Crónicas de la América profunda (35 page)

Que un miembro de la clase trabajadora comprendiera mínimamente lo que ocurre ya sería un milagro, dado lo que ven cada día en los telediarios. Lo que antaño fue un noble oficio para grandísimos periodistas como Ida Tarbell y Edward R. Murrow ahora está en manos de peones de la industria mediática que no buscan más que alabanzas, sirvientes extraídos de las clases media y alta. Desde su posición protegida y privilegiada tienen una visión tan limitada que apenas pueden imaginar dos tipos de historias sociales: 1) la fascinante vida de los ricos, famosos y poderosos, y 2) las conmovedoras historias de las putas adictas al crack y los inmigrantes ilegales. Son los dos tipos de relatos que entretienen o emocionan a la clase media sin amenazar el statu quo. Los hombres y mujeres que trabajan como productores y realizadores de estas historias no tienen la menor idea de que a ellos también les han lavado el cerebro, como a cualquier currante pobretón. Y si son conscientes de ello, puede que no les importe mucho, ya que por este medio han conseguido montarse una vidilla confortable y hasta un pelín glamurosa.

Ya sean republicanos o demócratas, los miembros de las clases adineradas de las ciudades y las zonas suburbanas comprenden que les conviene estar del lado de las grandes corporaciones. Una diferencia primordial entre los dos principales partidos es que los republicanos reconocen que se aprovechan de algunas de las realidades más desagradables de la vida en América e incluso las avalan. Los republicanos le hablan al mundo con total sinceridad: «Puedes intervenir mis teléfonos y escuchar mis llamadas si eso es lo que quieres, hazme cuantos análisis de orina sean necesarios hasta dejarme ciego, y mata y devora a todos y cada uno de mis vecinos delante de mis narices, pero ¡enséñame el dinero! Deja que me escape llevándome hasta el último céntimo que pueda sacarles a los pringados, a los contribuyentes y a cualquiera a quien pueda hacerle una llave, reglamentaria o no, ¿qué más da?». Los demócratas, en cambio, parecen contentarse con catalogar los atropellos del Viejo Partido en contra de los intereses de la república, mostrando, eso sí, una indignación políticamente correcta, mientras que por otro lado se descojonan con los episodios de sátira política que dan en
The Daily Show.
Pero ellos también ofrecen todo su apoyo a la gran marca registrada americana: el imperialismo. Apoyan a «nuestras tropas», cómo no, aunque créanme que lo tendrán difícil si pretenden encontrar a un solo demócrata que haya servido en el ejército o que esté dispuesto a permitir que uno de sus hijos vaya a Iraq y corra el riesgo de perder un brazo o un ojo. Ellos participan en el juego del imperio y, con tal de mantenerse solventes, conservar la segunda residencia en la playa y los fondos de pensiones, son capaces de sacrificar a todas las malditas Lynndie Englands de Virginia Occidental que haga falta.

El problema es que vivir para la acumulación y el consumo no ayuda a sentirse realizado —y esto vale tanto para la clase empresarial como para cualquier otra—. No se alcanza el grado de satisfacción que surge de haber creado algo. No se experimenta la grata desorientación que produce el contacto con otra persona. Vivir para consumir sólo engendra frustración, y al final hay que meterse Prozac por un tubo para sentirse otra vez con ánimos para salir de compras. Por mucha chatarra que esta gran corporación llamada Norteamérica utilice para llenar el vacío en la vida de sus trabajadores, la base de todo el montaje sigue siendo la opresión, una opresión que caracteriza la vida de los trabajadores sin que nadie se atreva a reconocerlo. Porque el que ha de vivir con eso acaba digiriéndolo del todo. Y el que no lo vive ni lo palpa de cerca, sencillamente ni siquiera lo ve. Los profesionales acomodados de las ciudades y las zonas suburbanas sólo conocen las falsificaciones que ofrece la industria mediática, las divertidas y ofensivas imitaciones de David Spade en
La sucia historia de Joe Guarro,
una comedia sobre un perdedor sureño, o los especiales de música country producidos por Viacom (MTV, Networks, Net, Paramount Pictures) sobre las familias de «nuestras águilas guerreras en Iraq». Y la misma gente que debería sentirse insultada por toda esta mierda la interioriza y se reconoce en ella.

Hoy día los norteamericanos, sean ricos o pobres, viven en una cultura urdida totalmente de fantasías, y todos y cada uno de nosotros somos actores creados por ordenador a partir de un molde. Actores de la televisión hacen de ellos mismos en los
reality shows,
y los congresistas dejan de ser ellos mismos para comportarse como actores frente a la cámara, disputándose la sonda que mantiene con vida a Terri Schiavo. Michael Jackson se presenta ante los tribunales en pijama, y el joven Jeff Weise aparece en clase con un arma de fuego, listo para la matanza.

En este país, el realismo social es un anuncio televisivo de la marca América. Los soviéticos pintaron a sus mujeres de las estepas, gruesas y anchas de hombros, cargando con todo el grano en los brazos. Nosotros en cambio tenemos a Kirstie Alley saliendo de la pequeña pantalla, y a esa Salomé que es Jenny Craig, gurú del adelgazamiento, que lleva la buena nueva de la corporación americana a una república de obesos que finge ser una república de águilas con bonitas torres de iglesia y soldados y bomberos jóvenes y valientes, y sobre todo mucha «libertad de elección». Una celebración heroica dentro de un templo que durará hasta que nos hallemos perdidos fuera del holograma. Es decir, hasta el ocaso económico y ecológico que se aproxima.

El simulacro de vida de la corporación americana ha penetrado tanto en nosotros que ya lo tenemos asimilado y a estas alturas domina nuestro paisaje interior. Así como el cielo nocturno se tiñe de rojo a causa de la contaminación lumínica, gran parte de nuestra existencia cotidiana ha perdido intensidad y grandeza, cualidades que han sido reemplazadas por constelaciones de imágenes publicitarias. Tan maravilloso es el resplandor que la gente corriente es capaz de hacer las cosas más extraordinarias para aparecer en la constelación, aunque sólo sea durante quince minutos: genuflexiones ante la cremallera de Donald Trump, confesiones de infidelidades ante millones de telespectadores, y otras cosas igualmente degradantes e inimaginables. Todos contemplamos el holograma sin poder vernos los unos a los otros en carne y hueso. Dentro del holograma brilla la industria generadora de nuestra cultura, hilando la mitología como un algodón azucarado. Necesitamos esa realidad virtual para sobrevivir. Los mitos de Hollywood, los mitos imperiales, los mitos de la diversidad…

Nuestra cultura se basa en dos cosas: televisión y petróleo. Desde Pottie hasta el presidente, todos vivimos en un mundo que depende del suministro ininterrumpido de ambas cosas. Por tanto no es nada raro que, si estalla una guerra a causa del petróleo, la pasen por la tele y todos la veamos como un programa de entretenimiento genial. A consecuencia de esta situación, se nos condiciona adecuadamente para que aceptemos la brutalidad oficial con la que nuestro país actúa en los confines del imperio en nuestra búsqueda de más petróleo. La cuestión es en qué medida esta simbiosis tan oportuna que establece una conexión entre la televisión de las grandes cadenas, la guerra entendida como productora de beneficios para las grandes empresas y la industria petrolera era algo planificado a sabiendas de que ninguno de nosotros podrá acercarse a la verdad hasta que nos liberemos de los efectos cegadores del holograma patrocinado por las grandes corporaciones.

En esta era el poder absoluto está en manos de las grandes corporaciones, como en otras épocas lo estuvo en las de las monarquías y los señores feudales. En el interior del holograma no hay historia ni memoria, ni manera alguna de equiparar el tributo que pagamos a las compañías de tarjetas de crédito, las aseguradoras, el Ministerio de Hacienda, los grandes cárteles del poder y los bancos hipotecarios, con el antiguo diezmo esclavizante al que estas entidades nos someten. Todavía tenemos que pagar tributos para que se nos permita sobrevivir en nuestra sociedad, aunque se trate de tributos en concepto de usura por el pago de un préstamo para una caravana, o la autorización legal con la que cuenta una compañía de crédito para acceder al historial de pago de nuestro seguro médico. Nos vemos obligados a cambiar libertad e intimidad por comodidad y una aparente seguridad. Así negocia el diablo desde el principio de los tiempos. Y si la clase media no se siente amenazada por los continuos abusos del Estado policial o por la Patriot Act (Ley Patriótica) de Bush es porque sus miembros llevan una vida suficientemente cómoda y hasta cierto punto pueden ejercer sus libertades; hace tiempo que a nadie se le ocurre tantear los límites. Nadie se entera de que vive en una prisión hasta que intenta abrir la puerta.

La libertad de la que tanto se alardea en América es en gran medida ficticia. El tres por ciento de los norteamericanos está en el trullo disfrazándose para algún matón presidiario, o bien en libertad condicional y controlado por nuestra enorme red carcelaria o por funcionarios que le siguen los pasos por medio de dispositivos electrónicos. Una cuarta parte de los presidiarios del mundo se halla en cárceles norteamericanas gracias a la acción de su propio gobierno. Mi querida esposa no cree que esto sea demasiado preocupante, y la mayoría de mis amigos lo encuentran incluso tranquilizador. Pero los que no estamos en la cárcel o en libertad vigilada somos prisioneros de los créditos, de nuestros empleos, de nuestra necesidad de pagar un seguro sanitario o de nuestra incesante lucha por una jubilación decente. Hace una década los asesores financieros consideraban que un fondo de pensiones adecuado debía alcanzar depósitos de 100.000 dólares. Ahora los datos de Kiplinger aseguran que hace falta llegar al medio millón de dólares y tal vez más. Vamos, que en nuestra puñetera vida tendremos pasta suficiente para vivir, y sanseacabó.

En cada experiencia humana de la América media alguien se lleva su tajada, bien un intermediario listo, bien alguna tecnología, flamante y placentera. El proceso se aceleró a mediados de siglo, cuando la televisión empezó a secuestrar el mundo intelectual y político y a alejarlo de los americanos corrientes. Ahora la pseudo experiencia humana a través de la televisión se ha desplazado al ciberespacio. Pero cabe preguntarse si ese universo infinito y abstracto se está expandiendo o contrayendo. ¿Estamos siendo liberados o aplastados? Algo más que ignoraremos hasta que ya sea demasiado tarde.

Desde el interior de los cientos de universos paralelos del holograma, y desde todas y cada una de las bolas de cristal, nos resulta imposible apreciar la realidad global, y mucho menos la realidad de las clases sociales, a no ser que experimentemos encuentros cara a cara en nuestros vecindarios y comunidades. Ahora menos que nunca la clase media es capaz de reparar en la existencia de la clase trabajadora, y ésta a su vez es incapaz de ver más allá de la próxima eliminatoria de la liga de baloncesto. Tal como cabe esperar de una cultura de locos por el deporte, los obreros siguen siendo meros espectadores de la política, reaccionando ante cada disputa política con más emoción que sentido común, y eso suponiendo que se tomen la molestia de reaccionar.

Es cierto que he escrito acerca de la ira, la angustia y la inseguridad de una clase desarticulada, pero a simple vista son gente feliz, y todo gracias al holograma. Cuando la felicidad se basa por completo en unas condiciones de vida materiales que apenas pueden percibirse —una camioneta nueva aparcada en la entrada, un iPod en el bolsillo, el acceso a diversas formas de entretenimiento sin interrupción—, resulta fácil ser feliz. Cuando la conciencia social no se extiende más allá de nosotros mismos, de nuestros amigos y nuestra familia, Darfur y las prisiones secretas americanas en el extranjero no son un problema. Cuando nos levantamos por la mañana y leemos un periódico local que nos dice que los acontecimientos más importantes del día son el desayuno de crepes que se ofrecerá en el club de Kiwianis y el debate de los inspectores para decidir la altura reglamentaria del asta de la bandera (la decisión patriótica de los inspectores sin duda alguna será que el mástil ha de ser «lo bastante alto como para dejar boquiabierto en pleno vuelo a un ganso migratorio canadiense, ¡que es nuestra bandera, coño!»), y cuando escuchamos a los presentadores de las tertulias radiofónicas locales afirmando que nuestro país está dándoles una buena paliza a los malos de aquí y de allá y extendiendo la democracia por el mundo entero, y que además todo eso nos está saliendo a cuenta (eso sí, vamos a necesitar unos treinta mil soldados más para rematar la faena), y que vivimos en el país más libre del mundo…, en fin, no es de extrañar que algo parecido a la felicidad impregne nuestras vidas.

Creo que lo mejor es acabar este libro donde lo empecé: en el Royal Lunch, a última hora. Han pasado muchas cosas desde entonces. Lo primero es que se acabaron las noches de karaoke. «Demasiados cantantes horribles», dice el dueño. El paisaje urbano, que llevaba casi un siglo inalterado, ha cambiado recientemente. El crecimiento de las zonas suburbanas para pijos ha sido tal que aquí, en pleno centro histórico, han inaugurado un bar muy chic donde sólo venden cerveza de importación, a escasos cincuenta metros del Royal Lunch, donde antes estaba el almacén de la tienda de comestibles, enfrente de la estación de tren. Quiero estar allí cuando Pottie pase para averiguar a qué sabe una cerveza de seis dólares. Aunque ahora no dispone de mucho tiempo, ya que se ha metido a «
broker
de sandías» y está en Florida «preparando el cargamento» que venderá en un remolque aparcado en el arcén. «El negocio de las sandías es un verdadero chollo», asegura Pottie. La verdad, yo no consigo entenderlo, porque las sandías son tan baratas que te encuentras cientos de trozos desperdigados en la carretera que están allí para avisar al turista de que se aproxima a un camión donde las venden.

No es sorprendente que durante el tiempo que me ha llevado escribir este libro Mary Golliday muriese. Y la salud de Dottie se ha deteriorado hasta el punto de que necesita oxígeno las veinticuatro horas del día y una máquina en su habitación dotada de un tubo de plástico tan largo que a simple vista podría llegar sin problemas al centro de Romney. Pero Dottie sigue al pie del cañón y ha vuelto a conducir, con una bombona de oxígeno y cinco piezas de recambio en el asiento trasero. La semana pasada cantó en un club cerca de la frontera de Virginia Occidental. Lo hizo sentada. «No quería que el público oyera el oxígeno circulando por los tubos que salen de mi nariz, así que me los quité de un tirón y mientras cantaba dejaba de respirar justo después de cada estrofa». La gente se puso de pie para aplaudirla, no por compasión sino por el respeto que inspiraba su coraje. Dink Lamp, el vejete que le propinó la paliza al chimpancé en la feria de atracciones, ha vuelto a hacerse cristiano renacido. Si llevo bien las cuentas, ésta es la tercera vez que se convierte. Y aunque esté en la senda de Cristo y se haya quedado sin karaoke, él no abandona su carrera musical. Ahora ha cambiado de estilo y se dedica a ir por los hogares de ancianos cantando himnos patrióticos. La última vez que lo vi estaba cantando en la residencia donde vive mi madre. Cerró la actuación con
This Ain't No Rag, It's a Flag
(«No es un trapo, es una bandera»), de Charlie Daniels. Creo que debe de ser la guerra de Iraq: ahora que ya está irremediablemente perdida, ha conseguido que incluso Dink se excite, musicalmente hablando.

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