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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Cuidado con esa mujer (17 page)

Fueron a un despacho contiguo a la pequeña habitación donde se guardaban las recetas. El hombre del cabello gris cerró la puerta y miró a George a la cara.

George estaba temblando. Dijo.

—La cajera que trabajaba aquí hace tres años.

—Diga —dijo el director de la tienda—, ¿sabe usted cuántas cajeras hemos tenido aquí en los últimos tres años?

—¿Guardan ustedes fichas?

—Bueno, sí. Tenemos los archivos de la Seguridad Social. Pero tengo que saber algo. Tengo que saber con qué autoridad viene usted aquí y pide información sobre una ex empleada. Si son referencias lo que usted quiere…

—Podemos decirlo así —dijo George con aire cansado—. Podemos decir que quiero referencias.

—¿Es usted propietario de una tienda?

—No.

—Está bien, ¿a qué se dedica? —El hombre del cabello gris estaba abriendo un archivador y se volvió para contemplar a George, que estaba de pie, temblando.

—Estoy en el negocio de las inversiones bancarias.

—Eso no me dice nada. —El hombre del cabello gris se apartó del archivador—. Oiga —dijo—, si es usted investigador privado, será mejor que me lo diga. No soy un hombre duro de tratar siempre que sepa dónde estoy y siempre que esté seguro de que nadie está intentando engañarme.

—Tiene usted mi palabra de que no voy a involucrarle en nada. Sólo es que tengo que averiguar unas cuantas cosas acerca de alguien.

—¿Quién?

—Clara Reeve.

—Reeve. Reeve. —El director de la tienda se frotó la parte de atrás de la cabeza y miró hacia el techo—. Veamos… ¿dice que trabajó aquí cuándo?

—Hace tres años.

—Vamos a ver… Clara Reeve. —El hombre del cabello gris volvió al archivador y fue pasando fichas y dijo:

—Creo que recuerdo… sí, aquí está.

Y sacó una ficha y se la acercó a la cara como si estuviera jugando una partida de naipes y tuviera muy buenas cartas.

George dijo:

—¿Puedes decirme algo de ella?

—Bueno —dijo el director de la tienda, y mantuvo la ficha cerca de su cara mientras miraba a George—, no puedo decirle dónde se encuentra ahora.

—Eso no importa, sé dónde está ahora. Quiero decir…

—¿Oh, de veras? Bueno, entonces, ¿por qué no va usted a verla y le pregunta directamente estas cosas?

George puso una mano sobre una mesita para tomar apoyo, y dijo:

—¿No me ayudará? ¿Por favor?

El hombre del cabello gris estaba molesto.

—¿Qué quiere decir, ayudarle? —preguntó—. ¿Por quién me toma… un ignorante? Y otra cosa. Si está usted intentando iniciar algún asunto sucio, le advierto que se ha equivocado de cliente.

—Pero yo lo único que quiero saber es…

—No me importa lo que usted quiera saber —dijo el hombre del cabello gris. Se estaba excitando, y empezaba a alzar la voz—. Yo dirijo un negocio honesto, y hace trece… catorce años que estoy aquí, en el mismo puesto, y no hay ninguna mancha negra en mi nombre. Y usted viene y me pide que me meta en un negocio sucio, uno de esos asuntos de información. Oh, escuche, señor, no está usted engañando a nadie. Oh, no, no conseguirá nada con esa manera suave de hablar. Mire… —Y el hombre del cabello gris estaba muy excitado ahora, y se acercó a George, y gritó—: Salga de aquí. Vamos, váyase…

George salió del despacho, y luego cruzó toda la tienda. Cuando estuvo en la calle suspiró y se llevó una mano a la frente y bajó la cabeza. Un enanito de fuertes músculos estaba sentado a horcajadas sobre las espaldas de George, golpeándole en el cráneo con un mazo.

12

Hacia medianoche, el descapotable púrpura dobló una esquina y circuló por la calle de casas adosadas. El aire primaveral era agradable y la calle estaba tranquila y oscura salvo por el resplandor del farol del centro de la manzana.

Evelyn se volvió y miró a Leonard y dijo:

—Ha sido una velada maravillosa.

Él miraba al frente. Sus labios se movieron ligeramente. Y luego dijo:

—Me alegro.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí.

—Entra y toma un poco de limonada.

—No tengo sed, gracias, pero entraré.

Bajaron del coche y entraron en la casa. En la escalera Evelyn esperaba que él dijera algo. Él la miró, y su sonrisa era tranquila y medida.

—Bueno —dijo Evelyn—. Imagino que es muy tarde.

Leonard afirmó con la cabeza. Dijo:

—Que duermas bien, Evelyn.

—Buenas noches, Leonard. —Se quedó esperando sus labios.

Él no se movió. Murmuró:

—Buenas noches —y luego observó la perplejidad que dilataba los ojos de Evelyn y se mezclaba con una especie de dolor. Luego ella se dio media vuelta, subió la escalera, y Leonard, despacio, se dirigió hacia el porche, escuchando el lento sonido de Evelyn al subir los escalones.

Cuando estuvo en el porche, Leonard sacó del bolsillo de su americana una pitillera nueva que se había comprado aquella tarde. Era de cuero púrpura muy pulido, grueso y suave en un marco de oro. Leonard la sostuvo en la mano; luego disfrutó del placer de sentir su tacto, apretando los dedos en el suave grosor del cuero. Escuchó el sonido del cuero, el sonido suave al frotar los dedos sobre él, y luego escuchó un sonido que venía del piso de arriba de la casa, el sonido de alguien que salía del dormitorio principal y caminaba por el pasillo.

Leonard dio vueltas a la pitillera, apretó una palanca, y una porción de la tapa de oro retrocedió y se apartó del cuero púrpura, dejando al descubierto un encendedor.

Leonard encendió el cigarrillo mientras contemplaba a Clara bajar despacio la escalera.

Clara llevaba un vestido de terciopelo amarillo. Le quedaba muy ceñido. Acentuaba sus formas, lo cual la estimulaba a hacer resaltar sus bultos y curvas y a cimbrearse.

Saliendo al porche, Clara dijo:

—Creía que te habías marchado.

—No es verdad —dijo Leonard—. No pensabas eso. Sabías que estaba aquí.

—Muy bien, vamos a suponer que lo sabía. E iremos más lejos y diremos que me estabas esperando.

—Sí. Y ya que sabemos estas cosas, podríamos admitírnoslas. Estaba preparado para decir que sólo me había detenido para encender un cigarrillo.

—Pero en realidad querías verme.

—Me moría de ganas de verte. ¿Cómo te llamas?

—Clara.

—Está bien, Clara. Ahora me voy. Entraré en mi coche y dentro de quince minutos tú sales y caminas una manzana hacia el norte, y yo me reuniré contigo en la esquina.

—Será magnífico, Leonard. —Luego, con voz más alta, Clara dijo—. Buenas noches, señor Halvery.

Él se marchó y Clara cerró la puerta, riéndose calladamente. Estaba de pie ante la puerta, mirando hacia afuera, observándole subir al descapotable púrpura. Un rayo de luz salió de alguna parte y se curvó y dio en la tapicería de cuero púrpura oscuro cuando la portezuela se abrió; el cuero relumbró por un instante cuando se rindió al peso de Leonard.

Luego el coche se alejó como flotando por la calle, y la luz se derramó sobre su oscuridad púrpura; luego desapareció deslizándose como el agua en una superficie aceitada.

Clara se llevó sus gruesas manos a los muslos, las subió y se apretó las palmas sobre el abdomen. Se dio la vuelta despacio y no vio a Agnes que retrocedía de un salto y salía por la puerta de la cocina.

Clara subió al piso de arriba. Entró en el dormitorio principal y se quedó ante el espejo, admirando el brillante pelo naranja, los ojos verde oscuro, los labios carnosos y bien dibujados. Clara se pasó la lengua por los dientes y los labios y sonrió a su propia imagen en el espejo. Estaba pensando en Leonard Halvery, en su atractivo, y en sus manos y su boca; en el espléndido rostro suavemente afeitado, moreno y sonrosado. Y estaba pensando en George, que la había llamado por la tarde para decirle que había surgido un imprevisto, que tenía que trabajar hasta la noche y que cenaría en la ciudad; que no le esperara antes de medianoche. Clara se rió y se llevó las manos a sus inmensos y prominentes senos. Y lentamente hizo un gesto afirmativo con la cabeza, absolutamente satisfecha consigo misma.

Luego salió de la habitación, y estaba empezando a bajar la escalera cuando se volvió y miró hacia la puerta del dormitorio de Evelyn. La puerta estaba un poco entreabierta y la luz encendida. Clara cruzó deprisa el pasillo y entró en la habitación de Evelyn.

Evelyn estaba sentada en la cama. No estaba mirando nada, y ahora levantó la cabeza y miró a Clara.

—¿Por qué no te pones a dormir? —preguntó Clara.

—No creo que pudiera dormir.

—¿No te encuentras bien?

—Físicamente supongo que estoy bien.

—¿Estás preocupada por algo?

—Leonard.

—¿Qué pasa con Leonard?

—Oh, no lo sé exactamente. —Evelyn meneó la cabeza y suspiró y miró a Clara y dijo—: Madre, ¿crees que de verdad le gusto?

—Claro que sí. ¿Qué te hace suponer lo contrario?

—Es difícil de explicar. Sólo es que tengo la sensación de que él…

—No esperes demasiado. —Clara se sentó al lado de Evelyn, pasó un brazo en torno a la cintura de la muchacha y dijo—: Quizás Leonard no expresa exteriormente sus sentimientos como a ti te gustaría. Pero eso es mayor razón para que estés segura de su sinceridad. Al fin y al cabo, él sigue saliendo contigo, y eso es lo fundamental.

—Lo sé. No debo preocuparme.

—Claro que no.

—Pero yo le adoro. Y por eso tengo miedo. No quiero perderle. No sé lo que me pasará si le pierdo. No sé cómo ni por qué ni cuándo sucedió realmente, pero tengo la sensación de que me he jugado el alma con Leonard, que él tiene una parte de mí.

—¿Una parte de ti? Evelyn, ¿quieres decir que…?

—Oh, no, madre, no, nada de eso. Quiero decir que, cuando estoy con él, es como si le estuviera dando más que sólo mi tiempo. No sé lo que es, pero eso es a lo que me refiero cuando digo que Leonard tiene una parte de mí. Una parte que yo me arranqué de mí misma y se la entregué. Y cuando estoy con Leonard todavía poseo esa parte. Pero ¿y si él se va?

—Él no se irá.

—¿Qué siente por mí? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo estar segura?

—¿Él no te ha dicho nada? ¿Nada en absoluto?

—Nada específico —respondió Evelyn.

—Bueno, eso, diría yo, es lo más tranquilizador de todo el asunto. Él sigue viéndote. Es amable contigo y considerado, y no sólo hay respeto en su actitud hacia ti, sino también una cierta admiración. O sea que es evidente que las acciones y las actitudes de Leonard son más significativas que las palabras. No tienes que preocuparte por Leonard, querida. No existe la más mínima duda en cuanto a sus sentimientos. Ahora, olvídate de eso y duérmete.

Clara volvió la cabeza y presentó una mejilla para que Evelyn le diera un beso de buenas noches. Y cuando Evelyn la besó, Clara sonrió, y pensó que hacía diez minutos que la puerta de la calle se había cerrado.

Apagó la luz y salió de la habitación.

Bajó la escalera deprisa y salió a la calle. La noche era negra y cada vez más cálida. Clara respiró profundamente y con satisfacción mientras iba presurosa por la calle.

En el sótano, Agnes estaba despierta. Miró hacia la calle a través de la ventana que estaba cerca de la cama y vio un destello de terciopelo amarillo en la negra noche. Y frunció el ceño, salió de la cama y se encaminó hacia la puerta trasera del sótano.

El descapotable convertible circulaba despacio por las anchas y limpias calles de la parte alta de la ciudad. Tres violines, un cello y un piano derramaban música suave por la radio.

—Apágala —dijo Clara—. Hablaremos.

—Claro —dijo Leonard. Apagó la radio y dijo—: Hay muchas cosas de las que podemos hablar.

—¿Puedes hablar y conducir al mismo tiempo?

—Bastante bien, pero prefiero hablar solamente. —Dirigió el coche hasta un desvío que, curvándose, cortaba una gran extensión de césped verde oscuro. El camino ascendía, formaba un arco y seguía curvándose a través del espacioso césped, y al final Leonard aparcó el coche en el espacio semicircular que quedaba entre la zona de los criados y el garaje para cuatro coches.

—¿Aquí es donde vives? —preguntó Clara.

Leonard afirmó con la cabeza.

—Y a veces en mi apartamento del centro.

—Cómodo.

—Mucho.

—Te gusta la comodidad. Te gusta el confort.

—¿A quién no? —dijo Leonard.

—Quiero decir —dijo Clara—, que te gusta en grado sumo.

—Sí. Y a ti también.

—Mucho. Por ejemplo…

—Por ejemplo, esto —dijo Leonard, y se volvió lentamente y al mismo tiempo Clara se volvió y se quedaron cara a cara y se acercaron el uno al otro. Leonard la rodeó con sus brazos; luego una mano fue hacia arriba y la otra hacia abajo y finalmente le puso una mano en el hombro y la otra en el muslo. Los brazos de Clara le rodeaban el cuello. Se miraron, acercándose aún, y sus labios se unieron, y los labios de uno probaron los del otro; eran labios apretados contra otros labios, que apretaban fuerte, y luego suavizaron la fuerza, y apretaron y suavizaron y finalmente sus labios quedaron unidos.

Ella se retorció y emitió un sonido animal. Levantó los brazos y pasó los dedos por el cuello de Leonard y hasta el cabello, le clavó los dedos en el pelo y empezó a gemir cuando los latidos y el calor pasaron de las manos de él al cuerpo de ella, y oyó la respiración fuerte de él cuando el calor de ella pasó a las manos de él, al cuerpo de él.

Luego él se apartó de ella. Y alargó el brazo y abrió la portezuela. Y Clara se movió con él en la tapicería de cuero color púrpura a oscuro.

—Una escalera secundaria conduce a mi habitación —dijo Leonard.

—Bien.

Los criados tienen la costumbre de ocuparse de sus propios asuntos.

—Como deben hacer los criados.

Se estaban acercando a la casa.

—Huele las rosas —dijo Leonard.

—Debe de haber muchos rosales.

—American Beauties
—dijo Leonard. Rojo azulado oscuro. Casi puedes oler ese color.

—Divino —dijo ella.

Se abrió una puerta. Era una puerta de grueso roble, elegantemente tallada y enmarcada en estilo gótico por pesada piedra gris. Había una escalinata alfombrada en azul oscuro, y el azul oscuro se extendía a ambos lados hasta dos habitaciones iluminadas débilmente, de modo que los muebles sólo eran sombras.

Subieron la escalera y torcieron por el pasillo y entraron en la habitación de Leonard. Era una habitación muy grande, una habitación de techo alto, con una decoración impasible de caoba teñida oscura y artesones beige y pinturas de aves salvajes, perros y caballos. Unos mazos de polo estaban cruzados en la pared detrás de la cama, y un brillante casco de polo, negro azulado, colgaba en el centro entre los mazos. La cama era muy ancha y larga, y había dos tocadores bajos y cuatro armarios y cuatro asientos bajos circulares tapizados en cuero marrón. Había un escritorio Winthrop y una gran radiocassette beige y un armario lleno de álbumes de discos forrados en piel. Había una gran librería y una ancha mesa, y sobre ésta una fotografía de un hombre joven sonriendo, vestido de futbolista y embistiendo como un toro.

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