Argentina. Nosotros no teníamos nada de lores. El director nos dio el «vade retro», alegando con teatrales ademanes y gestos que la última habitación disponible había sido comprometida hacía diez minutos. En eso se asomó a la puerta un elegante caballero de inconfundible tipo militar, acompañado por una rubia cinematográfica, y gritó con voz tonante:

—Alto! A los chilenos no se les echa de ninguna parte. Aquí se quedan.

Y nos quedamos. Nuestro protector se parecía tanto a Perón, y su dama a Evita, que pensamos todos: son ellos! Pero luego, ya lavados y vestidos, sentados a la mesa y degustando una botella de dudosa champaña, supimos que el hombre era comandante de, la guarnición local y ella una actriz de Buenos Aires que venía a visitarle.

Pasábamos por madereros chilenos dispuestos a hacer buenos negocios. El comandante me llamaba «el, Hombre Montaña». Víctor Bianchi, que hasta allí me acompañaba por amistad y Por amor a la aventura, descubrió una guitarra y con sus pícaras canciones chilenas embelesaba a argentinos y argentinas. Pero pasaron tres días con sus noches y Pedrito Ramírez no llegaba a buscarme. Yo no las tenía todas conmigo. Ya no nos quedaba camisa limpia, ni dinero para comprar nuevas. Un buen negociante de madera, decía Víctor Bianchi, por lo menos debe tener camisas.

Mientras tanto, el comandante nos ofreció un almuerzo en su regimiento. Su amistad con nosotros se hizo más estrecha y nos confesó que, a pesar de su parecido físico con Perón, él era anti peronista. Pasábamos largas horas discutiendo quién tenía peor presidente, si Chile o Argentina.

De improviso entró una mañana Pedrito Ramírez en mi habitación.

—Desgraciado! —le grité—. ¿Por qué has tardado tanto?

Había sucedido lo inevitable. El esperaba tranquilamente mi llegada en el otro hotel, en el de la plaza. Diez minutos después estábamos rodando por la infinita pampa. Y seguimos rodando día y noche. De vez en cuando los argentinos detenían el auto para cebar un mate y luego continuábamos atravesando aquella inacabable monotonía.

En París y con pasaporte

Naturalmente que mi mayor preocupación en Buenos Aires fue hacerme de una nueva identidad. Los papeles falsos que me sirvieron para cruzar la frontera argentina no serían igualmente utilizables si pretendía hacer un viaje trasatlántico y desplazarme por Europa. ¿Cómo obtener otros? Mientras tanto la policía argentina, alertada por el gobierno de Chile, me buscaba afanosamente.

En tales aprietos recordé algo que dormía en mi memoria. El novelista Miguel Angel Asturias, mi viejo amigo centroamericano, se hallaba probablemente en Buenos Aires, desempeñando un cargo diplomático de su país, Guatemala. Teníamos un vago parecido fisonómico. De mutuo acuerdo nos habíamos clasificado como «chompipes», palabra indígena con que se designa a los pavos en Guatemala y parte de México. Largos de nariz, opulentos de cara y cuerpo, nos unía un común parecido con el suculento gallináceo.

Me vino a ver a mi escondite.

—Compañero chompipe —le dije—. Préstame tu pasaporte. Concédeme el placer de llegar a Europa transformado en Miguel Angel Asturias.

Tengo que decir que Asturias ha sido siempre un liberal, bastante alejado de la política militante. Sin embargo, no dudó un instante. A los pocos días, entre «señor Asturias por acá» y «señor Asturias por allá», crucé el ancho río que separa la Argentina del Uruguay, entré a Montevideo, atravesé aeropuertos y vigilancias policiales y llegué finalmente a París disfrazado de gran novelista guatemalteco.

Pero en Francia mi identidad volvía a ser un problema. Mi flamante pasaporte no resistiría el implacable examen crítico de la Sureté. Forzosamente tenía que dejar de ser Miguel Angel Asturias y reconvertirme en Pablo Neruda. Pero, cómo hacerlo si ` Pablo Neruda no había llegado nunca a Francia. Quien había llegado era Miguel Angel Asturias.

Mis consejeros me obligaron a albergarme en el Hotel George V.

—Allí, entre los poderosos del mundo, nadie te irá a pedir los papeles —me dijeron.

Y me alojé allí por algunos días, sin preocuparme mucho de mis ropas cordilleranas que desentonaban en aquel mundo rico y elegante. Entonces surgió Picasso, tan grande de genio como, de bondad. Estaba feliz como un niño porque recientemente había pronunciado el primer discurso de su vida. El discurso había versado sobre mi poesía, sobre mi persecución, sobre mi ausencia. Ahora, con ternura fraternal, el genial minotauro de pintura moderna se preocupaba de mi situación en sus detalles más ínfimos. Hablaba con las autoridades; telefoneaba a medio mundo. No sé cuántos cuadros portentosos dejó de pintar por culpa mía. Yo sentía en el alma hacerle perder su tiempo sagrado.

En esos días se celebraba en París un congreso de la paz. Aparecí en sus salones en el último momento, sólo para leer uno de, mis poemas. Todos los delegados me aplaudían y me abrazaban.~ Muchos me creían muerto. Dudaban que pudiera haber burlado la ensañada persecución de la policía chilena.

Al día siguiente llegó a mi hotel el señor Alderete, veterano periodista de la France Presse. Me dijo: —Al darse a conocer por la prensa que usted se encuentra en París, el gobierno de Chile ha declarado que la noticia es falsa que es un doble suyo el que aquí se presenta; que Pablo Neruda se halla en Chile y se le sigue la pista de cerca; que su detención es sólo cuestión de horas—. ¿Qué se puede responder?

Recordé que en una discusión sobre si Shakespeare había escrito o no sus obras, discusión alambicada y absurda, Mark Twain había terciado para opinar: «En verdad no fue William Shakespeare quien escribió esas obras, sino otro inglés que nació el mismo día y a la misma hora que él, y murió también en la misma fecha, y que para extremar las coincidencias se llamaba también William Shakespeare».

—Responda —dije al periodista— que yo no soy Pablo Neruda, sino otro chileno que escribe poesía, lucha por la libertad, y se llama también Pablo Neruda.

El arreglo de mis papeles no fue tan sencillo. Aragón y Paul Eluard me ayudaban. Mientras tanto, tenía que vivir en una situación semiclandestina.

Entre las casas que me cobijaron estuvo la de Me. Francoise Giroux. Nunca olvidaré a esta dama tan original e inteligente. Su apartamento quedaba en el Palais Royal, vecino al de Colette. Había adoptado un niño vietnamita. El ejército francés se encargó en una época de la tarea que después asumirían los norteamericanos: la de matar gente inocente en las lejanas tierras de Vietnam. Entonces ella adoptó el niño.

Recuerdo que en casa había un Picasso de los más hermosos que he visto. Era un cuadro de grandes dimensiones, anterior a la época cubista. Representaba dos cortinajes de felpa roja que caían, entrecerrándose como una ventana, sobre una mesa. La mesa aparecía cruzada de lado a lado por un largo pan de Francia. El cuadro me pareció reverencial. El pan enorme sobre la mesa era como la imagen central de los iconos antiguos, o como el San Mauricio del Greco que está en El Escorial. Yo le puse un título personal al cuadro: la Ascensión del Santo Pan.

En uno de esos días vino el propio Picasso a visitarme en mi escondite. Lo llevé junto a su cuadro, pintado hacía tantos años. Lo había olvidado por completo. Se dedicó a examinarlo con mucha seriedad, sumergido en esa atención extraordinaria y algo melancólica que pocas veces se le advertía. Estuvo más de diez minutos en silencio, acercándose y alejándose de su obra olvidada.

—Cada vez me gusta más —le dije cuando concluyó su meditación—. Voy a proponerle al museo de mi país que lo compre. La señora Giroux está dispuesta a vendérnoslo.

Picasso volvió de nuevo la cabeza hacia el cuadro, clavó la mirada en el pan magnífico, y respondió por único comentario:

—No está mal.

Encontré para alquilar una casa que me pareció extravagante. Estaba en la calle Pierre Mill, en el segundo arrondissement, es decir, donde el diablo perdió el poncho. Era un barrio obrero y de clase media pobretona. Había que viajar por horas en metro para llegar hasta allá. Lo que me gustó de esa casa fue que parecía una jaula. Tenía tres pisos, corredores y habitaciones chicas. Era una indescriptible pajarera.

El piso bajo, que era el más amplio y tenía una estufa de aserrín, lo destiné a biblioteca y a salón de fiestas eventuales. En los Pisos de arriba se instalaron amigos míos, casi todos venidos de Chile. Allí se alojaron los pintores José Venturelli, Nemesio Antúnez y otros que no recuerdo.

Recibí por aquellos días la visita de tres grandes de la literatura soviética: el poeta Nikolai Tijonov, el dramaturgo Aleksand Korneichuk (que era a la vez gobernador de Ucrania) y el novelista Konstantin Simonov. Nunca los había visto antes. Me abrazaron como si fuéramos hermanos que se encontraban después de una larga ausencia. Y me dieron cada uno, además del abrazo, un sonoro beso, de esos besos eslavos entre hombres que significan gran amistad y respeto, y a los cuales me costó trabajo acostumbrarme. Años más tarde, cuando comprendí el carácter de esos fraternales besos masculinos, tuve ocasión de comenzar una de mis historias con estas palabras:

—El primer hombre que me besó fue un cónsul checoeslovaco.

El gobierno de Chile no me quería. No me quería dentro de Chile, ni fuera tampoco. Por todas partes donde yo pasaba me precedían notas y telefonazos que invitaban a otros gobiernos a hostilizarme.

Un día vino a verme Jules Supervielle. Ya para esa fecha yo tenía pasaporte chileno, a mi nombre y al día. El viejo y noble poeta uruguayo salía muy poco a la calle por entonces. Me emocionó y me sorprendió su visita.

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