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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Dafne desvanecida (19 page)

Cara Fofa, que estaba apuntando algo en su libreta, se detuvo y dijo:

—Ah. ¿Su madre murió?

—¡Sí! ¡Cuando Natalia tenía 17 años!… ¿No es usted viudo? ¡Pues pongamos que la madre murió!

—Muy bien.

Hubo un silencio muy puro mientras ambos apuntábamos aquel dato.

—Cuando su madre murió, ella supo que nada la ataba a la casa de sus padres. Y vino a Madrid. Sola. A estudiar filología y abrirse paso en una afición que le había gustado desde siempre: escribir.

En aquel momento Cara Fofa abrió desmesuradamente los ojos. El repentino cambio de su actitud casi me asustó. Un súbito maquillaje adornaba sus redondas mejillas.

—¡Oh! ¡Abandonó a su padre, que en aquel momento estaba solo! —exclamó.

—¡Sí! ¡Porque hubiera sido incapaz de convivir con él! ¡Se había hartado de su silencio! ¿Es que no lo entiende?

Cara Fofa se secaba el sudor con un pañuelo doblado.

—Es difícil de entender… ¿Y después?

«Soledad, vacío, depresión», recordé. Y se hizo la luz en mi interior. Las piezas empezaron a encajar con pavorosa sencillez.

—Él murió —dije sin la menor vacilación, mirándolo fijamente a los ojos—. Agonizó en un hospital de Ciudad Real. Ella no fue a verlo ni siquiera entonces.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Cara Fofa con expresión agonizante.

—En diciembre de 1998.

«Y de esta forma, el rompecabezas queda listo», razoné. Añadí:

—Y ella se deprimió después.

—¡Y qué! —Adán Nadal había pronunciado esto en un tono muy amargo. Nos retamos con la mirada durante un instante—. ¡Y qué, si se deprimió! ¡Abandonó a su padre cuando él más
la necesitaba!…
¡No fue a verlo al hospital mientras
agonizaba!… —Su
furia me sorprendía. Se había erguido en el asiento. Expulsaba cristales de saliva con las palabras. Bizqueaba hasta extremos inconcebibles: como si sus ojos pugnaran por fundirse en uno solo, inmenso, teológico, en el centro de aquel ceño bañado de sangre—. ¡Eso es un error!… ¡Eso está mal!… ¡Debe usted cambiarlo!…

«Tiene razón», pensé. Revisé mis notas rápidamente, buscando alguna explicación que ofrecerle. Al fin dije:

—Ella hizo mal, es cierto. Pero saldó sus cuentas con
el intento de suicidio.

Cara Fofa se calmó de inmediato.

—¿Intento de suicidio?

—Natalia se deprimió tras la muerte de su padre. Quiso quitarse la vida en abril de este año.

—¿De qué forma?

—Se estrelló con su coche.

«Oh», dibujaron los labios de Cara Fofa, pero no escuché sonido alguno.

—¿Sobrevivió? —dijo mientras escribía.

—Sí. —Y, tras una pausa, pregunté—: ¿Qué cree usted? ¿Él sería capaz de perdonarla?

Se encogió de hombros.

—No lo sé. Le repito que me resulta muy difícil inventar. ¿Y ella? ¿Lo ha perdonado a él?

—Sí —dije, y lo anoté—. Lo ha perdonado muchas veces, en el silencio del insomnio y la inspiración, frente al teclado del ordenador, por boca de sus personajes, una y otra vez… No ha podido comprenderlo, pero lo perdona. Perdona su frialdad, su distancia, su carácter siempre enigmático… Sigue viendo sus ojos grandes y fijos, percibe aún la misma falta de cariño que sufrió durante toda su vida por parte de… de… —Y el nombre surgió de repente, como un vómito—:
Adán Guerrero, empresario…
—Me detuve y observé a Cara Fofa—. Natalia estaba sola y era una niña. Su padre no fue capaz de comprender eso.

—¿Y ella? —dijo Cara Fofa—. ¿Se perdona a sí misma?

Lo pensé detenidamente. Era una pregunta extraña. No me la había planteado aún.

—Eso es algo que tendré que decidir —respondí. De improviso mi interlocutor recogió sus papeles y se incorporó.

—¡Ah, señor Cabo, estoy emocionado! —Me tendió la mano—. Es la felicidad del hallazgo, ¿verdad? Ya pueden darse la mano el padre de Natalia y Natalia… Creo que han terminado comprendiéndose. Revisaré y reformaré mi novela enseguida. ¡Esta visita ha resultado muy productiva… confío en que para ambos! —Asentí con un gesto—. Nada de padres enigmáticos ni hijas ideales… ¡Seres humanos, con sus defectos y virtudes!

Se detuvo en la puerta y añadió, satisfecho:

—El padre ya puede morir en paz.

Y su figura desapareció en medio de la noche.

Adán Guerrero, el padre de Natalia, era empresario. Fue siempre un hombre taciturno, frío, poco dado a los suaves rituales del cariño. Su mirada era fija y vidriosa; su bigote, oscuro; la apariencia, robusta; su color preferido, el gris. Un vestigio de sus pálidas facciones —los rasgos fofos, el rostro redondo— persiste en la cara de Natalia, que también heredó de él la frialdad y la diamantina dureza de carácter. Cuando la madre murió, Natalia se marchó de casa. Nunca más volvió a ver a su padre. Los orgullos mutuos eran polos del mismo signo: cuando uno de ellos avanzaba, el otro retrocedía.

Adán Guerrero murió, tras encarnizado combate con su propia vida, en diciembre de 1998. Una escueta llamada de su tío paterno informó a Natalia del estado de su padre, pero ella permaneció en Madrid. Otra breve llamada…

Terminé de narrar el largo y doloroso proceso de la muerte de Adán Guerrero a las once en punto. Natalia había recibido la noticia con frialdad, pero, poco a poco, había empezado a deprimirse. Y el día de su cumpleaños había apretado el acelerador de su Opel cada vez más mientras un vago sentimiento de hastío y desprecio hacia sí misma arrasaba todos sus recuerdos. A ella le había intrigado aquella conducta, ya que siempre había pensado que su padre no le importaba. Pero ahora sabía el motivo. Su padre le había importado
demasiado,
y ahora lo sabía.

Mi personaje estaba listo.

«Dios mío —rogué—, haz que sirva para salvar a esa mujer. Ayúdala, Dios mío, salva su vida, sea quien sea, sálvala, te lo suplico.»

Faltaba completar algún que otro aspecto de la historia (particularmente, el estado actual de Natalia tras su intento de suicidio), pero me sentía extenuado. «Cerraré los ojos. Será sólo un momento», pensé, y eché la cabeza hacia atrás (para no dormirme sobre el teclado). Recuerdo el sueño que tuve: un gran laberinto de libros cuyos pasillos recorría buscando la salida. Al fondo me aguardaba
ella:
con su vestido negro, su espalda desnuda, su pelo castaño claro atrapado en un moño. Pero entonces aparecía el Shakespeare del Parque Ferial, y yo descubría —por fin— el rostro que se ocultaba tras el disfraz. Grité, pero era como si lo hiciera desde la distancia y yo mismo lo escuchara tras un intervalo, como un trueno. Entonces mi grito cesó y volvió a reanudarse tras una pausa. Desperté sobresaltado y contesté al teléfono.

—¿Señor Cabo? —una vocecilla lejana pero firme—. Soy Virgilio.

Me desperté del todo. ¿Qué hora sería? Eché un vistazo al reloj digital de la pantalla del ordenador: 23:15. Dentro de 15 minutos vendría Neirs a recoger mi trabajo. Pero lo más urgente era contar lo que acababa de recordar.

—Debemos vernos esta misma noche —dijo Virgilio—. Hay algo que usted no sabe.

—¡Espere! —exclamé—. ¡Ayer, en el Parque Ferial, vi…! No recordaba quién era, pero ahora lo sé… ¡El poeta muerto! ¡Grisardo! ¡Estaba disfrazado como uno de los escritores, pero estoy seguro de que era él!…

Replicó, sin inmutarse:

—Y lo era. Por eso lo llamaba. Lo han estado engañando, señor Cabo. Desde el principio.

XIV

El engaño

—E
s un plan minuciosamente elaborado —dijo Virgilio—, no puede imaginarse hasta qué punto. Yo colaboré, lo confieso, debido a cierta promesa. Pero esa promesa no se ha cumplido, y por eso he decidido contarlo todo.

Uno de los relojes digitales del Paseo de la Castellana mostró los tres ceros, dando comienzo así al martes 27 de abril. El tráfico no era denso a medianoche y el pequeño Peugeot de Virgilio podía seguir con facilidad al Audi oscuro en que viajaba Neirs. Éste se había presentado en mi casa puntualmente para recoger los folios que había escrito sobre Natalia Guerrero. «No hay tiempo que perder —dijo—. Intentaré que los publiquen mañana mismo.» Virgilio, que ya había llegado, aguardaba escondido en mi despacho.

—Sigámoslo —me indicó en cuanto Neirs se marchó—. Así se convencerá usted de que no le miento.

No había querido revelarme nada. Lo único que logré comprender fue que ambos habían representado un papel fundamental en aquel engaño, pero que él había optado por delatarlo debido a que se sentía traicionado. El resto, Virgilio lo dejaba a mi imaginación. Sólo de vez en cuando, mientras conducía (hundiendo con su cuerpo la cima de una colina de almohadones), se volvía hacia mí para plantearme diversos enigmas. ¿Sabía yo que en los archivos de la policía de tráfico no constaba ningún accidente de tráfico en la M30 la noche del 13 de abril? ¿Sabía que la clínica privada a la que me trasladaron era tan privada que carecía de pacientes? Yo lo escuchaba con los ojos muy abiertos.

—Ah, pero, claro, usted qué va a saber. Usted ha perdido la memoria, y eso era parte del plan. —Y, de improviso, lanzaba frases como—: Los perros ladran a nuestro alrededor, señor Cabo. —Pero yo no podía entender a qué se refería.

Conducía con especial habilidad —diríase que «con furia»— el Peugeot especialmente diseñado para él. Pronto comprendí que me llevaba de adorno: un fetiche oscilante colgado del retrovisor a quien poder dirigir sus pensamientos en voz alta.

—El señor Neirs va a embolsarse una GRAN suma por este caso, pero no procederá de usted. Alguien le paga desde la sombra. En cuanto a mí, ya no quiero nada. Sólo pretendo limpiar mi imagen. He trabajado en su agencia MUCHOS años, quizá DEMASIADOS, y… ¡Espere! ¡Quieto!

El aviso era absurdo, porque yo no me había movido ni hubiera podido hacerlo: la tensión me hundía en el asiento. Era obvio que algo sucedía en el caos de puntitos rojos más allá del parabrisas (quizá Neirs se había desviado del recorrido previsto), pero me daba igual: decidí dejar a Virgilio la entera responsabilidad de la persecución. Cambió de marcha con energía al introducirse por una de las avenidas paralelas de Recoletos. Los coches protestaron con frenazos y cláxones.

—¡Ah, pillín, pillín! —musitaba mientras sus manos jugaban con el volante—. ¡Ah, qué pillín eres!

Nos habíamos detenido junto al bordillo. Una jauría de vehículos nos adelantó. Virgilio hizo caso omiso a los gritos de los conductores.

—¿Lo ve? —dijo—. Se ha metido en ese aparcamiento. Pero ya sé adónde va… Y ahora también lo sabe usted.

Se volvió para mirarme y en sus ojos de piedra aprecié un fulgor compasivo. Él conocía la verdad; yo empezaba a sospecharla. Mi cuerpo coleccionaba síntomas: palidecía, sudaba, soportaba escalofríos; mi estómago era una roca helada dentro del vientre.

—Voy a entrar —dije.

El enano respiró con fuerza y retuvo el aire. «Es difícil, muy difícil que lo dejen, señor Cabo.» «Me dejarán», repliqué. Convinimos en que me esperaría allí, sin moverse del coche. Cerré la portezuela y caminé tambaleante hacia el inmenso y oscuro vestíbulo. En la pared del portal, unas palabras en finas letras de molde —la primera, elegantemente resguardada por dos eses serpentinas— figuraban en una placa mucho más humilde de lo que, en principio, cabría esperar.

S
ALMACI
S

EDITORIAL

El horario que anunciaban las puertas correderas no tenía nada que ver con la madrugada, pero, mediante un pequeño timbre, convoqué la melodiosa voz de una pulcra secretaria. «Soy Juan Cabo —dije—.«Quiero entrar.» Y fue como si mi nombre se convirtiera en una llave de oro. Las puertas se apartaron en silencio y penetré en las tinieblas del complejo edificio. Parecía vacío, pero yo sabía que Neirs se hallaba en alguna parte, y no me detendría hasta encontrarlo.

Se escuchaban ecos poderosos; parpadeaban lucecitas rojas; varias cámaras zumbaban filmando mis movimientos. Atravesé un patio abovedado de cristal y sembrado de jungla donde, sin duda, todas las mañanas laborables se dispondría una fila de núbiles recepcionistas esperando ganar el concurso a la Mejor Sonrisa Salmacis. Más allá, junto a un sombrío ejército de ascensores, destacaba un mapa fosforescente que mostraba las geométricas vísceras del edificio con un punto color fuego, pupilar, y una flecha indicadora: «Usted Está Aquí». Ignoraba adónde tenía que ir, pero pensé que sería mejor comenzar por la cumbre. Subí al último piso e inicié una odisea de pasillos azules y misteriosas islas de despachos vacíos. «Usted Está Aquí» fue desplazándose conmigo en sucesivos mapas. Me pregunté qué ocurriría si me arrojaba por una ventana en aquel momento. ¿«Usted Está Aquí» señalaría el asfalto donde mi cabeza se desangraría? ¿Se convertiría, progresivamente, en «Usted Empieza A No Estar Aquí», «Usted Apenas Está Aquí», «Usted Ya No Está Aquí», «Usted No Está»?

Alguien se acercaba (escuché los pasos). Oculto en un recodo, pude distinguir la aparición súbita de un cadáver vestido con cazadora y vaqueros. Tarareaba una cancioncilla y sus largos pelos ralos seguían el ritmo como una escoba puesta al revés. Lo reconocí enseguida y me abalancé sobre él. Grisardo soltó una maldición y un instante después mi nuca golpeó violentamente el «Usted Está Aquí» del mapa de turno colgado en la pared. No respondí a su puñetazo (y por un momento la sien izquierda no me dolió). En cambio, acepté su oferta de persecución. Iniciamos una breve carrera por los pasillos vacíos. De sobra es conocida la mutación física que provoca la desesperación: uno se vuelve más fuerte, más alto, más largo. Haciendo uso de tal poder, extendí el brazo derecho y mis dedos realizaron un supremo esfuerzo articular para atrapar a mi presa. Esta vez fue su cabeza la que rebotó contra la pared. Le apoyé el codo en la garganta. Intentó rechazarme.

—¿Está… loco? —farfulló.

Hubo un breve diálogo de jadeos. Y entonces sí, entonces mi sien izquierda empezó a imponerse y sentí el demorado dolor del golpe. Abandoné la lucha. Grisardo se frotaba la nuez. Ahora que lo veía de cerca, me parecía que tenía rostro de pájaro. Su nariz era un pico desagradable.

—¡Volvería a hacerlo… si me pagaran! —dijo con voz ronca.

Al acudir en auxilio de mi sien, mis dedos tropezaron con un edificio metálico. Las gafas seguían en su sitio, mi cabeza también. Yo Estaba Allí, aunque mareado y dolorido. Grisardo hizo una mueca.

—Y a mi vecino, Eustaquio Cuadrado, le encantaría volver a contar mentiras… Él también escribe, ¿sabe?… Todos los escritores somos mentirosos.

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