Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (32 page)

—Esta chiquita —dijo la profesora— es una de aquellas a las que enseñamos lo más elemental. Fíjese cómo se hace. Quiero hacerle decir ‘e’. Preste atención.

La profesora abrió la boca como se pone para pronunciar dicha vocal, e indicó a la niña que abriese la boca de igual manera. La pequeña obedeció. La profesora, por medio de señas, le pidió que emitiera el sonido. Ella lo hizo, pero en vez de ‘e’ dijo ‘o’.

—No, no —le advirtió la profesora—; no es así.

Y cogiendo ambas manos a la niña, le puso una de ellas abierta sobre la garganta, y la otra en el pecho. Repitió: ‘e’.

La niña, que había percibido en sus manos el movimiento de la garganta y del pecho de la profesora, volvió a abrir la boca y pronunció perfectamente la ‘e’. De modo análogo le hizo decir ‘c’ y ‘d’, manteniendo en todo momento las manecitas sobre el pecho y la garganta.

—¿Ha comprendido usted ahora? —le preguntó.

El padre había comprendido; pero parecía más asombrado que cuando no entendía nada.

—¿Y así es como ustedes enseñan a hablar? —preguntó después de un minuto de reflexión, mirando a la profesora—. ¡Qué paciencia necesitan para enseñar de este modo a todas estas criaturas, una por una! ¡Ustedes son unas santas! ¡Unos ángeles del Paraíso! Nada de este mundo puede recompensarles lo que están haciendo. ¿Qué más tengo que decirle…? ¡Ah! ¿Me permite estar aunque sólo sean cinco minutos a solas con mi hija?

Separándose de nosotros, tomaron asiento y el hombre empezó a hacerle preguntas que la chica iba contestando. El se reía con los ojos humedecidos, pegándose puñetazos en las rodillas; cogía las manos de su hija y se quedaba mirándola, embelesado por la alegría que le daba oírla, como si hubiese sido una voz bajada del cielo. Después preguntó a la profesora:

—¿.Podría dar las gracias al señor Director?

—El Director no está —le contestó—, pero hay aquí otra personita a quien debe usted dar las gracias. Cada niña pequeña está al cuidado de una compañera mayor, que le hace de hermana, de madre. La suya está confiada a una sordomuda de diecisiete años, hija de un panadero, muy buena, y que la quiere mucho. Hace dos años que le ayuda a vestirse, la peina, le enseña a coser, le arregla la ropa y le hace compañía. —Luisa, ¿cómo se llama tu madre del colegio?

—Cata-lina Gior-dano —Luego dijo a su padre: —Mu-y bu-e-na, mu-y bue-na.

El empleado, que había salido a una señal de la profesora, volvió casi enseguida con una sordomuda rubia, robusta, de expresión alegre, vestida con un uniforme idéntico al de Luisita. Se detuvo a la entrada y, poniéndose bastante colorada, inclinó la cabeza, sonriendo. Aunque tenía el cuerpo de mujer ya formada, parecía una niña.

La hija de Jorge corrió a su encuentro, la cogió del brazo y la presentó a su padre, diciendo con su gruesa voz:

—Cata-lina Gior-dano.

—¡Ah! ¡La muchacha extraordinaria! —exclamó el padre. Y alargó la mano como para hacerle una caricia, pero enseguida la retiró, repitiendo: —¡Magnífica muchacha, que Dios te bendiga y te dé toda clase de consuelos y satisfacciones, que os haga felices a ti y a los tuyos! Así os lo desean de todo corazón una buena muchacha, mi pobrecita Luisa, y un agradecido padre de familia.

Catalina acariciaba a Luisita, teniendo ella la cabeza baja y sonriéndose plácidamente. El jardinero la miraba con la veneración que se siente ante una virgen.

—Hoy puede llevarse a su hija —dijo la profesora.

—¡Qué satisfacción más grande me proporciona! Me la llevaré a Condove y la traeré mañana temprano —contestó el jardinero.

La chica, que había vuelto con una capita y un gorrito, entrelazó gustosamente su brazo con el del padre.

—Gracias a todos —dijo éste desde la puerta—. ¡Gracias a todos con toda mi alma! Volveré a expresarle de nuevo mi profundo reconocimiento.

Se quedó un momento pensativo; luego se desligó bruscamente de su hija, volvió, rebuscando en el bolsillo del chaleco, y exclamó:

—Aunque soy un pobre hombre, aquí dejo veinte liras para el colegio, un hermoso y nuevo marengo de oro.

Y, dando un golpe sobre la mesa, dejó en ella la moneda.

—No, no, de ninguna manera, buen hombre —dijo conmovida la profesora—. Recoja su dinero. Yo no puedo aceptarlo. Ya vendrá cuando esté el Director, aunque es seguro que tampoco aceptará él nada. Le ha costado muchos sudores ganarlo. Le quedamos, de todas formas, muy agradecidos.

—¡Lo dejo! —repitió el jardinero—, y luego… ya veremos.

Pero la profesora le puso la moneda en el bolsillo sin darle tiempo de rechazarla.

El se resignó, moviendo la cabeza; luego, tras enviar un beso al aire a la profesora y otro a Catalina, volvió a coger del brazo a su hija y salió rápidamente, diciendo:

—¡Ven con tu padre, hija mía, mudita mía, mi tesoro!

La chica le correspondió, diciendo con su profunda voz: —¡Qué sol tan her-mo-so!

JUNIO
Garibaldi

Sábado, 3. Mañana es fiesta nacional.

Hoy está de luto nuestra patria. Anoche falleció Garibaldi. ¿Sabes quién era? El que liberó a diez millones de italianos de la tiranía de los Borbones. Ha muerto a los setenta y cinco años de edad.

Había nacido en Niza, hijo de un capitán de barco. Cuando tenía ocho años, salvó la vida a una mujer; a los trece, libró del naufragio una barca repleta de compañeros; a los veintisiete, sacó del agua, en Marsella, a un jovencito que se ahogaba; a los cuarenta y uno, evitó el incendio de un barco en alta mar. Luchó en América por la libertad de un pueblo, que no era el suyo. Participó en tres guerras contra los austríacos por la liberación de Lombardía y del Trentino; defendió Roma el año 1849 contra los franceses; liberó Palermo y Nápoles en 1860; volvió a combatir por Roma en 1867; luchó en 1870 contra los alemanes en defensa de Francia. Tenía en su espíritu la llama del heroísmo y el genio de la guerra. Entró en combate cuarenta veces y salió victorioso en treinta y siete.

Cuando no luchaba con las armas, trabajaba para vivir o se encerraba en una isla solitaria dedicándose a cultivar la tierra.

Fue maestro, marinero, obrero, comerciante, soldado, general y dictador. Un gran hombre sencillo y de buenos sentimientos. Odiaba a todos los opresores; amaba a todos los pueblos; protegía a los débiles; su única aspiración era hacer el bien; rehusaba los honores, despreciaba la muerte y adoraba Italia. Cuando lanzaba el grito de guerra, legiones de valientes acudían a su lado desde todas partes: hubo señores que abandonaron sus lujosos palacios, obreros que dejaron la fábrica o el taller, jóvenes que interrumpieron los estudios para ir a combatir a sus órdenes. En la guerra usaba una camisa roja. Era rubio, fuerte y apuesto. En los campos de batalla, un rayo; en los sentimientos, un niño; en los sufrimientos, un santo.

Millares de italianos murieron por la patria, considerándose dichosos al verlo pasar a lo lejos victorioso; millares se habrían dejado matar por él; millones lo han bendecido y lo bendecirán.

¡Ha muerto el gran héroe! El mundo entero lo llora. Tú no puedes comprenderlo ahora; pero leerás sus hazañas, oirás hablar de él continuamente en tu vida, y, conforme vayas creciendo, su imagen se agrandará ante ti; cuando seas hombre, lo tendrás por gigante; y cuando ya no estés en este mundo, ni vivan los hijos de tus hijos, todavía verán las generaciones en alto su cabeza con la aureola de redentor de los pueblos sojuzgados, coronada con los nombres de sus victorias como círculo de estrellas, y a todos los italianos les resplandecerán la frente y el alma al pronunciar su nombre.

TU PADRE

El ejército

Domingo, 11. Fiesta nacional.

Retrasada siete días por la muerte de Garibaldi.

Fuimos a la plaza del Castillo para presenciar el desfile de los soldados ante el Comandante del Cuerpo de ejército, en medio de dos grandes hileras de gente. Conforme iban desfilando al son de las cornetas y bandas de música, me indicaba mi padre las unidades militares y los gloriosos recuerdos de las distintas banderas.

Primeramente pasaron los alumnos oficiales de la academia militar, que luego serán oficiales de Ingenieros y de Artillería, unos trescientos, con uniformes negros, muy marciales y desenvueltos, como soldados y estudiantes. Tras ellos desfiló la Infantería: la brigada de Aosta, que luchó en Goito y en San Martino, y la de Bérgamo, que se batió en Castelfidardo; cuatro regimientos, compañía tras compañía, millares de penachos rojos, que parecían otras tantas dobles guirnaldas de flores muy largas, color sangre, tendidas y agitadas por ambos extremos y llevadas a través de la multitud.

Después de la Infantería avanzaron los soldados de Ingenieros, los obreros de la guerra, con sus penachos de crin negros y galones de color carmesí. Mientras desfilaban, se veían avanzar tras ellos centenares de largas plumas que sobresalían por encima de las cabezas de los espectadores: eran los alpinos, los defensores de las fronteras de Italia, todos ellos altos, sonrosados y fuertes, con sombreros calabreses y las divisas de color verde vivo, como la hierba de sus montañas. Todavía desfilaban los alpinos cuando la multitud se sintió estremecida ante la aparición de los «bersalleros», el antiguo duodécimo batallón, los primeros que entraron en Roma por la brecha de Porta Pía, morenos, marciales, vivarachos, con los penachos agitados por el viento; pasaron como oleada de negro torrente, haciendo retumbar la plaza con agudos toques de trompeta, que parecían gritos de alegría.

Pero su charanga quedó sofocada por un estrépito sordo y continuado, que anunciaba a la artillería de campaña, pasando gallardamente sentados en los altos armones, tirados por trescientas parejas de briosos caballos, los valerosos soldados de cordones amarillos, y los largos cañones de bronce y de acero, muy relucientes en sus ligeros afustes, que saltaban y resonaban, haciendo temblar el suelo. A continuación marchaba lenta, grave y bella, con apariencia pesada y ruda, con sus altos soldados y sus poderosos mulos, la artillería de montaña, que lleva la desolación y la muerte hasta donde llega la planta humana.

Finalmente pasó al galope, con los cascos que brillaban al sol, las lanzas derechas y las banderas desplegadas, deslumbrantes de oro y plata, llenando el aire de retintines y de relinchos, el apuesto regimiento de caballería de Génova, que cayó como un torbellino sobre diez campos de batalla, desde Santa Lucía a Villafranca.

—¡Qué bonito es todo esto! —exclamé.

Pero mi padre casi me reprochó tal expresión, y me dijo:

—No debes considerar al ejército como un bonito espectáculo. Todos esos jóvenes, pletóricos de vida y de esperanzas, pueden ser llamados en cualquier momento para defender al país y quedar muertos en pocas horas por la metralla enemiga. Cada vez que oigas gritar con motivo de una fiesta: «¡Viva el ejército! ¡Viva Italia!», figúrate también los campos de batalla cubiertos de cadáveres y anegados en sangre, pues entonces los vítores al ejército te saldrán de lo más profundo del corazón y te parecerá más severa y grandiosa la imagen de Italia.

Italia

Martes, 13

Saluda a la patria de este modo en los días de sus fiestas:

Italia, patria mía, noble y querida tierra donde mi padre y mi madre nacieron y serán enterrados, donde yo espero vivir y morir, donde mis hijos crecerán y morirán; bonita Italia, grande y gloriosa desde hace siglos, unida y libre desde hace pocos años; que esparciste sobre el mundo tanta luz de divinas inteligencias, y por la cual tantos valientes murieron en los campos de batalla y tantos héroes en el patíbulo; madre augusta de trescientas ciudades y de treinta millones de hijos; yo, niño, que todavía no te comprendo y no te conozco por completo, te venero y te amo con toda mi alma, y estoy orgulloso de haber nacido de ti y de llamarme hijo tuyo. Amo tus mares espléndidos y tus sublimes Alpes; amo tus monumentos solemnes y tus memorias inmortales; amo tu gloria y tu belleza, te amo y venero como a aquella parte preferida donde por vez primera vi el sol y oí tu nombre. Os amo a todas con el mismo cariño, y con igual gratitud, valerosa Turín, Génova soberbia, docta Bolonia, encantadora Venecia, poderosa Milán; con la misma reverencia de hijo os amo, gentil Florencia y terrible Palermo, Nápoles inmensa y hermosa, Roma maravillosa y eterna. ¡Te amo, sagrada patria! Y te juro que querré siempre a todos tus hijos como a hermanos; que honraré siempre en mi corazón a tus hombres ilustres vivos y a tus grandes hombres muertos; que seré ciudadano activo y honrado, atento tan sólo a ennoblecerme para hacerme digno de ti y cooperar con mis mínimas fuerzas para que desaparezcan de tu faz la miseria, la ignorancia, la injusticia, el delito; para que puedas vivir y desarrollarte tranquila en la majestad de tu derecho y de tu fuerza. Juro que te serviré en lo que pueda con la inteligencia, con el brazo y con el corazón, humilde y valerosamente; y que si llega un día en el que deba dar por ti mi sangre y mi vida, daré mi vida y mi sangre y moriré elevando al cielo tu santo nombre y enviando mi último beso a tu bendita bandera.

TU PADRE

Un calor sofocante

Viernes, 16

En los cinco días transcurridos desde la celebración de la fiesta nacional, ha ido aumentando el calor, subiendo tres grados el termómetro. Puede decirse que ya estamos en pleno verano. Todos empezamos a sentir cansancio y de las caras ha desaparecido el color sonrosado que tenían durante la primavera; se adelgazan las piernas y los cuellos, se tambalean las cabezas y se cierran los párpados. El pobre Nelli, que nota mucho el calor y está muy pálido, se queda algunas veces profundamente dormido con la cabeza sobre el cuaderno; menos mal que Garrone se ocupa de ponerle delante un libro abierto y plantado, para que no le vea el maestro. Crossi apoya su rubia cabeza en el banco, de forma que parece que está separada del cuerpo. Nobis se queja de que somos muchos en la clase y le viciamos el aire.

¡Qué fuerza hay que tener ahora para estudiar!

Cuando miro por las ventanas de mi casa la confortable sombra que proyectan los frondosos árboles, de buena gana iría a recrearme en ella, y no a encerrarme entre cuatro paredes con los bancos de la clase.

Pero luego siento nuevos ánimos, cuando mi buena mamá, al volver yo de la escuela, me mira la cara para ver si estoy o no pálido. Cuando me entrego al estudio y a los quehaceres escolares y me pregunta si todavía me siento con fuerzas, así como cuando me dice por las mañanas, al levantarme: «Resiste un poco más; sólo quedan unos días de clase; después podrás descansar y solazarte a la sombra de los árboles», quiero armarme de valor y esforzarme hasta el último día de escuela.

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