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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (125 page)

La deferencia que ambos, ella y Traddles, profesaban a la Belleza me gustaba mucho. No creo que fuera muy razonable; pero me parecía encantadora y una parte esencial de su carácter Si en algún momento Traddles echaba de menos las cucharillas de plata, no me cabe duda que era al ofrecer el té a la Belleza. Si su dulce mujercita se vanagloriaba de algo, era únicamente de ser hermana de la Belleza. Las más leves indicaciones y caprichos eran considerados por Traddles y su mujer como cosas naturales y legítimas. Si ella hubiera nacido reina de las abejas, y ellos fueran abejas obreras, no hubiesen podido estar más satisfechos.

Pero su abnegación me encantaba. El mejor elogio que podía hacerse de ellos era el orgullo que tenían por aquellas muchachas y la sumisión a todas sus fantasías. Si alguna vez se dirigían a él, llamándole querido, era para rogarle que les trajera algo o les llevara algo, les levantara algo, les bajara algo, les buscara algo, les cogiera algo, y era interpelado así por una a otra de sus cuñadas lo menos doce veces en una hora. Del mismo modo, no sabían hacer nada sin Sofía. Si el pelo de alguna se desarreglaba, nadie más que Sofía podía arreglarlo. Si alguna había olvidado la tonadilla de alguna canción, nadie más que Sofía la encontraba. Si otra quería recordar el nombre de una plaza en Devonshire, únicamente ella lo sabía. Si se quería escribir alguna noticia a casa, sólo se confiaba en Sofía, para que te escribiera por la mañana, antes de desayunar. Si a alguna se le soltaba un punto en la media, nadie más que Sofía era capaz de corregir el defecto. Eran por completo las amas de la casa, y Sofía y Traddles les servían. No sé cuántos chiquillos hubiera podido cuidar Sofía en aquel tiempo; pero tenía fama de saber toda clase de canciones de niños, y las cantaba por docenas, apropiadas a su vocecita clara, una después de otra (a petición de cada hermana, que quería tener la suya, sin olvidar a la Belleza, que no se quedaba atrás). Yo estaba entusiasmado. Lo mejor de todo era que, en medio de sus exigencias todas las hermanas tenían gran ternura y respeto por Sofía y Traddles.

Al despedirme, y cuando Traddles me acompañó hasta el café, estoy seguro de que nunca vi una cabellera tan rebelde (ni ninguna otra menos rebelde) ir de mano en mano para recibir semejante chaparrón de besos.

Era una escena en la que pensaba con gusto aun después de mucho rato de haberles dado las buenas noches. Un millar de rosas que hubieran florecido en aquellas habitaciones de la deslucida Gray's Inn no hubiesen resplandecido ni la mitad. La idea de aquellas muchachas de Devonshire entre aquellos viejos jurisconsultos y en aquellos graves estudios de procuradores, preparando el té y las tostadas y cantando las canciones de niños en aquella atmósfera sucia de grasilla y pergamino, de lacre, de obleas polvorientas, de botellas de tinta, de papel sellado, de procesos, escritos, declaraciones y recibos, me parecía una cosa tan fantástica como si hubiera soñado que la fabulosa familia del sultán era admitida en la lista de abogados, con el pájaro que habla, el árbol que canta y el agua dorada en Gray's Inn Hall. Sin embargo, noté que después de haberme despedido de Traddles, de vuelta en el café, se había operado un gran cambio en mi desaliento acerca de él. Empecé a pensar que saldría adelante, a pesar de todos los camareros-jefes de Inglaterra.

Sentado en una silla delante de una de las chimeneas del café, para pensar en ellos más a gusto, caí gradualmente desde las consideraciones de su felicidad en la contemplación del rastro que iban dejando los carbones ardientes, y pensado, al verlos despedazarse y cambiar, en las principales vicisitudes y separaciones que habían sucedido desde que yo había dejado Inglaterra, hacía tres años, y pensaba también en los muchos fuegos de leña que había percibido y que, al consumirse en ardientes cenizas y confundirse en plumado montón sobre la tierra, me parecían la imagen de mis esperanzas muertas.

Ahora podía pensar en el pasado gravemente, pero sin amargura, y podía contemplar el futuro con ánimo sereno. El hogar ya no existía para mí. A la mujer a quien yo podía haber inspirado un amor profundo, le había enseñado a quererme como una hermana. Se casaría y tendría nuevos derechos en su ternura, y, cumpliéndolos, no sabría nunca el amor que por ella había crecido en su corazón. Era justo que pagase con mi tristeza mi temeraria pasión. Recogía lo que había sembrado.

Pensaba en todo esto, preguntándome si mi corazón podría soportarlo y continuar tranquilo en el lugar que ocupaba en el suyo y que ella ocupaba en mí, cuando me di cuenta de que mis ojos se fijaban en una figura que parecía haber surgido del fuego, en asociación con mis antiguos recuerdos.

El pequeño míster Chillip, el doctor a cuyos buenos servicios fui deudor en el primer capítulo de esta historia, estaba sentado, leyendo un periódico, en el rincón opuesto de la chimenea. Se le notaba visiblemente envejecido por los años; pero como era un hombre blando, apacible y sereno, los llevaba tan bien, que en aquel momento me pareció que estaba igual que cuando esperaba en nuestro saloncito mi nacimiento.

Míster Chillip había dejado Bloonderstone hacía seis o siete años y desde entonces no le había vuelto a ver. Estaba sentado plácidamente, leyendo el periódico, con su cabecita inclinada hacia un lado, y un vaso de jerez caliente al lado del codo. Parecía tan conciliador en sus modales, que daba la impresión de presentar sus excusas al periódico por tomarse la libertad de leerlo.

Me adelanté hacia donde estaba y le dije:

—¿Cómo está usted, míster Chillip?

Pareció asustarle aquella inesperada interpelación por parte de un extraño, y contestó suavemente, según su costumbre:

—Muchas gracias, caballero, es usted muy amable. Se lo agradezco mucho. Y espero que esté usted bien…

—¿No se acuerda usted de mí? —le dije.

—Pues verá usted, caballero —me contestó míster Chillip, sonriendo amablemente y moviendo la cabeza mientras me observaba—. Hay algo en su expresión y su presencia que me parece familiar; pero, en realidad, no puedo dar con su nombre.

—Y, a pesar de todo, lo sabe usted mucho antes de que yo mismo lo supiera —contesté.

—¿De verdad, caballero? —dijo míster Chillip—. ¿Es posible entonces que tuviera yo el honor de asistirle cuando…?

—Sí —contesté.

—Pues entonces —exclamó míster Chillip—, no hay duda que ha cambiado mucho desde entonces.

—Probablemente —dije.

—Pues bien —observó míster Chillip—; espero que usted me disculpe si me veo obligado a preguntarle, por favor, su nombre.

Al decirle cómo me llamaba se emocionó visiblemente. Me estrechó las manos (lo cual para él era un proceder violento, pues acostumbraba deslizar tímidamente, a unas dos pulgadas de su cadera, uno o dos dedos, y parecía desconcertado cuando alguien le agarraba con fuerza). Aun ahora metió la mano en el bolsillo de su abrigo tan pronto como le fue posible soltarla, y pareció tranquilizarse cuando vio que estaba sana y salva.

—Querido mío —exclamó, observándome, con su cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Y es usted míster Copperfield de verdad? ¡Bueno! Creo que le hubiera reconocido mirándole más detenidamente. Hay un gran parecido entre usted y su pobre padre.

—No tuve la dicha de conocerle —observé.

—Es verdad, caballero —dijo míster Chillip en tono muy suave—. Y es deplorable bajo todos los sentidos. Pues aun en nuestro recuerdo no ignoramos su fama —dijo míster Chillip, moviendo suavemente su cabecita—. Debe de tener usted una gran excitación aquí dentro —dijo míster Chillip señalándose la frente con el índice—. Y será una ocupación muy fatigosa, ¿verdad?

—¿Dónde vive usted ahora? —le pregunté, sentándome a su lado.

—Estoy establecido a algunas millas de Bury Saint-Edmund —dijo míster Chillip—. Mistress Chillip heredó de su padre una pequeña finca en los alrededores, nos instalamos allí, donde (le agradará saberlo) nos va bastante bien. Mi hijo es ya un gran personaje —dijo míster Chillip, sacudiendo un poquito su cabecita—. Su madre ha tenido que soltar dos pliegues a su ropa la semana pasada. ¡Así pasa el tiempo, como puede usted ver!

Al hacer aquella reflexión, el hombrecillo se llevó la copa vacía a los labios. Le propuse que se la llenaran de nuevo, haciéndole compañía mientras la terminaba.

—Muy bien —contestó despacito, como siempre—, es más de lo que estoy acostumbrado; pero no puedo privarme del placer que me ocasiona su conversación. Me parece que fue ayer el día que tuve el honor de asistirle en el sarampión. Salió usted perfectamente de aquella enfermedad.

Le agradecí el elogio y pedí otro vaso, que trajeron enseguida.

—Esto es un exceso —dijo míster Chillip moviéndolo—; pero no puedo resistir a una ocasión tan extraordinaria. ¿No tiene usted familia?

Sacudí de un lado a otro la cabeza.

—Sabía que había usted tenido una pérdida hace algún tiempo —dijo míster Chillip—; me lo dijo la hermana de su padrastro. Un carácter muy decidido, ¿verdad?

—Sí, bastante decidido —dije—. ¿Dónde la vio usted, míster Chillip?

—¿No está usted enterado —contestó míster Chillip con su plácida sonrisa— de que su padrastro es otra vez uno de mis vecinos?

—No sabía nada —dije.

—Pues lo es —dijo míster Chillip—. Se casó con una señorita de aquellos contornos que poseía una pequeña fortuna la pobre infeliz. ¿Y cómo se siente? ¿No siente usted fatiga? —preguntó míster Chillip mirándome con atención.

No contesté a esta pregunta, y volví a los Murdstone.

—Ya sabía que se había casado de nuevo. ¿Asiste usted a la familia? —pregunté.

—Normalmente no; pero me han llamado algunas veces —contestó—. Los órganos frenológicos de la firmeza están poderosamente desarrollados en míster Murdstone y su hermana.

Contesté con una mirada tan expresiva, que míster Chillip, envalentonado con ella y con la segunda copa, movió varias veces la cabeza y exclamó, en tono pensativo:

—¡Ay querido! Nos acordamos de otros tiempos, míster Copperfield.

—¿Y el hermano y la hermana siguen el mismo estilo de vida? —dije.

—Verá usted —contestó míster Chillip—. Un médico no debía tener oídos y ojos nada más que para su profesión. Pero, sin embargo, tengo que decirle que son muy severos, lo mismo para esta vida que para la otra.

—Espero que en la otra sepan arreglarse sin su ayuda —repliqué—. ¿Qué es lo que hace ahora?

Míster Chillip agitó la cabeza, revolvió la bebida y echó un traguito.

—Era una mujer encantadora —observó en tono plañidero.

—¿La presente mistress Murdstone?

—Una mujer encantadora de verdad —dijo míster Chillip—. Estoy seguro de que era tan amable como es posible serlo. La opinión de mistress Chillip es que ha cambiado completamente de humor desde que se ha casado, y que está casi loca de melancolía. Hay que convenir que las señoras —observó míster Chillip temerosamente— tienen un gran espíritu de observación.

—Supongo que habrán querido someterla o romperla en su detestable molde, ¡que el Cielo la ayude!, y lo habrán conseguido —dije.

—Verá usted. Al principio había violentos altercados, se lo aseguro —dijo míster Chillip—; pero ahora no es más que una sombra. Me atrevería, señor, a decirle con confianza que, desde que la hermana vino en ayuda del hermano, los dos le han reducido casi a un estado de imbecilidad.

Le dije que lo creía fácilmente.

—No vacilo en decir —continuó míster Chillip, tomando un nuevo traguito de su bebida—, entre usted y yo, que su pobre madre murió a causa de ello, y que la tiranía, el humor sombrío y las persecuciones han hecho de mistress Murdstone casi un ser idiota. Antes de casarse era una mujer muy alegre; pero su austeridad la ha destrozado. Ahora la tratan más como si fueran sus guardianes que marido y cuñada. Ésta era la observación que me hizo mistress Chillip no hace aún una semana. Y le aseguro a usted que las señoras son muy observadoras. La misma mistress Chillip es una gran observadora.

—Y es que sigue teniendo la pretensión de dar a este carácter sombrío (me avergüenza usar tal palabra para esta idea) el nombre de religión.

—No se anticipe usted —dijo míster Chillip, cuyos párpados iban tornándose cada vez más rojos con el estímulo inacostumbrado de que sacaba su valor—. Una de las observaciones más acertadas de mistress Chillip, una observación que me ha electrizado —siguió diciendo despacio—, es que míster Murdstone se eleva sobre un pedestal y se llama a sí mismo Naturaleza Divina. Cuando mistress Chillip me dijo esto me hubiera podido usted tirar al suelo sólo con el contacto de una pluma. ¡Las señoras son muy observadoras!

—Instintivamente —dije yo.

—Me alegro encontrar tal respaldo a mi opinión —replicó—. No me ocurre a menudo el dar opiniones que no sean profesionales, se lo aseguro. Míster Murdstone echa discursos en público algunas veces, y se dice, en una palabra, lo dice mistress Chillip: que cuanto más tirano ha sido más feroces son sus doctrinas.

—Creo que mistress Chillip tiene mucha razón —dije.

—Mistress Chillip llega a decir —continuó diciendo el más suave de los hombres, con mucha animación— que lo que el pueblo llama equivocadamente su religión es un pretexto para sus malos humores y arrogancias; y ¿sabe usted —continuó, inclinando suavemente la cabeza hacia un lado— que no encuentro autoridad para míster y mistress Murdstone en el Nuevo Testamento?

—Yo tampoco la he encontrado nunca —dije.

—Entre tanto —dijo míster Chillip—, nadie los puede ver; y como se otorgan la autoridad de condenar a la gente que los detesta, tenemos un buen número de condenados entre nuestros vecinos. Sin embargo, como dice mistress Chillip, sufren un continuo castigo. Padecen el suplicio de Prometeo, de devorar su propio corazón, y el propio corazón es mal alimento. Y ahora, caballero, si usted me permite insistir sobre su estado, no se excite usted demasiado.

No me costó trabajo, dada la excitación de míster Chillip por la influencia de la poción, distraer su atención de este tópico y llevarle a sus propios asuntos, sobre los cuales fue muy locuaz durante otra media hora, dándome a entender, entre otras cosas, que si estaba en aquel momento en el café de Gray's Inn era para declarar ante una comisión investigadora tocante al estado de un paciente que había enfermado del cerebro por abuso de bebidas alcohólicas.

—Le aseguro a usted —dijo— que en estas ocasiones me pongo extremadamente nervioso. No puedo soportar que se me engañe. Esto me deshace. ¿Sabe usted que me hizo falta tiempo para reponerme de aquella alarmante señora, la noche de su nacimiento, míster Copperfield?

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