Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (15 page)

—¡Animo, ánimo, tata, te pondrás bien! Volveremos a casa donde nos espera mamá. ¡Un poco más de valor!

Eran las cuatro de la tarde, momento en que el chico se había entregado a uno de tales transportes de ternura y de esperanza, cuando por detrás de la puerta más próxima de la sala oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz que dijo tan sólo:

—Hasta luego, hermana.

El saltó de su silla, lanzando una exclamación que se ahogó en su garganta.

En el mismo instante entró en la sala un hombre con un gran envoltorio en la mano, seguido de una hermana.

El chico dio un grito muy agudo y quedó como clavado en su sitio.

El hombre le miró un instante y lanzó otro grito a su vez:

—¡Cecilio!— Y corrió hacia él.

El muchacho cayó en los brazos de su padre como sin sentido. Las religiosas, los enfermeros, el practicante acudieron apresuradamente y se quedaron estupefactos.

El chico no podía recobrar la voz.

—¡Hijo querido! —exclamó el padre, tras haber dirigido una atenta mirada al enfermo, y sin parar de besar repetidamente al muchacho—. ¡Cecilio, mi querido hijito! ¿Cómo ha podido suceder esto? Te llevaron a la cama de otro enfermo. ¡Y pensar que me desesperaba por no verte a mi lado después de haberme informado mamá por carta de que te había enviado aquí! ¡Pobrecito Cecilio! ¿Cuántos días llevas así? ¿Cómo ha podido suceder semejante confusión? Yo me he curado en poco tiempo. Estoy perfectamente, ¿sabes? ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Me han dado de alta y me marcho. Vámonos, hijo, ¡Santo Dios! ¡Quién lo hubiera dicho!

El muchacho intentó hilvanar cuatro palabras para dar noticias de la familia:

—¡Qué contento estoy! —balbuceó—. ¡Pero qué contento! ¡Qué días tan malos he pasado!

Y no paraba de besar a su padre.

Sin embargo no se movía.

—Venga, vámonos. ¿Qué haces ahí? —le dijo el padre—. Aún podremos llegar esta tarde a casa —y le atrajo hacia sí.

Mas el chico volvió la vista hacia su enfermo.

—Pero… ¿vienes o no? —le preguntó su padre muy extrañado.

El chico continuaba mirando al enfermo, que en aquellos momentos abrió los ojos y le miró fijamente.

Entonces brotó de su alma un torrente de palabras.

—No, tata, espera… Mira, no puedo. Fíjate en ese viejo. Estoy aquí desde hace cinco días, y no deja de mirarme. Yo creía que eras tú y le he tomado cariño. Me mira y yo le doy de beber. Quiere que esté a su lado y ahora está muy malo; ten paciencia; no me atrevo, no sé, me da mucha lástima; mañana iré yo a casa; déjame estar aquí algo más, no debo abandonarlo. No sé quien es, pero me quiere y se moriría si me fuera. ¡Déjame estar aquí, querido tata!.

—¡Bravo, pequeño! —exclamó el practicante.

El padre quedó perplejo mirando a su hijo; luego se fijó en el enfermo.

—¿Quién es? —preguntó.

—Un campesino como usted —respondió el practicante—, que vino de fuera e ingresó en el hospital el mismo día que usted. Lo trajeron sin sentido y no pudo decir nada. Tal vez esté lejos su familia, quizás tenga hijos. Sin duda creerá que éste es uno de ellos.

El enfermo no cesaba de mirar al muchacho, y el padre dijo a Cecilio:

—Quédate.

—Tal vez no tendrá que asistirle mucho tiempo —añadió el practicante.

—Quédate —repitió el padre—. Tienes buen corazón. Yo me voy enseguida para casa, pues tu madre debe estar muy intranquila. Toma una moneda para tus gastos. Hasta pronto, hijo mío. ¡Adiós!

Le abrazó, le miró fijamente con inmensa ternura, le besó repetidas veces en la frente y se fue.

El niño volvió junto a la cama del enfermo y éste pareció consolado.

Cecilio reanudó su oficio de enfermero, sin llorar, pero con el mismo interés, con idéntica paciencia que antes. Le volvió a dar de beber, a arreglarle la ropa, a acariciarle la mano, a hablarle dulcemente para darle ánimos.

Lo asistió aquella tarde y por la noche, y también al día siguiente. Pero el enfermo se iba agravando por momentos; su cara se amorataba, su respiración se hacía más afanosa y aumentaba su agitación; salíanle de la boca sonidos inarticulados y la hinchazón se hacía monstruosa. En la visita de la tardé, el médico dijo que no pasaría de aquella noche.

Cecilio redobló entonces sus cuidados y no lo perdía de vista un solo instante. El enfermo le miraba y aun movía los labios de vez en cuando, con gran esfuerzo, como queriendo decir algo, y una expresión de infinita ternura se le dibujaba en los ojos, que cada vez se empequeñecían más y poco a poco, lentamente se le iban velando.

Aquella noche permaneció el chico en vela hasta que vio clarear por las ventanas la luz del alba, y apareció la hermana, quien se aproximó al lecho, miró al enfermo y se alejó precipitadamente, volviendo al poco con el médico ayudante y un enfermero, que llevaba una linterna.

—Está en los últimos momentos —dijo el médico.

El chico tomó la mano del enfermo. Éste abrió los ojos, miró al muchacho y los volvió a cerrar. Pareciole al chico que le apretaba la mano.

—¡Me ha apretado la mano! —exclamó.

El médico permaneció inclinado sobre el enfermo un ratito y luego se incorporó. La monja descolgó un crucifijo que pendía de la pared.

—¿Está muerto? —preguntó el muchacho.

—Vete, hijo mío —dijo el médico—. Tu obra ha terminado. Vete y que tengas mucha suerte, como mereces. Dios te protegerá. ¡Adiós!

La hermana, que se había alejado un momento antes, volvió con un ramillete de violetas que cogió de un vaso que había en la ventana, y se lo entregó al muchacho, diciéndole:

—No tengo otra cosa que darte. Toma esto como recuerdo del hospital.

—Gracias —respondió el chico, al tiempo que cogía con una mano el ramillete y se enjugaba con la otra los ojos—. Pero tengo que andar mucho… y las voy a estropear.

Después desató el ramillete y esparció las violetas por la cama, diciendo:

—Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gracias, hermana; muchas gracias, señor Doctor.

Después, dirigiéndose al muerto:

—¡Adiós!… —Y mientras buscaba qué nombre darle, le vino a la boca el cariñoso que le había dado durante cinco días: —¡Adiós… pobre tata!

Dicho lo cual, se puso el envoltorio de ropa bajo el brazo y a paso lento salió de la sala.

Comenzaba a despuntar el día.

El taller

Sábado, 18

Ayer vino Precossi a recordarme que tenía que ir a ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un momento. Según nos íbamos acercando al taller, vi que salía de allí Garoffi corriendo con un paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante de Garoffi! Asomándonos a la puerta vimos a Precossi sentado en un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el fuelle tirado por un muchacho. Precossi padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hierro metida en el fuego.

—¡Ah! ¡Aquí tenemos —dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose la gorra— al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido. —Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de otras veces. El aprendiz le presentó una larga barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera canuto de pasta modelada con la mano.

El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!»

—¿Ha visto cómo se hace, señorito? —me preguntó el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego.

—En verdad que está bien hecha —le dijo mi padre; y prosiguió—: ¡Vamos!… Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana?

—Ha vuelto, sí —respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose algo encendido—. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? —Mi padre se hizo el desentendido—. Aquel guapo muchacho —dijo el herrero, señalando a su hijo con el dedo—; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla… ¡Ah, chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! —El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los brazos, le dijo—: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de papá.

Entonces Precossi cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre hasta ponerse también él enteramente negro.

—Así me gusta —dijo el herrero y lo puso en tierra.

—¡Así me gusta, Precossi! —exclamó mi padre con alegría.

Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al retirarnos, Precossi me dijo:

—Dispénsame —y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa.

—Tú le has regalado tu tren —me dijo mi padre por el camino—; pero aún cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón de su padre.

El payasito

Lunes, 20

Toda la ciudad es un hervidero bullicioso a causa del carnaval, que está terminando. En las plazas hay carruseles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas tenemos, precisamente, un circo de lona, donde trabaja una pequeña compañía veneciana que tiene cinco caballos.

El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas duermen y se visten; tres casitas sobre ruedas, con sus ventanitas y una pequeña chimenea cada una, que siempre está echando humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de criaturas.

Hay una mujer que da de mamar a un niño de pecho, hace la comida y baila, además, en la cuerda.

¡Pobre gente!

Se les llama titiriteros de forma despectiva, y, sin embargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gente. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan!

Todo el santo día van del circo a las carretas y viceversa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bocados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, entre una y otra representación, y a veces, cuando tienen ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo! Se ven obligados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para reparar los desperfectos del barracón.

En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cuales reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Manuel.

Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval guapo, de carita redonda y morena, ojos de pillín, con muchos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Viste de payaso, metido en una especie de saco grande con mangas, de color blanco y bordados negros. Calza zapatitos de tela. Es un diablillo, que gusta a todos. Hace de todo. Por la mañana temprano se le ve envuelto en un mantón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle inmediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de su madre.

Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y tienen traza de querer mucho a sus hijos.

Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en continuo movimiento para entretener al escaso público: daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos, andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mostrando siempre sonriente su graciosa cara morena; su padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas altas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste.

Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa. ¡Esa pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea.

—Publica un buen artículo en el periódico —le dijo—, ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódico y al menos una vez irá gente.

Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo, lleno de gracia, que decía lo que nosotros veíamos desde las ventanas y ponía ganas de conocer y acariciar al pequeño artista, y el pintor trazó un bonito retrato artístico que fue publicado el sábado por la tarde. En la representación del domingo acudió una gran multitud al circo. Estaba anunciado: Gran función a beneficio del payasito como se le llamaba en el periódico. Mi padre me llevó a los asientos de la primera fila.

En la entrada habían fijado un ejemplar del periódico. No cabía un alfiler. Muchos de los espectadores llevaban en la mano el periódico, que enseñaban al payasito, el cual se reía y corría de un lado para otro sumamente satisfecho.

El circo se llenó por completo y faltaron localidades.

El dueño estaba que no cabía en sí de gozo. Hasta entonces ningún periódico se había ocupado de su espectáculo, y el éxito estaba a la vista. No hay que decir que la recaudación superó todas las previsiones.

Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores había gente conocida. Cerca de la entrada por donde aparecían los caballos se hallaba, de pie, nuestro maestro de gimnasia, que había militado a las órdenes de Garibaldi, y frente a nosotros, en la segunda fila vi al albañilito, con su carita redonda, sentado junto al gigante de su padre; en cuanto se cruzó con mi mirada, me hizo la mueca del hocico de liebre. Algo más allá vi a Garoffi, que contaba los espectadores y calculaba con los dedos lo que se habría recaudado. En las sillas de la primera fila, a cierta distancia de nosotros, estaba el pobre Robetti, el que salvó a un niño de ser atropellado por el ómnibus, teniendo las muletas entre las rodillas, junto a su padre, el capitán de Artillería, que tenía apoyada una mano sobre su hombro.

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