Read Cuentos de un soñador Online

Authors: Lord Dunsany

Cuentos de un soñador (4 page)

Mas las ventanas de las casas de Andelsprutz miraban espantadas las llanuras, como los ojos de un loco. A su hora resonaron sus campaniles ingratos y desacordados; las campanas de unos estaban desentonadas, y cascadas las de otros, y sus tejadillos desnudos de musgo. Al atardecer, ningún rumor placentero levantábase en sus calles. Cuando las lámparas se encendían en sus casas, ningún místico hacecillo se escapaba hacia la sombra; veríais simplemente que estaban encendidas las lámparas. Andelsprutz no tiene aspecto ni maneras propios. Cuando cayó la noche y se corrieron las cortinas sobre las ventanas, percibí lo que no había pensado a la luz del día. Entonces conocí que Andelsprutz estaba muerta.

Vi en un café a un hombre rubio que bebía cerveza, y le pregunte:

«¿Por qué está casi muerta la ciudad de Andelsprutz y se le ha escapado el alma?»

Él contestó: «Las ciudades no tienen alma, y en los ladrillos no hay vida nunca.»

Y yo le dije: «Sir, usted ha dicho la verdad.»

Hice a otro hombre igual pregunta y me dio la misma respuesta, y le agradecí su cortesía; y vi a un hombre de más sutil complexión, con el cabello negro y surcos en las mejillas por el correr de las lágrimas, y le pregunté:

«¿Por qué está muerta Andelsprutz y cuándo se quedó sin alma?»

Y respondió: «Andelsprutz esperó demasiado. Durante treinta años tendió sus brazos todas las noches hacia la tierra de Akla, a la Madre Akla, a la que había sido robada. Todas las noches esperaba y suspiraba y tendía sus brazos a la Madre Akla. A media noche, una vez al año, en el aniversario del terrible día, Akla enviaba emisarios secretos que pusieran una guirnalda sobre los muros de Andelsprutz. No pudo hacer más. Y en esta noche, una vez al año, yo acostumbraba llorar, porque llorar era el modo de la ciudad que me crió. Todas las noches, mientras las otras ciudades dormían, sentábase aquí Andelsprutz a meditar y a esperar, hasta que treinta guirnaldas ciñeron sus paredes y los ejércitos de Akla aún no podían venir.

»Mas después de esperar tanto tiempo, y en la noche que los fieles emisarios habían traído la última de las treinta guirnaldas, Andelsprutz se volvió loca de pronto. Las campanas sonaron su espantoso clamor en las torres, los caballos relincharon en las calles, aullaron todos los perros, despertaron los estólidos conquistadores, revolvieronse en sus lechos y se durmieron otra vez; y entonces vi levantarse la forma sombría y gris de Andelsprutz, que coronaba sus cabellos con los fantasmas de las catedrales, y salió de su ciudad. Y la grande forma sombría que era el alma de Andelsprutz se fue gimiendo a los montes, y allí la seguí, porque ¿no había sido ella mi nodriza? Sí; marché solo a los montes, y por tres días, envuelto en mi capa, dormí en sus brumosas soledades. Nada tenía para comer, y para beber sólo el agua de los torrentes de las montañas. De día no había cosa viviente a mi lado, y nada oía, sino el ruido del viento y el estruendo de los torrentes de la montaña. Mas durante las tres noches oí en torno, sobre la montaña, los ecos de una gran ciudad; vi resplandecer por momentos sobre las cimas las luces de los ventanales de una alta catedral, y a veces la linterna vacilante de alguna patrulla de la fortaleza. Y vi la enorme silueta nebulosa del alma de Andelsprutz sentada, cubierta con sus aéreas catedrales, que se hablaba a si misma, los ojos fijos hacia adelante en desvariada contemplación, y contando de antiguas guerras. Y su charla confusa de aquellas noches sobre la montaña era por veces la voz del tráfico, y luego de las campanas de las iglesias, y después sones de trompetas, pero casi siempre era la voz de encendida guerra; y todo era incoherente, y ella estaba completamente loca.

»A la tercera noche llovió copiosamente, mas yo permanecí para contemplar el alma de mi ciudad natal. Y aún estaba ella sentada mirando hacia adelante, delirando; pero ahora su voz era más dulce. Había en ella más armonía de campanas, y a veces de canción. Era pasada la media noche, y aún la lluvia lloraba sobre mi, y aún las soledades de la montaña estaban llenas de los gemidos de la pobre ciudad loca. Y vinieron las horas siguientes a la media noche, las horas frías en que mueren los enfermos.

»Súbitamente percibí grandes formas que se movían entre la lluvia, y oí el eco de voces que no eran de mi ciudad ni de ninguna de las que había conocido. Y distinguí al punto, si bien confusamente, las almas de un gran concurso de ciudades que se inclinaban sobre Andelsprutz y la confortaban; y los torrentes de las montañas mugían aquella noche con las voces de las ciudades silenciosas desde muchos siglos atrás. Porque allí vino el alma de Camelot, que abandonara a Usk tanto tiempo hace; y allí estaba Troya, ceñida de torres, maldiciendo todavía el dulce rostro ruinoso de Elena; vi a Babilonia y a Persépolis y la faz barbada de Nínive, la de cabeza de toro; y a Atenas, que lloraba a sus dioses inmortales.

»Y las almas de las ciudades que estaban muertas hablaron aquella noche en el monte a mi ciudad y la consolaron, hasta que dejó de pedir guerra y sus ojos dejaron de mirar espantados; mas ocultó su rostro entre las manos y lloró dulcemente durante algún tiempo. Alzóse por fin, y andando pausadamente, con la cabeza inclinada, y apoyándose en Troya y en Cartago, marchó dolorida hacia Oriente; y el polvo de sus caminos arremolinábase a su espalda, un polvo espectral que nunca se tornaba en lodo a pesar de la lluvia. Y así se la llevaron las almas de las ciudades, y fueron desapareciendo del monte, y las antiguas voces se desvanecieron en la distancia.

»No he vuelto a ver desde entonces viva a mi ciudad; pero una vez hallé a un viajero, quien dijo que en alguna parte, en medio de un gran desierto, están congregadas las almas de todas las ciudades muertas. Dijo haberse extraviado una vez en un lugar en que no había agua y que había oído sus voces hablar toda la noche.»

Pero yo dije: «Una vez estuve sin agua en el desierto y oí que me hablaba una ciudad; mas no supe si hablaba o no, porque oí aquel día muchas cosas terribles y sólo algunas eran verdaderas.»

Y el hombre de cabello negro dijo: «Yo creo que es cierto, aunque no sé de dónde venía. No sé más sino que un pastor me encontró por la mañana desvanecido de hambre y de frío y me trajo aquí; y cuando llegué, Andelsprutz, como habéis visto, estaba muerta.»

En donde suben y bajan las mareas

Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí.

Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas y pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos cubriéronse los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar.

Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.

Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marca.

Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.

Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.

Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.

Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad.

Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.

Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

Other books

Death in Twilight by Jason Fields
1945 by Robert Conroy
The Atonement Child by Francine Rivers
Only His by Susan Mallery
Gold, Frankincense and Dust by Valerio Varesi
This Is Where I Am by Karen Campbell