Read Cuidado con esa mujer Online

Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Cuidado con esa mujer (24 page)

Y en ese momento dijo:

—¿Te llamarías asesino si mataras a Clara?

Barry estaba inmóvil. Se daba cuenta de su propia respiración y dejó de respirar.

Dejándose caer sobre las almohadas, Clard cerró los ojos. Empezó a toser, le faltaron fuerzas para hacerlo, se ahogó, y de sus labios brotó más sangre.

Ahora Barry respiraba fuerte. Dijo:

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Sí.

—Dime.

Los ojos de Clard permanecieron cerrados y él dijo:

—Quiero que despaches a Clara.

—¿Así, tal cual?

—Así, tal cual. Te sorprenderá lo fácil que te será perdonarte.

Barry se dijo para sus adentros que Clard estaba delirando.

Y sin embargo parecía no haber delirio en la voz de Clard cuando prosiguió:

—Tengo la mente muy clara ahora. Supongo que eso sucede cuando un tipo está a punto de pasar al otro mundo. Me gustaría que pudieras echar un vistazo a mi cerebro ahora y vieras lo que está ocurriendo allí. Todo el modelo; es tan sencillo y directo como una línea negra sobre un papel blanco. Ninguna consideración de más. Ninguna información secundaria. Sólo el modelo, que muestra la limpia y práctica necesidad de una amputación. Cortar el miembro envenenado, separarlo para siempre de la sociedad. Eso es lo que cuenta, sólo eso. ¿Por qué dejar que el veneno se extienda? ¿Por qué no destruirlo ahora? Hazlo, Kinnett. Hazlo esta noche.

—Basta —dijo Barry. El sonido que salió de sus labios parecía pertenecer a otra persona—. Basta ya —dijo—. Me has hecho pensar. No quiero pensar en esa línea.

—Hazlo esta noche…

—¿Por qué no te callas ya?

—Hazlo esta noche. Por mí. Por ti. Por mucha gente. Hazlo, Kinnett…

—No puedes meterme eso en la cabeza, Clard. No puedes. No permitiré que me hagas hacer una cosa así.

—Tienes miedo.

—Claro que tengo miedo. Tú tenías miedo, ¿no?

—Sí. Ahora lamento haber tenido miedo. Es un error. Es lo único que se le puede llamar. No despacharla fue el mayor error que jamás he cometido. Lo único que puedo hacer ahora es utilizarte a ti.

—No conseguirás nada.

—Claro que sí. Estás pensando. Lo tienes en las manos, lo estás sopesando. Estás haciendo juegos de manos con ello. Sabes que es plausible. Ahora ves el modelo, ¿verdad?

—No puedo verme a mí mismo matando a nadie.

—Has matado arañas, ¿no es cierto?

—Oye, Clard…

—¿No es cierto?

Los ojos de Clard ahora estaban abiertos. Estaba mirando fijamente a Barry. Todo él parecía estar muerto ya excepto sus ojos fijos y sus labios, que se movían.

—Has matado arañas —dijo Clard—. Y puedes matarla a ella igual que harías con una araña.

—No puedo escuchar esto.

—No será un crimen. Míralo de esta manera.

—No quiero mirarlo de ninguna manera. Quiero olvidar que has hablado de ello.

—Hazlo, Kinnett. Hazlo esta noche. Regresa allí y haz lo que yo debería haber hecho hace tiempo. Te diré cómo hacerlo…

Clard tuvo que callar porque le afectó lo que Barry estaba haciendo. Barry estaba de pie en el centro de la pequeña habitación, respirando muy fuerte. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos abiertos, enfocados en el techo directamente sobre su cabeza.

Y Barry estaba diciendo:

—¿Qué es esto? Cristo que estás en los cielos, ¿qué me está sucediendo?

—La verdad —dijo Clard—. Estás viendo la verdad. ¿No quieres verla? ¿No quieres saberla?

—¿Estás seguro de que tú la sabes?

—Sí —dijo Clard—. La sé. He descubierto su raíz cuando he mirado la cara de Frobey y he visto que estaba muerto. En la cara de Frobey he visto la muerte, sus ojos desorbitados, la boca tan abierta que parecía que su cara iba a partirse. Por un segundo le he mirado antes de largarme, y en ese segundo, cuando he visto la muerte, he visto la verdad y he sabido que no había matado a un ser humano. Había eliminado a algo malo y contaminante. Es lo único que sabía. Es lo único que sé ahora. Sé que si vas allí esta noche y acabas con Clara, vas a acabar con la enfermedad que hay en aquella casa.

—Pero Clard, escúchame. No se pueden hacer esas cosas. No se puede. No es…

—¿No es qué?

—Es…

—¿No está bien? ¿Eso quieres que crea? ¿No es legal? ¿Es lo que quieres decir? Déjame que te diga una cosa. ¿No crees que hay algo que se llama homicidio justificable?

—Nunca he pensado en ello.

—Piénsalo. Mira, muchacho. Estás vivo. Eres joven y hay vida en ti, y vas a vivir muchos años. Pero yo estoy acabado, voy a despedirme de un momento a otro. Tienes que escucharme y tratar de entender lo que deseo hacerte comprender. No hay ninguna ley escrita que te permita ir allí y matar a esta mujer. Pero hay una ley que significa más que todo lo que está escrito sobre papel. Es la ley de la rectitud. Míralo como quieras. Dice que ella no merece vivir, dice que ella es un demonio. Dice que esa gente a quien ella va a destruir no merece ser pisoteada y aplastada. Y si…

—Quitaría una vida —dijo Barry para sí en voz alta—. ¿Quién soy yo para quitar una vida?

—Eres una de sus víctimas.

Barry miró a Clard.

—Lo eres —dijo—. Eres una de sus víctimas. Ella te ha robado, Kinnett. Te ha despojado de las sustancias más preciosas que hay en la vida de un hombre: el amor verdadero por una mujer y el amor de la mujer que responde y es feliz con ese amor.

—¿Debo matarla por eso?

—¿No quieres hacerlo?

—Clard, no me hagas contestar a esa pregunta ahora. Estoy aturdido.

—Está bien, no quieres matarla por eso. Entonces mátala por las otras cosas. Mátala porque ella es una asesina, y de acuerdo con la ley merece morir.

—Yo no soy la ley.

—Lo eres. En este caso tienes derecho. Ella ha matado a alguien, ¿no? Es mala. Tiene que ser eliminada. Tú lo eres, Kinnett. Tú eres la ley ahora. Ve allí. Hazlo. Te ruego que lo hagas…

—No estás rogando —dijo Barry—, Estás intentando convencerme de que lo haga. Sólo porque tú la odias.

—Eso es. Ya no la odio. Estoy más allá del odio. No hay nada parecido al odio en el modelo. Está frío. Como el hielo. Y es claro como el hielo. Y exacto. Y está envuelto desde la base hasta la cúspide con verdad y lógica. Ella tiene que morir. Yo quiero hacerlo. Pero no puedo. Estoy muriendo. Tú estás aquí conmigo. Eres el único con el que puedo hablar. Y lo único que puedo hacer es suplicarte que vayas allí y la destruyas, igual que yo he destruido al terrible Frobey.

—Claro —dijo Barry, sin mirar a Clard—. Tú puedes decir estas cosas. Tú puedes decirme lo que tengo que hacer. ¿Qué vas a perder?

—¿Estás pensando en lo que tú vas a perder?

—No sé lo que estoy pensando.

—Te diré lo que no estás pensando. No estás pensando en el peligro. No estás pensando en las consecuencias si te atrapan. No piensas en lo que pasarán tus padres, no piensas en nada de eso. Lo que estás haciendo es intentar decir si tienes derecho a quitar la vida a esa mujer. Y yo te digo que sí tienes ese derecho. Lo tienes. Créeme, Kinnett, lo tienes.

Barry dijo:

—Asesinato.

—No —dijo Clard—. Asesinato no. En tu corazón no sentirás que es un asesinato.

Barry se acercó a Clard, diciendo en un susurro:

—¿Qué importa lo que yo sienta en mi corazón? La mataré, ¿no?

—Matarás una infección.

—Estás arrojando palabras a un lado y a otro, pero todo se reduce a lo mismo. La mataré. Seré un asesino. Déjame decirlo otra vez y déjame oír cómo suena. Asesino. Asesino. Ése soy yo, no otro. No un hombre que leo en el periódico. No alguien a diez o a veinte o a mil kilómetros, sino yo. No puedo. ¿No lo ves? No puedo siquiera pensar en ello y creer que sería real.

—Real —Clard hizo un gesto afirmativo con la cabeza—, Y honesto. Decente. Noble y elegante y correcto, porque en tu corazón no sentirás que es un asesinato. No sentirás el crimen en tu mente. Estarás limpiando aquella casa, la estarás endulzando.

—No, no puedo. No puedo hacerlo.

—Lo harás.

—Quiero hacerlo.

—Claro que quieres hacerlo. Y lo harás.

—¿Lo haré? —Barry estaba profundizando en sí mismo, pidiéndose que respondiera aquello, pidiendo a Clard que lo respondiera por él porque él no podía responder.

—Esta noche —dijo Barry.

—Sí —dijo Clard—. Lo harás. Esta noche.

Clard asintió. Clard sonrió.

Y entonces, levantándose de la almohada, Clard intentó llevar una idea del cerebro a sus labios. Tenía los ojos brillantes y salidos. Tenía la boca abierta pero no pudo emitir ningún sonido.

Luego empezó a toser. Se llevó las manos temblorosas a la boca, intentando detener la sangre, intentando arrancarse las palabras de los labios.

Las palabras salieron, luchando entre la sangre y la tos.

—…Era su esposo. Él lo era. Él era su esposo porque yo me divorcié de ella y él era realmente su esposo, el hombre al que ella asesinó; yo me divorcié de ella por haberme abandonado y él era realmente su esposo, ese George Ervin; yo le seguí un día, le seguí, le seguí al trabajo y le esperé fuera. Cuando salió y entró en la tienda donde le vi, donde vi su cara, su cara torturada no podía sonreír; me alejé y supe, te lo digo, lo supe todo por su cara, todo…

Un gorgoteo interrumpió las palabras. Clard cerró los ojos. Podía hacer eso, nada más. Sus brazos cedieron, la cabeza le cayó atrás, le llegó a la almohada y pareció flotar cuando él murió.

Barry se acercó a la ventana.

17

Las lentejuelas brillaban sobre el vestido verde pálido. Anoche había sido terciopelo gris-violeta, con un collar de amatista y guantes púrpura, suaves y largos hasta el codo. Y anteanoche el elegante vestido gris oscuro era correcto para la exposición de nuevas acuarelas en la galería de arte de Walnut Street. El traje elegante, los modales educados, la voz modulada en el tono correcto, y Evelyn sabía que la estaban aceptando. Eso era más importante que saber que los jóvenes la admiraban. Todos eran agradables de conocer, y era magnífico asistir a estas fiestas y reuniones. Encontraba fácil sonreír a esta gente joven rica y de buena posición. Y cuando veía que ellos le sonreían a su vez, era agradable ver que lo hacían sinceramente. Les gustaba de verdad. Querían que ella estuviera allí.

Vino con tanta facilidad, la etiqueta y las formas y el saber estar. Nunca se había preocupado por ello y no necesitaba ensayar las cosas mentalmente antes de la actuación real. Al levantar un vaso, no lo miraba. Al sentarse, no dejaba de hablar. Flotaba en esta atmósfera de elegancia como una corriente de agua flota en un lago. Y el hecho de que nunca se la alabara por esto, el hecho de que no hubiera comentarios de ninguna clase al hacer su entrada en este escenario, hacía que su logro fuera aún más satisfactorio.

Las invitaciones y las llamadas telefónicas se sucedían en deliciosa progresión. La conversación era una mezcla de buen gusto, de chismes en voz baja, comentarios sobre el vestido de ésta y la habilidad de aquélla en el tenis y los intentos más bien lastimosos de aquella otra de hacer escultura. Todos parecían creer que Evelyn estaba extremadamente bien cualificada para hacer crítica, pues en este tiempo comparativamente corto había mostrado un considerable talento en las clases de arte, y sus conocimientos del color y las líneas eran evidentes en su propio atuendo. Jugaba bastante bien a tenis. Su rumba era algo bonito de ver, y con unas cuantas ocasiones de montar estaba mostrándose como una experta manejando un caballo. Con unas pocas citas, extremadamente hábil manejando a los hombres. Sabía cuándo tirar de las riendas y aplicar la espuela, lo sabía por instinto, al parecer, y su presión no era demasiado suave ni demasiado severa. Ocurría lo mismo con su manera de tratar a las chicas. En el bridge y el almuerzo y el té, formaba parte completamente del grupo y sus opiniones eran buscadas y respetadas; sin embargo, nunca consentía en aceptar más que una cantidad razonable de atención.

Evelyn disfrutaba con esto, con todo esto. Disfrutaba con la velada en sí misma, anticipando la siguiente velada, el siguiente día en la clase de arte, la reunión a mediodía para discutir el gran baile de caridad del mes próximo. Disfrutaba con su cita con el joven alto que había sido primer remero de Princeton, que decía que ella era fascinadoramente distinta y la cosa más extraordinaria que había visto en años. Disfrutaba yendo a bailar un sábado por la noche con el activo joven que estaba subiendo rápidamente en seguros y tenía un sorprendente sentido del humor. Y el joven médico que decía que su cabello olía como Vermont en octubre. Y el arquitecto de treinta años que la imaginaba siempre en un templo de Atenas. Y todos ellos, su risa ligera, su galantería, en parte vanal, pero no obstante agradable. Estas ganas de verla de nuevo; sí, por favor, y ¿cuándo estaría libre ella? ¿Y podría ser pronto? ¿Y se daba cuenta de que había sido una de esas noches que no suceden muy a menudo, y él se alegraba tan sinceramente de haberla conocido, estaba tan desesperadamente ansioso por conocerla mejor, y tenían tiempo de fumarse otro cigarrillo antes de despedirse?

Brillantes y elegantes y limpios, todos estos jóvenes. Fascinantes, algunos de ellos. Divertidos, algunos de ellos. Torpes, atractivamente torpes, algunos de ellos. Y algunos de ellos con pipas y algunos de ellos con dientes grandes y algunos de ellos con caras perfectamente delineadas. Y todos ellos una suma total de caballerosidad y bondad, tan fáciles de gustar. Ella sentía tanto afecto por ellos, por toda esa multitud. Se sentía muy satisfecha con todo lo que estaba ocurriendo estos días, y se asombraba cuando a veces subía la escalera después de dar las buenas noches y se sentía invadida de repente por una sensación de falsedad, una sensación de que no era Evelyn, era otra persona. Sólo por unos momentos, hasta que podía apartarla de sí.

Las lentejuelas se movieron sobre el verde pálido del vestido cuando Evelyn bajó del coche. Luego, a los pies de la escalera de piedra, él se despidió. Y de repente se echó a reír y se disculpó por no haberla felicitado.

Evelyn quiso saber por qué tenía que felicitarla.

Él dijo que había hablado con Leonard aquella tarde. Y a Leonard se le había escapado. Leonard iba a casarse con Clara Ervin.

Evelyn subió corriendo la escalinata. Los escalones parecían ser jalea. El joven estaba diciendo algo y ella pudo oírlo, pero no supo de qué se trataba. La voz del joven se desvaneció, se mezcló con la oscura jalea que formaba todo lo que rodeaba a Evelyn.

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