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Authors: Longo

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Dafnis y Cloe (2 page)

Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente. ¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en España con el ignorado autor de la
Celestina
o del
Amadís
y con tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos, tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento. ¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, a los afectos, pasiones y creencias de la muchedumbre?

De todos modos, yo entiendo que la novela de
Dafnis y Cloe
dista poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas excepcionales, de belleza absoluta e independiente de la moda. Esto me basta para justificar su traducción y su publicación en castellano. Pero ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea popular la novela que traduzco y patrocino?

Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida por mí, de ciento veinte páginas. Y lo espero también, porque la traducción francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy distante celebridad y popularidad a esta novela; y como las modas vienen a España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar de
Dafnis y Cloe
.

Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos, hasta en la edad de decadencia, como se cree que fue la de Longo, se dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al uso o al gusto de un momento.

Razón es, asimismo, la de que, a pesar de lo que aseguran muchos, de que los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente la Naturaleza como los modernos y los orientales, en
Dafnis y Cloe
la Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo declaran el sabio Humboldt, en el
Cosmos
; Villemaín y otros críticos. La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen, como ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas e interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo derretido.

Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto,
Dafnis y Cloe
: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo que en
Dafnis y Cloe
pueda tildarse de licencioso no es en el fondo perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado o suprimido. En las impurezas de
Dafnis y Cloe
resplandecen, además, cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo a decir que la desnuda y limpia inocencia del mármol pentélico, trabajado por el cincel del escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes algunas escenas de
Dafnis y Cloe
, como tildar de poco decentes el Apolo de Belvedere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, no está en el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary,
La mujer de fuego
,
La Dama de las Camelias
y otras mil heroínas del día, y son harto menos honestas que Cloe. Inmensa, pongamos por caso, es la distancia entre Cloe, que ama a Dafnis sin ningún interés y por él mismo, y jura serle fiel, y le es siempre fiel en vida y en muerte, y la heroína de Goethe, Margarita, a quien las damas más púdicas admiran, no ya a solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, si no en pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de su amante, da a su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata a su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas a que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta maldad y bellaquería se le antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha deshonrado y perdido a Margarita y causado la muerte de tres personas, se va a bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y desenfrenado aquelarre.

Al lado de
Fausto
, al lado de gran parte de los más celebrados libros modernos, es inocentísimo el que traducimos.

Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas faltas se perdonen o se disimulen, el haber indudablemente servido de modelo a la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de Saint-Pierre, que se titula
Pablo y Virginia
. No negaré yo que en ésta el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por cima de lo que se pinta y refiere en
Dafnis y Cloe
, como que allí todo está informado, a pesar del autor, que era poco cristiano, por el casto espíritu del cristianismo, mientras que
Dafnis y Cloe
es obra gentílica; pero en otras cosas, a mi ver,
Dafnis y Cloe
aventaja a
Pablo y Virginia
. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y sensiblería malsana, propias de Rousseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras que en
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hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es más candoroso y menos alambicado.

Tales son las principales razones que me asisten para creer que
Dafnis y Cloe
pueden gustar aún al vulgo en España.

Ya otra novela griega, que ha sido dos o tres veces traducida o parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra,
Teágenes y Cariclea
, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el
Persiles
; Calderón tomando asunto de ella para su comedia
Los Hijos de la Fortuna
; la antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la nueva hecha del latín, como la antigua, por don Fernando Manuel del Castillejo, en el año 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son desmayadísimas, y, más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien en lo moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón cristiano que llegó a ser obispo.

Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de leer la novela de
Dafnis y Cloe
la consideración de ser la primera por su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas las literaturas de la moderna Europa.

Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se llaman novelas, y que tan en moda están en el día, pudiéramos excusarnos de hablar, remitiendo al lector a los autores de más valer que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca de
Dafnis y Cloe
, tomando por guía a Chassang, a Chauvin, a Sinner, a Dunlop y a otros.

Cierto que la novela, escrita en prosa, con alguna extensión, en una forma aproximada a aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración, oral o escrita, en prosa o en verso, de casos inventados, ya se inventen con plena conciencia, ya se imaginen o se sueñen por unos hombres de un modo espontáneo e inconsciente, y por otros se crean verdaderos y reales, la novela es tan antigua como el mundo, desde que vive en el mundo que habla.

Los griegos la llamaron
mytho
, y los latinos
fabula
. Contar o hablar equivalía a referir fábulas o
mythos
. Hablar viene de
fabulor
, que a su vez viene de
fabula
; y
mytho
en griego significa a la vez palabra, discurso, fábula o tradición popular o cuento. Toda habla tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de cuento, novela o fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco, la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el subterráneo origen de las fuentes: el brío devorador a par que plasmante de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios fecundos, la fuerza que amontona los metales o que cuaja el cristal en las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza; cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día a sus potencias y sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni fisiológica ni psicológicamente, se personifican del mismo modo que los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenían su vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras o destructoras, la emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos o repúblicas; los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido, donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto, engrandecido a poco de suceder, y a veces a par que sucedía, sin que nadie lo escribiese, trasmitiéndose y creciendo al pasar de boca en boca, y conservando a menudo en la memoria, merced a la palabra rítmica, dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula o
mytho
, y era, en suma, la materia épica diseminada o difusa. En ella se guardaba, oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas, cuando un vate singular y dichoso acertó a reunir los dispersos cantares en armónico conjunto, y de donde la historia brotó más tarde, cuando un observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos, hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente.

De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía, historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy tarde la novela propiamente dicha.

Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega. Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos griegos traían ya sus creencias y sus
mythos
desde que emigraron de la cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia, del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto instintivo e innato.

Como quiera que ello sea, la ficción fue, en un principio, candorosa, y no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía, cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, o se habían perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo o a todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes epónimos, de dioses y semidioses, los cuales, ya, como Hércules, Teseo y Belerofonte, altos modelos de los ulteriores caballeros andantes, socorrían doncellas, amparaban menesterosos y libertaban la tierra de monstruos y tiranos; ya, como Baco, Osiris y los Argonautas, se extendían por el mundo, civilizándole en expedición conquistadora; ya, como Hermes, inventaban artes que hacen grata la vida; ya, como Prometeo, arrostraban la cólera del cielo y del inflexible destino, a fin de salvar, mejorar o ennoblecer al género humano.

Cuando toda esta materia épica pasó de ser oral a ser escrita, y perdiendo el ritmo o forma de la poesía, vino a ponerse en prosa la ficción, o dígase la novela en su más lato sentido, entró en un período importante de su historia, si bien aun apenas aparecía aislada, sino combinándose con todo. Los moralistas se valían de ella para inculcar sus preceptos, y los filósofos y políticos para hacer más perceptibles y populares sus teorías y sistemas. De aquí la fábula de Platón sobre la Atlántida y sobre Her el armenio, la del grave Aristóteles sobre Sileno y Midas, y la de Jenofonte sobre la educación de Ciro.

Lo inexplorado hasta entonces de este planeta en que vivimos, daba lugar a innumerables utopías; esto es, a tierras incógnitas o muy remotas, donde vivían pueblos extraños, ya por lo monstruoso de su ser y condición, ya por estar gobernados de una manera singular y perfecta, según el gusto de quien transmitía o inventaba la ficción. Así nacieron, y se pusieron en diversos sitios, reinos o repúblicas de amazonas, de pigmeos y de arimaspes, y así surgieron también islas afortunadas: el país de los hiperbóreos, amados de Apolo; la tierra de los meropes, la nación india de los atacoros, y hasta la Pancaya de Evhemero.

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