Read Cuentos frágiles Online

Authors: Manuel Gutiérrez Nájera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos frágiles (10 page)

El cementerio estaba cubierto por las sombras; bostezaban las tumbas y abrían paso a los espíritus errantes; nada más los niños dormían en sus marmóreos sepulcros. Ahí el cuadrante de la eternidad, sin aguja, sin números, sin más que una mano negra que giraba y giraba eternamente. Un Cristo blanco con la blancura pálida de la tristeza alzábase en el tabernaculo.

—¿Hay Dios? —preguntaban los muertos. Y Cristo contestaba:

—¡No! Los cielos están vacíos; en las profundidades de la tierra sólo se oye la gota de la lluvia, cayendo como eterna lágrima.

Despertaron los niños, y, alzando sus manecitas, exclamaron:

—Jesús, Jesús, ¿ya no tenemos padre?

Y Cristo, cerrando sus exangües brazos, exclamó severo:

—¡Hijos del siglo: vosotros y yo, todos somos huérfanos!

A esta terrible voz que descendió rodando por las masas de sombras apiñadas, cerráronse las tumbas con estrépito, los cirios se apagaron de repente y la terrible noche tendió su ala de cuervo sobre el mundo.

—¡Hijos del siglo, todos somos huérfanos!

¡Cuántas veces, caballero, he repetido en mis horas de angustia estas palabras! ¡Todos somos huérfanos! ¡Mi alma está entumida, y necesita, para seguir moviéndose, el calor de una creencia! Pero he despilfarrado mi caudal de fe, y en el fondo de mi corazón no queda un solo ochavo de esperanza. Soy un bolsillo vacío y una conciencia sin fe. Cuando el saco no sirve para nada, se rompe. Eso es lo que hago.

LA HISTORIA DE UNA CORISTA

(CARTA ATRASADA)

Para edificación de los
gomosos
entusiastas que reciben con laureles y con palmas a las coristas importadas por Mauricio Grau, copio una carta que pertenece a mi archivo secreto y que —si la memoria no me es infiel— recibí, pronto hará un año, en el día mismo en que la
troupe
francesa desertó de nuestro teatro.

La carta dice así:

Mon petit Cocbon bleu.

Con el pie en el estribo del vagón y lo mejor de mi belleza en mi maleta, escribo algunas líneas a la luz amarillenta de una vela, hecha a propósito por algún desastrado comerciante para desacreditar la fábrica de la Estrella. Mi compañera ronca en su catre de villano hierro, y yo, sentada en un cajón, a donde va a sumergirse muy en breve el único resto de mi guardarropa, me entretengo en trazar garabatos y renglones como ustedes los periodistas, hombres que, a falta de champaña y Borgoña, beben a grandes sorbos ese líquido espeso y tenebroso que se llama tinta. Acaba de terminar el espectáculo, y tengo una gran parte de la noche a mi disposición. Yo, acostumbrada a derrochar el capital ajeno, despilfarro las noches y los días, que tampoco me pertenecen: son del tiempo.

Si hubiera tenido la fortuna de M. Perret, mi compañero; si la suerte, esa loca, más loca que nosotras me hubiera remitido en forma de billete de la lotería dos mil pesos, ¡diez mil francos!, no hubiera tomado la pluma para escribir mis confesiones. Los hombres escriben cuando no tienen dinero; y las mujeres cuando quieren pedir algo.

A falta, pues, de otro entretenimiento, hablemos de mi vida. Voy a satisfacer la curiosidad de usted, por no mirarle más tiempo de puntillas, asomándose a la ventana de mi vida íntima. La mujer que, como yo, tiene el cinismo de presentarse en el tablado con el traje económico del Paraíso, puede perfectamente escribir sin escrúpulos su biografía.

No sé en dónde nací. Presumo que mis padres, un tanto cuanto flacos de memoria, no se acordaron más de mí unas cuantas semanas después de mi nacimiento. Todos mis recuerdos empiezan en el ahumado cubil que vio correr mis primeros años, en compañía de una vieja, cascada y sesentona, que desempeñaba oficios de acomodadora en un pequeño teatro parisiense. ¿Por qué me había recogido aquella buena mujer? jamás pude saberlo, aunque sospecho que esta buena acción había tenido poquísimo que ver con la caridad. Yo cuidaba de la cocina y hacía invariablemente cuantos remiendos eran necesarios en el deshilachado guardarropa de mi protectora. Algunos pellizcos y otros tantos palmetazos eran la recompensa de mis afanes diarios. Comíamos mal y se dormía peor, porque, si el espectáculo terminaba después de media noche, yo esperaba puntualmente la vuelta de la acomodadora, tenía en cambio que ponerme de pie en cuanto el alba rayaba, para aderezar, como Dios me daba a entender, el pobre almuerzo y arreglar los vetustos menesteres de la casa.

Muy pocas veces iba al espectáculo. Mi protectora temía, fundadamente, que el trato con la gente de teatro malease mis costumbres. Pero, conforme iba creciendo, crecían también mis ambiciones. El tugurio en que vivíamos sofocaba mis instintos de independencia y de alegría. Un joven iluminador, que vivía pared por medio de mi buhardilla, me había hecho conocer que era bonita. Cumplí diez años, doce, quince, y una mañana alegre de septiembre, lié con precaución una maleta, puse en ella los chillantes guiñapos con que solía vestirme en día de fiesta, y, sin esperar la vuelta de madame Ulises, falta de otra cosa que tomar, tomé la puerta.

Puntos suspensivos.

Si tiene usted el hilo de Ariadna, sígame como pueda en el gran laberinto parisiense. Si no lo tiene, ni es sobrado hábil para marear costeando los escollos, confórmese con seguirme desde lejos, cuando aparezca de nuevo a flor de tierra. Víctor Hugo ha dicho:

En los zarzales de la vida, deja

Alguna cosa cada cual, la oveja

Su blanca lana, el hombre su virtud
.

En donde dice hombre ponga usted mujer: es una simple corrección de erratas.

Heme de nuevo aquí, ya menos pobre, después de mis excursiones subterráneas. Las puertas de un teatro se abren a mi belleza en formación, y el cielo de las bambalinas cubre con sus harapos mi descoco. El empresario era un hombre gotoso, enfermo y sucio, que pagaba perfectamente mal a las infelices figurantas. Con lo que yo ganaba en aquel teatro podía comprar tres pares de botines y algunas cuantas cajas de cerillos. Pero ésta era una cuestión completamente secundaria. Yo no aspiré jamás a vivir, como artista, del teatro. Apenas sabía leer; mis grandes conocimientos musicales hubieran atraído sobre mi cabeza una aguacero de patatas cocidas. O el arte no se había hecho para mí, o yo no había nacido para el arte. Lo único que buscaba en el teatro era a manera de la exposición permanente y bien situada en un aparador aristocrático. Cuando la mujer se resuelve a hacer de su belleza un negocio por acciones, el mercado mejor es un teatro.

Los que nada conocen ni saben de los bastidores se figuran que la puerta de ese jardín de las Hespérides está muy bien guardada por dragones y endriagos fabulosos. En ese paraíso… de Mahoma, por supuesto, al revés de todo otro paraíso, es libre la entrada para los pecadores.

Yo, sin embargo, perdida como un átomo en la masa color de rosa de los coros, vivía penosamente, codeada por la miseria y víctima de las privaciones.

Mi belleza magnífica y extraordinaria para el pobre iluminador, mi ex vecino, pasaba inadvertida en aquel teatro, como la pieza de raso, azul o blanco, pasa también inadvertida en la gran tienda llena de encajes, seda y telas de oro. La competencia era temible. Como la esposa de Marlborough desde lo alto de su torre, yo esperaba no el regreso, sino la aparición de alguna a quien no conocía aún.

Pero ¡ay!, ningún príncipe ruso, ningún lord inglés se puso a la vista en esa larga temporada. Yo supongo que los príncipes rusos son unos entes imaginarios que sólo han existido en el cerebro hueco de los novelistas. El dinero se iba alejando de mí, como las golondrinas cuando llega el invierno y los amigos cuando llega la pobreza.

Mi antigua protectora se acordó de mí. Me hizo proposiciones ventajosas, y, seducida por sus grandes promesas, vine a América, el país del oro. Los yanquis, que conocen admirablemente todas las mercancías, con excepción de la mujer, me tomaron por una verdadera parisiense. En Nueva York se cena.

Hay rostros colorados y sanguíneos que valen die millones y espantosas levitas abrochadas que encierran una fortuna en la cartera. Yo no hablo inglés, pero ellos hablan oro. Para contestarles, bastábame una palabra sola del vocabulario: Yes.

Los americanos son los únicos hombres que hablan en plata.

La Habana es un país privilegiado. Hace mucho calor. Los negros sirven para hacer resaltar la blancura hiperbórea de las europeas.

Hay hombres que, a fuerza de vivir entre panes de azúcar, se acostumbran a desmigajar su fortuna como un terrón puesto dentro del agua. Pero La Habana es el país del azúcar y Nueva York es el país del oro. No me habléis de las razas ni de las figuras: no hay hombres más gallardos que los yanquis.

Mis impresiones de viaje tocan a su término. Ya estamos en México. Me habían dicho que ésta era la tierra de la primavera. Yo, sin embargo, no la he visto más que en el exuberante corsé de la Leroux y en los ramos que manda comprar todas las noches el director de orquesta. Me esperaba ver correr arenas de oro por las calles, como corrían entre las ondas del Pactolo; por desgracia, no he hallado más que periodistas complacientes, amigos que suelen cenar de cuando en cuando, y elegantes
gomosos
que nos tratan como si fuéramos damas del
Faubourg Saint-Germain
. Es una simple equivocación:
Notre-Dame de Lorette
queda más lejos.

Cada noche me miro cortejada entre los bastidores por una turba de elegantes y de pollos que me hablan con la cabeza descubierta, tirando escrupulosamente el cigarro para no molestarme con el humo. Y todos se disputan mis sonrisas; me dirigen mil flores que trascienden al hotel Rambouillet y —¡oh colmo de los colmos!— hasta me escriben cartas. Los más audaces de ellos suelen invitarme a tomar una grosella o un champagne… vermouth. Me encuentran en las calles, y, apartándose corteses para cederme la acera, se quitan el sombrero. Algunos calaveras me han besado la mano.

Aquí tampoco hay príncipes rusos. Pero, en cambio, llevo una completa colección de autógrafos, a cual más precioso. Ésta es la primera ciudad en que me tratan como se trata a una señora. Ya verá usted si tengo razón para estar agradecida.

EN LA CALLE

Calle abajo, calle abajo por uno de esos barrios que los carruajes atraviesan rumbo a Peralvillo, hay una casa pobre, sin cortinas de sol en los balcones ni visillos de encaje en las vidrieras, deslavazada y carcomida por las aguas llovedizas, que despintaron sus paredes blancas, torcieron con su peso los canales, y hasta llenaron de hongos y de moho la cornisa granujienta de las ventanas. Yo, que transito poco o nada por aquellos barrios, fijaba la mirada con curiosidad en cada uno de los accidentes y detalles. El carruaje en que iba caminaba poco a poco, y, conforme avanzábamos, me iba entristeciendo gravemente. Siempre que salgo rumbo a Peralvillo me parece que voy a que me entierren. Distraído, fijé los ojos en el balcón de la casita que he pintado. Una palma bendita se cruzaba entre los barrotes del barandal y, haciendo oficios de cortina, trepaba por el muro y se retorcía en la varilla de hierro una modesta enredadera cuajada de hojas verdes y de azules campanillas. Abajo, en un tiesto de porcelana, erguía la cabecita verde, redonda y bien peinada, el albahaca. Todo aquello respiraba pobreza, peno pobreza limpia; todo parecía arreglado primorosamente por manos sin guante, pero lavadas con jabón de almendra. Yo tendí la mirada al interior, y cerca del balcón, sentada en una gran silla de ruedas, entre dos almohadones blancos, puestos los breves pies en un pequeño taburete, estaba una mujer, casi una niña, flaca, pálida, de cutis transparente como las hojas delgadas de la porcelana china, de ojos negros, profundamente negros, circuidos por las tristes violetas del insomnio. Bastaba verla para comprenderlo: estaba tísica. Sus manos parecían de cera; respiraba con pena, trabajosamente, recargando su cabeza, que ya no tenía fuerza para erguir, en la almohada que le servía de respaldo, y viendo con sus ojos, agrandados por la fiebre, esa vistosa muchedumbre que caminaba en son de fiesta a las carreras, agitando la sombrilla de raso o el abanico de marfil, la caña de las indias o el cerezo.

Los carruajes pasaban con el ruido armonioso de los muelles nuevos; el landó, abriendo su góndola, forrada de azul raso, descubría la seda resplandeciente de los trajes y la blancura de las epidermis; el faetón iba saltando como un venado fugitivo, y el
mail coach
, coronado de sombreros blancos y sombrillas rojas, con las damas coquetamente escalonadas en el pescante y en el techo, corría pesadamente, como un viejo soltero enamorado, tras la griseta de ojos picarescos. Y parecía que de las piedras salían voces, que un vago estrépito de fiesta se formaba en los aires, confundiendo las carcajadas argentinas de los jóvenes, el rociar de los coches en el empedrado, el chasquido del látigo que se retuerce como una víbora en los aires, el son confuso de las palabras y el trote de los caballos fatigados. Esto es: vida que pasa, se arremolina, bulle, hierve; bocas que sonríen, ojos que besan con la mirada, plumas, sedas, encajes blancos y pestañas negras; el rumor de la fiesta desgranando su collar de sonoras perlas en los verdosos vidrios de esa humilde casa, donde se iba extinguiendo una existencia joven e íbanse apagando dos pupilas negras, como se extingue una bujía lamiendo con su llama la arandela, y como se desvanecen y se apagan los blancos luceros de la madrugada.

El sol parece enrojecer la seda de las sombrillas y la sangre de las venas: ¡quizá ya no le veas mañana, pobre niña! Toda esa muchedumbre canta, ríe: tú ya no tienes fuerzas para llorar y ves ese mudable panorama, como vería las curvas y los arabescos de la danza el alma que penase en los calados de una cerradura. Ya te vas alejando de la vida, como una blanca neblina que el sol de la mañana no calienta. Otras ostentarán su belleza en los almohadones del carruaje, en las tribunas del
turf
, y en los palcos del teatro; a ti te vestirán de blanco, pondrán la amarilla palma entre tus manos, y la llama oscilante de los cirios amarillos perderá sus reflejos en los rígidos pliegues de tu traje y en los blancos azahares, adorno de tu negra cabellera.

Tú te ases a la vida, como agarra el pequeñito enfermo los barrotes de su cama, para que no lo arrojen a la tina llena de agua fría. Tú, pobre niña, casi no has vivido. ¿Qué sabes de las fiestas en que choca el cristal de las delgadas copas y se murmuran las palabras amorosas? Tú has vivido sola y pobre, como la flor roja que crece en la granosa oquedal de un muro viejo o en el cañón de una canal torcida. No envidias, sin embargo, a los que pasan. ¡Ya no tienes fuerza ni para desear!

Other books

The Last Plantagenets by Costain, Thomas B.
Babala's Correction by Bethany Amber
Mystery in the Old Attic by Gertrude Chandler Warner
RosyCheeks by Marianne LaCroix
Whispers by Whispers
The Perfect Mistress by ReShonda Tate Billingsley