Read Cuentos de Canterbury Online

Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (7 page)

¡Qué feliz se ve a Palamón! ¡Cómo brinca Arcite de alegría! ¿Cómo podré describir el alborozo de todos los presentes por el generoso gesto de Teseo? Todos se arrodillaron y le dieron las gracias una y otra vez desde el fondo de sus corazones, en especial los dos tebanos. Entonces, con el corazón ligero, lleno de esperanza, se despidieron y cabalgaron hacia su patria, hacia las antiguas y anchas murallas de Tebas.

AQUÍ TERMINA LA PARTE SEGUNDA Y COMIENZA LA TERCERA.

Supongo que me vais a reprochar el que omitiera describir la suntuosa magnificencia con que Teseo se puso a erigir las lizas reales. Me atrevo a decir que no hubo terreno más suntuosamente adornado en todo el mundo. Con murallas de piedra rodeadas por fuera con un foso, el circuito tenía una milla de radio. Era de forma circular, como una brújula, con gradas hasta la altura de setenta pies, de forma que un hombre sentado en cualquier fila no obstruyera la vista de su vecino. Un portal de mármol blanco se levantaba en el extremo oriental; otro similar se erguía en el extremo opuesto, hacia Occidente. A decir verdad, no había edificio como aquél, considerando el corto tiempo empleado en erigirlo. Pues en el país no hubo artesano conocedor de la geometría o de la aritmética, ningún pintor o escultor a quien Teseo no le pagase manutención y salario para la construcción y el adorno del terreno de lucha. Encima de la puerta oriental instaló un altar y un templo para el culto a Venus, diosa del amor, donde realizar los ritos y sacrificios.

Sobre la puerta occidental levantó otro igual dedicado a Marte, que costó casi una carretada de oro. También encargó una maravillosa capilla, dedicada a la casta Diana, que daba gusto contemplar; la hizo construir en alabastro blanco y coral rojo en una torrecilla encima de la muralla septentrional.

Casi me olvidaba describir los espléndidos bajorrelieves, cuadros, formas, rostros y figuras que se hallaban en estos tres templos. En primer lugar, veíais —realizadas en los muros dentro del templo de Venus— conmovedoras representaciones del insomnio, de los suspiros que parten el alma, de las lágrimas sagradas y de los sentidos anhelos que los esclavos del Amor sufren en su vida; los juramentos que enlazan sus votos: Placer, Esperanza, Deseo, Osadía, Belleza, Juventud, Alegría, Riquezas, Filtros amorosos y Fuerza, Mentiras, Halagos, Despilfarro, Intrigas; los Celos llevando una guirnalda de margaritas amarillas
[76]
con un cucú posado en su mano; Fiestas, Música, Canciones, Bailes, Gozo y Diversión. Todos los fenómenos del amor que he enumerado o estoy a punto de enumerar estaban pintados por este orden sobre los muros, aparte de muchos más de los que puedo mencionar.

Por cierto que toda la montaña de Citerión
[77]
, en donde Venus tiene su trono principal, figuraba en los frescos con todos sus jardines y su alegría. No se olvidaron de la Pereza, la portera, ni del hermoso Narciso
[78]
de los tiempos pretéritos; la insensatez del rey Salomón
[79]
; la enorme fuerza de Hércules, las brujerías de Medea y Circe
[80]
, el fiero valor de Turnus
[81]
y el opulento Creso
[82]
en la desgracia y cargado de cadenas. La moraleja era que ni la sabiduría, la riqueza, la belleza, la astucia, la fuerza ni el valor pueden compararse con Venus, que puede gobernar el mundo como le plazca, pues toda esta gente quedó atrapada en su cepo hasta que en su agonía gritaron de nuevo. Uno o dos ejemplos servirán, aunque podría contar un millar más.

Había una espléndida estatua de Venus desnuda, flotando sobre un mar sin orillas. Desde el ombligo hacia abajo quedaba oculta por verdes olas que brillaban como el cristal. Sostenía una cítara con la mano derecha. Unas palomas aleteaban encima de una hermosa guirnalda de rosas frescas y olorosas que llevaba en la cabeza. Cupido, su hijo, se hallaba de pie ante ella, alado y ciego (como se le representa frecuentemente), portando un arco con agudas y relucientes flechas.

Podría muy bien proseguir describiendo los frescos de los muros del templo dedicado a Marte. Estaban pintados en toda su longitud y anchura, como ocurre en el interior del deprimente edificio conocido como el gran templo de Marte en Tracia (una región fría y helada en donde Marte tiene su principal palacio).

El primer fresco era un bosque deshabitado por cualquier hombre o bestia: un bosque de añosos árboles nudosos, desprovistos de hojas y carcomidos; de astillados y feos escalabomes a través de los cuales corría el retumbante ruido del viento, como si una galerna estuviese quebrando cada rama. A medio camino de una colina, en la mitad de la pendiente, debajo de una loma, se levantaba el templo de Marte Armi potente
[83]
construido totalmente de acero bruñido. Tenía una entrada larga, estrecha y tenebrosa, de la que surgía una furiosa ráfaga de viento que hacía temblar todo el portal. Un leve resplandor invernal penetraba por las puertas, pues no había ventanas en los muros para dar luz.

La puerta estaba hecha de durísimo y eterno diamante, cruzado vertical y transversalmente con duros pernos de hierro. Para dotar de mayor fortaleza al templo, cada uno de sus pilares era grueso como un barril y construido con reluciente hierro.

Allí percibí, en primer lugar, las fúnebres imágenes de la Traición y de todas sus intrigas; la Ira cruel, roja como las brasas incandescentes; el ladrón y el macilento Miedo; el de risueño aspecto con el cuchillo debajo de la capa; negro humo elevándose de establos en llamas; el alevoso asesinato en una cama; la fétida Guerra, de heridas sangrantes; la Discordia, con el cuchillo goteando y miradas amenazadoras. Un ruido chirriante llenaba este horripilante lugar. Y allí podía verse a los suicidas, con la sangre de su corazón empapándoles el cabello; la cabeza durmiente hendida por un clavo, y detrás, temible, la Muerte con la boca entreabierta. Con la faz triste e incómodamente sentada en medio del templo estaba la Desgracia. Allí podíais ver a la Locura reír con frenesí; la rebelión armada, el clamor de la protesta, y el despiadado ultraje; al cadáver de carroña arrojado sobre un arbusto con la garganta cercenada; a un millar de muertos, víctimas de Marte, ni siquiera uno por causa de la peste; al tirano forcejeando con su presa despojada; ciudades como cloacas y desperdicios esparcidos. Veíanse barcos que retrocedían y ardían en el mar, el cazador despedazado por osos salvajes, a la marrana devorando a su cochinillo en la propia cuna; al cocinero, escaldado hasta los huesos a pesar de su largo cucharón; al carretero, aplastado por la rueda de su carro; no se olvidó ningún aspecto de la mala suerte que trae Marte. También se representó a los que se hallan bajo la influencia de Marte: al barbero, al camicero y al herrero que forja afiladas hojas de espada en su yunque. En lo alto, pintada sobre una torre, vi a la Conquista sentada en el trono, con una afilada espada colgando de un fino hilo sobre su cabeza.

Estaban también gráficamente representados los asesinatos de Julio César, Nerón y Antonio, aunque ninguno de ellos había nacido todavía; sin embargo, sus muertes estaban prefiguradas en el templo por las amenazantes profecías de Marte, mostradas en aquellas pinturas como expresan las estrellas del cielo quién va a ser asesinado y quién va a morir de amor. Un ejemplo sacado de la leyenda debería servir, aunque desease no darlos todos.

La efigie armada de Marte, con su rostro horrendo y frenético, se hallaba de pie montada en un carro de guerra. Sobre su cabeza centelleaban dos figuras estelares, que se nombran en las obras antiguas de astrología y geomancia: una era Puella, y la otra, Rúbeo
[84]
. El dios de la guerra estaba representado acompañado de un lobo que, con los ojos inyectados en sangre, yacía a sus pies, como si estuviera dispuesto a devorar a un hombre. Todo esto estaba dibujado con sutil pincel en reverencia de la gloria de Marte.

Ahora voy a efectuar una rápida descripción del templo de la casta Diana. Los muros estaban cubiertos de escenas de caza e imágenes de modestia y castidad. Podía verse cómo Calistopea era transformada de mujer en osa cuando Diana se enojó con ella; más tarde se convirtió en la Estrella Polar
[85]
. O así estaba representada: no os puedo decir más. Pero su hijo es también una estrella, como podéis ver.

Estaba también Dana (no quiero decir la diosa Diana, sino la hija de Péneo, Dafne
[86]
, que se convirtió en árbol).

Aparecía Acteón convertido en un hermoso ciervo en castigo por haber visto a Diana desnuda, y cómo fue atrapado y devorado por su propia jauría de perros, que no le reconocieron.

Un poco más adelante había una pintura de Atlanta cazando jabalíes con Meleagro
[87]
y muchos otros. Diana le persiguió por esto. Había muchas otras escenas maravillosas que no hace falta recordar.

La diosa estaba sentada sobre el lomo de un ciervo; unos perritos jugaban a sus pies y debajo se hallaba una luna que crecía y menguaba.

La estatua vestía ropajes verdes con un arco en la mano y un carcaj lleno de flechas, los ojos bajos en dirección del tenebroso reino de Plutón
[88]
. Delante de ella, una mujer con los dolores de parto pedía en su nombre a Lucina
[89]
por el hijo nonato, para que, al fin, pudiese darle a luz: «¡Sólo tú puedes ayudarme!» El pintor no fue tacaño con los colores y lo pintó de la manera más real.

Cuando las lizas estuvieron ya a punto, Teseo, que había equipado los templos e instalado todo el terreno con gran boato, quedó complacido del resultado final. Pero dejad que me olvide de Teseo por un momento y vuelva a hablar de Palamón y Arcite.

Se acercaba el día en que debían volver, cada uno con un centenar de caballeros para decidir la batalla, según expliqué. Ambos, fieles a su promesa, se presentaron en Atenas con un centenar de caballeros bien armados y preparados para el combate. Realmente hubo muchos que pensaron que jamás por tierra o por mar tan pocos habrían constituido un grupo tan impresionante de esplendor caballeresco, pues todo hombre que sentía afición a la caballería y estaba ansioso de labrarse un nombre había rogado que se le permitiera tomar parte en la competición. Los elegidos tuvieron suerte: si un torneo así tuviera que celebrarse mañana en Inglaterra o en cualquier otra parte, podéis imaginaros que todo caballero y enamorado, capaz de ello, estaría allí para entablar batalla por una dama. Os puedo asegurar que sería un espectáculo digno de contemplarse.

Y esto es lo que ocurrió con los muchos caballeros que acompañaban a Palamón. Algunos iban recubiertos con cota de malla, con corazas pectorales y guerreras, y ceñían armaduras plateadas; otros llevaban escudos prusianos o bien protectores ligeros; algunos protegían sus piernas cuidadosamente con metal y llevaban un hacha de batalla o una maza de acero (todas estas nuevas armas provienen de modelos más antiguos). Todos iban armados del mejor modo posible, tal como he descrito.

Cabalgando junto a Palamón habríais visto la expresión poderosa con su negra barba del gran rey de Tracia, el propio Licurgo. Las pupilas de sus ojos resplandecían con una luz entre roja y amarilla bajo su negro y velludo ceño. Miraba a su alrededor con el aire de un grifo con cabeza de águila. Con sus enormes piernas y brazos, anchos hombros y músculos fuertes y poderosos, se alzaba imponente en un carro de guerra dorado, tirado por cuatro bueyes blancos con ameses al estilo de su país. En vez de una sobrecubierta, llevaba sobre su armadura una piel de oso, negra como el carbón por el tiempo; sus garras pintadas brillaban como el oro. Su largo cabello, peinado hacia atrás, centelleaba con una negrura que hacía palidecer a la de una pluma de cuervo, bajo una pesadísima corona de oro, gruesa como el brazo, y montada con deslumbrantes joyas, finos rubíes y diamantes. Más de veinte perros-lobo blancos seguían su carro de guerra, cada uno de ellos tan grande como un toro y entrenados para la caza del venado y el león. Llevaban apretados bozales y coliares dorados provistos de agujeros. Su séquito consistía en un centenar de nobles de corazón fuerte y bien armados.

Las leyendas afirman que Emetro, el gran rey de la India, vino con Arcite cabalgando, como el dios de la guerra, sobre un caballo bayo revestido de acero, cubierto con un paño de oro primorosamente bordado. Llevaba un sobretodo de seda de Tartaria con grandes perlas blancas y redondas. Su silla de montar era de oro recién batido y bruñido. De sus hombros caía un manto repleto de rojos rubíes que centelleaban como el fuego. Amarillos y relucientes como el sol, sus cabellos crespos estaban peinados en forma de anillos. Con su nariz larga y los ojos color limón, labios carnosos, tez rubicunda y unas pocas pecas negras y rubias esparcidas por el rostro, cuando lanzaba miradas a su entorno tenía el aspecto de un león. Calculo su edad en veinticinco años. Su barba había ya brotado y le cubría la cara casi por completo: su voz tenía el timbre metálico de una trompeta. Sobre su cabeza llevaba una alegre guirnalda de laurel verde, recién cortado. Por deporte llevaba un águila domesticada, blanca como un lirio, en el puño. Con él cabalgaban un centenar de nobles con la cabeza descubierta, pero, no obstante, completamente armados y suntuosamente equipados. Duques, condes y reyes se habían reunido voluntariamente formando este noble grupo para exaltar la caballería. Muchos leones y leopardos domesticados merodeaban alrededor del rey.

De esta forma llegaron juntos todos estos caballeros a la ciudad, a eso de las nueve de la mañana del domingo, y allí descabalgaron.

Cuando el noble duque Teseo les hubo escoltado hasta el interior de la ciudad y alojado en ella, de acuerdo con su rango, se tomó tanto empeño en festejarles, agasajarles y hacerles los honores, que la gente comenta todavía que nadie hubiera podido mejorar su recepción o su hospitalidad.

No diré nada sobre los juglares, el servicio en el banquete, los regalos entregados a la gente de alcurnia y de baja estofa, la rica decoración del palacio de Teseo, el orden de precedencia en el estrado; qué dama era la mejor bailarina o la más hermosa, o quién sabía cantar o bailar mejor o hablar de amor con mayor vehemencia; qué halcones reposaban arriba o qué perros yacían en el suelo. No diré nada de todo esto, pero hablaré de lo esencial; creo que es lo mejor que puedo hacer.

Y llegamos ya al meollo de la cuestión. Escuchad si queréis.

Other books

Hope Springs by Sarah M. Eden
Brutal Vengeance by J. A. Johnstone
The Accidental Engagement by Maggie Dallen
Princess by Aishling Morgan
Los hijos de Húrin by J.R.R. Tolkien
Savage by Robyn Wideman
The Informers by Juan Gabriel Vásquez
One Letter by Lovell, Christin