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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (40 page)

—Ahora sentémonos y bebamos y pongámonos contentos. Luego sepultaremos el cuerpo.

Al decir esto cogió una de las botellas que contenían veneno y bebió, pasándola luego a su amigo, que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo.

Por cierto que no creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier sección de su Libro
del Canon en Medicina
síntomas de envenenamiento más horribles que los que sintieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin.

¡Oh, iniquidad de iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia, lascivia y juego! ¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos surgidos de la soberbia y de la costumbre! i Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y agresiva hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso Corazón?

Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pecados y os salve del pecado de la avaricia. Mi santo perdón puede curaros a todos vosotros si hacéis ofrenda de peniques de plata o de buenas monedas de oro, broches de plata, cucharas o anillos. Bajad vuestra cerviz ante este toro sagrado. Acercaos, señoras, y haced ofrenda de vuestra lana. Yo anotaré vuestros nombres en mi lista, y así iréis al cielo bendito. Por mi santo poder yo os absuelvo y os dejo limpios y puros como el día en que nacisteis, pero sólo a los que presentan ofrendas.

¡Bien! Así es, señoras, como predico. Que Jesucristo, el gran curador de almas, os conceda su perdón por lo mejor. Yo no os engañaré.

Pero, señores, hay una cosa que olvidé mencionar en mi discurso. En mi bolso llevo las mejores reliquias y bulas que podáis hallar en Gran Bretaña y que he recibido de las mismas manos del Papa. Si alguno de vosotros quiere hacer una ofrenda devota y recibir mi absolución, que se acerque a mí, se arrodille aquí y, con humildad, reciba mi perdón. También, si queréis, podéis hacerlo mientras vamos de camino; lo tendréis completamente nuevo en cada mojón que pasemos, mientras repitáis vuestras ofrendas en buena moneda, plata u oro. ¡Qué gran honor para vosotros tener aquí a un buen bulero que os perdone cualquier pecado que cometáis mientras cabalgáis por el país! ¿Quién sabe si uno o dos de vosotros caerá del caballo y se romperá el cuello?

Pensad en la protección que tenéis todos vosotros por el hecho de que yo, que puedo perdonar a nobles y plebeyos cuando el alma abandona el cuerpo, me halle en vuestra compañía. Mi consejo es que nuestro anfitrión sea el que empiece, pues es el que más hundido está en el pecado.

—Adelantaos, señor anfitrión, y haced vuestra ofrenda el primero y besaréis cada una de estas reliquias. Todo por seis peniques. ¡Vamos, abrid vuestra bolsa!

—No, no —exclamó nuestro anfitrión—. Que Jesucristo me condene. ¿Dar dinero? Maldición, si lo hago. Vos me haríais besar vuestros calzones y juraríais que eran la reliquia de un santo, aunque los hubieseis ensuciado con vuestro culo. Por la Vera Cruz que encontró Santa Elena, antes agarraría vuestros cojones con la mano que vuestras reliquias y recuerdos santos. Desprendeos de ellos y os ayudaré a llevarlos y se los colocaremos en excrementos de cerdo.

El bulero no contestó palabra; estaba demasiado furioso para hablar.

—Bueno, no voy a hacer más broma con ustedes o con cualquiera que pierda los estribos —dijo nuestro anfitrión. Pero, en eso, al ver que todos los demás reían, el caballero intervino y dijo:

—¡Basta de chanzas! Ya es suficiente. Animaos, señor hulero, y dignaos sonreímos; en cuanto a vos, señor anfitrión, amigo mío, os pido que hagáis las paces con el bulero, por favor, y riamos y divirtámonos como antes.

A continuación hicieron las paces y prosiguieron su camino.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL BULERO.

SECCIÓN SÉPTIMA
El cuento del marino
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En Saint Denis
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vivió una vez un comerciante muy rico, al que, dada su riqueza, se le tenía por astuto. Su esposa era de una gran belleza, muy sociable y a la que gustaban sobremanera las reuniones (cosa que origina más gastos de lo que valen todas las cortesías y halagos que prodigan los hombres en fiestas y bailes). Estas frases corteses y estos saludos pasan como sombras chinescas y compadezco al que tiene que pagar por ellos. Siempre es el pobre marido al que le toca rascarse el bolsillo. Para su propio crédito debe adornarnos a nosotras, las mujeres, con los vestidos y joyas que utilizamos
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en los bailes. Y si resulta que no puede o no quiere correr con el gasto y piensa que es un despilfarro, entonces alguien tiene que pagar el pato o prestarnos dinero, y ahí es donde halla el peligro.

Este excelente comerciante poseía una casa con mucha servidumbre. Os quedaríais maravillados de la cantidad de personas que acudían a ella, gracias a la hospitalidad de su esposa o debido tal vez a su gran belleza. Pero dejad que prosiga el relato. Entre sus diversos invitados —venían de todos los rangos— había un monje, tipo osado y guapetón, de unos treinta años, según creo, que frecuentaba muchísimo la casa. Este apuesto monje se había familiarizado hasta tal punto con el buen hombre que, desde que se conocieron, llegó a gozar en la casa del amigo de la máxima intimidad.

Como que tanto el comerciante como el monje habían nacido en el mismo pueblo, el monje reclamó un parentesco, que el comerciante, a su vez, nunca negó, pues le daba placer a su corazón y le hacía tan feliz como a un pájaro en primavera. Así fue como quedaron unidos por una eterna amistad y se juraron recíprocamente considerarse hermanos de por vida.

Este monje, el hermano Juan, era un derrochador empedernido cuando se alojaba en la casa. Mostraba gran ahínco en ser generoso y resultar agradable, y nunca se olvidaba de dar propina, aunque fuese al paje de menos categoría en el lugar. Siempre que iba, daba a su anfitrión y a cada uno de los criados un regalo adecuado a su posición en la casa. Con lo que los criados estaban tan contentos de su llegada como los pájaros del amanecer. Y de esto ya basta, por el momento.

Sucedió que un día el comerciante dispuso lo necesario para marcharse a la ciudad de Brujas a comprar mercancías, por lo que envió al hermano Juan un mensajero a París invitándole a pasar unos días en Saint Denis con él y con su esposa, antes de partir hacia Brujas, como había previsto.

Este excelente monje del que hablo gozaba de la confianza de sus superiores y poseía influencia, por lo que había obtenido permiso del abad para salir a inspeccionar graneros y granjas distantes siempre que quería. Pronto, pues, llegó a Saint Denis. ¿Quién mejor recibido que nuestro hermano Juan, nuestro queridísimo y fino primo? Como de costumbre, trajo consigo un barril de malvasía
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y otro de dulce vino italiano y, además, una pieza de caza. Voy a dejar ahora al comerciante y al monje comiendo, bebiendo y divirtiéndose de lo lindo durante un día o dos.

Al tercer día, el comerciante se levantó y empezó a prestar atención a sus negocios. Subió a su casa de contabilidad, muy probablemente para ver cómo estaban las cosas para él aquel año, calcular los gastos y establecer si había tenido o no beneficios. Para ello extendió ante sí los libros y las bolsas de dinero encima del mostrador, y [como sea que su tesoro era muy grande] cerró bien la puerta de su casa de contabilidad, dando órdenes al mismo tiempo de que, mientras estuviera allí, nadie le interrumpiera en sus cuentas. Así permaneció encerrado hasta bien tocadas las nueve de la mañana.

El hermano Juan se había levantado también al romper el alba y deambulaba arriba y abajo por el jardín rezando devotamente su oficio. Mientras éste paseaba de un lado para otro, la buena mujer se deslizó al jardín sin ser vista y le saludó como había hecho muchas otras veces anteriormente. Le acompañaba una niña que ella tenía bajo su custodia y que todavía estaba sujeta a su autoridad.

—Hermano Juan, mi querido primo —dijo ella—. ¿Cómo es que te has levantado tan temprano? ¿Pasa algo?

—Sobrina —replicó él—, cinco horas de sueño por la noche deberían ser suficientes, excepto para algún anciano fatigado como uno de estos hombres casados que duermen encogidos como una liebre después de ser perseguida sañudamente por una jauría. Pero ¿por qué estás tan pálida, querida sobrina? Estoy segurísimo que nuestro buen amigo ha estado trabajando desde que anocheció. ¿No sería mejor que fuese a tomar un buen descanso?

Al decir eso, lanzó una alegre carcajada y se ruborizó de su propio pensamiento.

Pero la hermosa esposa negó con la cabeza.

—Dios lo sabe todo —dijo ella—. No, primo, no es eso en absoluto, sino que en el cuerpo y el alma que Dios me dio, no hay mujer en todo el reino de Francia que obtenga menos placer de este triste juego. Oh, sí, puedo cantar:

¡Ay, y qué triste estoy como jamás he estado!

Pero no me atrevo a contar a nadie lo que me pasa. Realmente estoy tan asustada y preocupada, que he llegado a pensar en salir del país o terminar conmigo.

El monje la miró fijamente.

—¡Ay, sobrina! —le respondió—. Que Dios suprima el miedo o la pena que te puedan impulsar a suicidarte. Pero dime: ¿.cuál es el problema? Quizá pueda yo aconsejarte o ayudarte en tu dificultad. Así que cuéntame tus preocupaciones, que no saldrá de mí. Mira, juro sobre este libro de oraciones que nada me hará jamás traicionar tu confianza mientras viva, para bien o para mal.

—Y yo te digo lo mismo —añadió ella—. Juro por Dios y por este libro de oraciones que aunque me despedazaran nunca diré ni una palabra de lo que tú me digas, incluso si por ello tuviera que ir al infierno, y no por ser primos, sino únicamente por cariño y confianza.

Después de haber efectuado estos juramentos se besaron y empezaron a abrir sus corazones el uno al otro, con toda libertad.

—Primo —dijo ella—, si hubiera tenido tiempo, que no lo he tenido, especialmente en este lugar, te habría contado la historia de un martirio: todo lo que he sufrido de mi esposo desde que me convertí en su esposa, aunque tú eres su primo…

—¡No! —exclamó el monje—. Por Dios y por San Martín, él no es más primo mío que esta hoja que cuelga del árbol. Por San Diomsio de Francia que si así le llamo es únicamente para tener más excusas para verte, pues te amo muy por encima de cualquier otra mujer. ¡Lo juro en mi calidad de monje! Dime lo que te sucede; apresúrate, no sea que baje él, en cuyo caso te vas.

—Querido amor mío —empezó ella—, ¡oh, queridísimo hermano Juan!, preferiría callarme esto, pero debo decirlo: ya no aguanto más. En lo que a mí me afecta, mi marido es el peor hombre que haya vivido jamás desde que el mundo es mundo. Como esposa no está bien que explique a persona alguna sobre nuestros asuntos privados, en la cama o en cualquier otra parte. ¡Dios no permita que diga nada de ellos! Ya sé que una esposa no debería decir nunca nada en descrédito de su marido, pero a ti sólo te diré esto, y que Dios me perdone; de cualquier modo que lo mires, no vale lo que una mosca. Pero lo que más me saca de quicio es su tacañería. Tú sabes muy bien que las mujeres —yo la primera— deseamos instintivamente seis cosas: que nuestros respectivos esposos sean valientes, inteligentes, ricos y también generosos; considerados con sus esposas y fogosos en la cama. Pero, por Nuestro Señor que derramó su sangre por nosotros, resulta que antes del próximo domingo tengo que pagar el vestido que debo llevar, para hacerle quedar bien; cien francos o quedar arruinada. Antes preferiría no haber nacido que soportar el escándalo o la desgracia —aparte de que si mi esposo lo descubre alguna vez, estoy totalmente perdida—, por lo que tengo que pedirte que me prestes esta cantidad, o tendré que morir. Hermano Juan, por favor, préstame estos cien francos, y si lo haces, te juro que no te decepcionaré con mi agradecimiento. Te lo devolveré puntualmente, y si hay algo que quieras, cualquier cosa que te agrade, cualquier servicio que pueda hacer por ti, lo haré, y, si no lo hiciere, que Dios me castigue más que al traidor Ganelón
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de Francia.

El buen monje replicó con estas palabras:

—Amada mía, estoy verdaderamente apenado por ti. Te doy mi palabra de honor que, cuando tu esposo haya marchado a Flandes, te ayudaré a salir de este pequeño apuro. Te traeré los cien francos.

Entonces, cogiéndola por el talle, la estrechó fuertemente entre sus brazos y la besó una y otra vez.

Vete ahora —dijo él— lo más silenciosamente que puedas y comamos tan pronto consigas arreglarlo, pues por mi reloj
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de bolsillo son las nueve de la mañana. Vete ahora y séme tan fiel como yo lo soy para ti.

—Que Dios no permita que te falte —dijo ella marchándose alegre como una alondra a decir a los cocineros que se apresurasen para poder comer sin más dilación. Entonces subió a ver a su esposo y llamó decididamente a la puerta de la casa de contabilidad.

—¿Quién está ahí? preguntó él.

—Por San Pedro, soy yo —repuso ella—. ¿Cuándo vas a comer? ¿Cuánto tiempo más estarás con tus sumas y cálculos y libros mayores y otras tonterías? ¡Que el diablo lleve las cuentas! ¿Es que Dios no te ha dado ya bastante? ¡Cielos, baja y deja tus bolsas de dinero solas por un rato! ¿No te da vergüenza dejar al hermano Juan ayunando miserablemente toda la mañana? Oigamos misa y luego vayamos a comer.

—Querida esposa —añadió el comerciante—. Qué poco entiendes los intríngulis de los negocios. Por Dios y por San Ivo, apenas si dos de cada doce comerciantes tienen ganancias constantes durante toda su vida de trabajo. Tenemos que poner buena cara a las cosas, mantener las apariencias, vivir nuestra vida lo mejor que podamos y guardar en secreto todos nuestros asuntos del negocio hasta la muerte; y si es preciso, tomar unas vacaciones y salir en peregrinación para escapar de los acreedores. Por esto es necesario que no quite ojo a este mundo tan extraño, pues en los negocios siempre se está a merced de la suerte y de las circunstancias.

»Me voy a Flandes mañana, al romper el alba, pero regresaré lo antes que pueda. Por consiguiente, querida esposa, por favor, sé amable y complaciente con todos. Vigila bien las mercancías y procura que la casa funcione bien, pues dispones de todo lo que se pueda necesitar para ella. No careces de ropa y víveres y tienes mucho dinero en tu bolsa.

Después de decir esto, cerró la puerta de la casa de contabilidad y bajó las escaleras sin dilación. La misa fue celebrada prontamente, las mesas puestas con diligencia y se dirigieron rápidamente a comer, donde el comerciante obsequió espléndidamente al monje.

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