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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (9 page)

Me vestí con la ropa del muchacho muerto lo más rápido que pude. Apestaba a humanidad, a duda, a lujuria, a estupidez; todo aquello estaba impregnado en los hilos de su camisa. Y no quiero ni hablar del hedor que desprendían sus pantalones. Aun así, era más corpulento que yo, lo cual me resultó útil. Pude enroscar mis colas y meterlas dentro de los pantalones, como si cada una fuese una nalga, de modo que quedaban perfectamente ocultas. Mientras que su ropa me quedaba demasiado grande, sus botas me quedaban demasiado pequeñas, así que me vi obligado a dejarlas allí e ir descalzo. Mis pies eran reconociblemente demoníacos, escamosos y con tres garras, pero tendría que correr el riesgo de que me descubrieran.

Huelga decir que la chica seguía chillando aunque yo no había hecho nada para asustarla, aparte de mi comentario sin importancia acerca de estrangularla con mi cola y de aplastar accidentalmente el cráneo de su novio. Aquel estruendo solamente cesó cuando me aproximé a ella.

—Si me torturas… —Tengo que…

—Mi padre enviará asesinos para que te persigan de vuelta al Infierno. Te crucificarán cabeza abajo y te asarán a fuego lento.

—No me asustan los clavos —respondí— ni las llamas. Y los asesinos de tu padre no me encontrarán en el Infierno, así que no los envíes a buscarme allí. Lo único que conseguirán es que se los coman vivos, o algo peor.

—¿Qué es peor que ser devorado vivo? —preguntó la chica con los ojos muy abiertos, no por el miedo sino por la curiosidad.

Su pregunta puso a prueba mi memoria: cuando era niño era capaz de recitar de un tirón los cuarenta y siete tormentos en orden ascendente de agonía a tal velocidad y de un modo tan correcto que me habían considerado una especie de prodigio. Pero ahora apenas podía recordar más de una docena de agonías de la lista.

—Hazme caso —respondí—, existen cosas mucho peores que ser devorado. Y si quieres evitar que los inocentes sufran, mantén la boca cerrada y haz como si nunca me hubieses visto.

Me observó con la brillante inteligencia de un gusano. Decidí no malgastar más tiempo con ella, así que cogí su ropa del suelo.

—Me llevo esto —le dije.

—Moriré congelada.

—No, no morirás. El sol empieza a calentar.

—Pero seguiré estando desnuda.

—Sí, lo estarás. Y a menos que quieras caminar entre la multitud de ahí abajo en ese estado, te quedarás aquí, sin que te vean, hasta que alguien te encuentre.

—Nadie me encontrará aquí.

—Sí que lo harán —le aseguré—, porque yo se lo diré, dentro de media hora más o menos, cuando esté al otro lado de la explanada.

—Prométemelo —dijo.

—Los demonios no hacemos promesas. Y si las hacemos, no las cumplimos.

—Tan solo esta vez. Hazlo por mí.

—Muy bien, lo prometo. Quédate aquí y alguien vendrá a buscarte dentro de un rato con esto. —Le mostré el vestido del que con tanto gusto se había despojado unos pocos minutos antes—. Mientras tanto, ¿por qué no haces algo bueno por tu alma y recitas algunas oraciones a tus mártires y a tus ángeles?

Para mi asombro, se arrodilló de inmediato, juntó las manos, cerró los ojos y comenzó a hacer exactamente lo que yo le había sugerido.

—¡Oh, ángeles, escuchadme! Mi alma está en peligro…

La dejé allí y, vestido con mis prendas robadas, salí de detrás de la roca y descendí la pendiente hacia la explanada.

Así que ya sabes cómo llegué a la Tierra. No es una historia agradable, pero es cierta palabra por palabra.

¿Estás satisfecho ahora? ¿Has obtenido suficientes confesiones de mí? He admitido hasta un parricidio; te he contado cómo me enamoré y lo rápida y trágicamente que me fueron arrebatados mis sueños de adoración por Caroline. Y te he contado cómo me contuve para no matar a la hija del arzobispo, aunque estoy seguro de que la mayoría de los de mi calaña la habrían masacrado sin demora. Y habrían tenido sus razones, por cierto. Pero tú no necesitas oír esto, ya te he contado suficiente. Tampoco tienes por qué saber lo del arzobispo y las hogueras de la explanada de Josué. Créeme, no te agradaría. ¿Que por qué no? Pues porque supone una imagen muy poco halagüeña de los de tu especie.

Por otro lado… Tal vez eso sea lo que debería contarte. Sí, ¿por qué no? Tú me has obligado a revelar los defectos de mi alma; tal vez deberías oír la cruda realidad sobre tu propia gente. Y antes de que protestes y me digas que estoy hablando de una época lejana, cuando tu especie era mucho más bruta y cruel que ahora, párate a pensar.

Ten en cuenta cuántos genocidios se están llevando a cabo mientras tú lees esto, cuántos pueblos, tribus, incluso naciones están siendo eliminadas. Bien. Ahora escucha y te hablaré de los gloriosos horrores de la explanada de Josué. Me toca a mí.

A medida que descendía la pendiente, observé el panorama que me ofrecía la explanada: había cientos de personas reunidas para el encendido de la hoguera de las ocho en punto, mantenida a raya por una hilera de soldados que apuntaban con sus alabardas a la multitud, dispuestos a rajar desde el ombligo hasta el cuello a cualquiera tan estúpido como para intentar presenciar la escena más de cerca. En el gran espacio abierto, los soldados custodiaban un semicírculo de pilas de madera cuyos constructores habían elevado hasta duplicar su propia altura. En la media luna se distinguían tres pilas por las cruces invertidas que las coronaban.

Frente a esta macabra formación había dos tribunas, la mayor de las cuales era una sencilla construcción parecida a un tramo de escaleras altas y profundas y ya estaba repleta de caballeros y damas temerosos de Dios que sin duda habían pagado por el privilegio de contemplar las ejecuciones tan cómodamente. La otra construcción era mucho más pequeña, estaba cubierta de terciopelo rojo y coronada por un palio del mismo material cuyo fin era el de proteger del viento o la lluvia a quienes se sentaran allí. Sobre el palio se alzaba una gran cruz para que no cupiera duda de que se trataba de los asientos del nuevo arzobispo y su séquito.

Sin embargo, cuando llegué a la base de la ladera, ya no podía ver nada. ¿Por qué? Porque, aunque me fastidia admitirlo, mi estatura era menor que la de los campesinos que me rodeaban. No solo mi visión quedó bloqueada, sino también mi sentido del olfato. Estaba apretujado por todas partes por mugrientos cuerpos infestados de pulgas; sus alientos eran nauseabundos y sus flatulencias, a cuyas fuentes me encontraba desgraciadamente más próximo que la mayoría, poco menos que tóxicas.

El pánico se apoderó de mí, como una serpiente abriéndose camino a través de mi columna, desde mis entrañas hasta mi cerebro, y mis pensamientos se convirtieron en excremento. Comencé a agitarme con violencia y se me escapó el sonido que mi madre emitía en sus pesadillas más profundas, tan estridente como el llanto de un bebé, y que abrió grietas en el barro bajo mis pies.

El ruido atrajo inevitablemente la indeseada atención de aquellos a mi alrededor que sabían de dónde había salido. La gente se apartó de mí. Sus ojos, en los que hasta entonces solamente había atisbado el brillo apagado de la ignorancia y la endogamia, ahora relucían con un terror supersticioso.

—¡Mirad, la tierra se agrieta bajo sus pies! —aulló una mujer.

—¡Sus pies! ¡Santo Dios, mirad sus pies! —chilló otra.

El barro había disfrazado un poco mis pies, aunque no lo suficiente para ocultar la verdad.

—¡No es humano!

—¡Del Infierno! ¡Es del Infierno!

Una oleada de terror se apoderó inmediatamente de la multitud. Mientras la mujer que había comenzado aquel escándalo chillaba las mismas palabras una y otra vez («¡Un demonio! ¡Un demonio! ¡Un demonio!…»), los demás farfullaban oraciones y se hacían cruces en un desesperado intento por protegerse de mí.

Aproveché el terror que los embargaba para soltar otro de los gritos de pesadilla de mamá, tan estridente que la sangre manaba copiosamente de los oídos de muchos de los que me rodeaban, y para salir corriendo deliberadamente hacia la mujer que había comenzado todo aquello. Todavía gritaba «¡Un demonio! ¡Un demonio! ¡Un demonio!» cuando la alcancé. La agarré por el cuello y la tiré al suelo, puse mi zarpa cubierta de barro sobre su cara para hacerla callar y sí, asfixiarla al mismo tiempo. Había malgastado mucho aliento con sus acusaciones, por lo que la vida se le apagó en menos de un minuto.

Cumplida la misión, me dirigí a la multitud soltando el último de mis chillidos revienta oídos. La muchedumbre se apartaba a mi paso. Con la cabeza gacha no podía ver hacia dónde corría, pero estaba seguro de que, si lo hacía más o menos en línea recta, acabaría alcanzando el final de la multitud y tendría el camino abierto. Creí que lo había conseguido cuando los gritos de la muchedumbre se acallaron de repente. Alcé la vista: la gente no había desaparecido de mi alrededor porque hubiese llegado al final de la multitud, sino porque dos soldados con cascos y armaduras se habían acercado hasta mí y me apuntaban con sus alabardas directamente. Resbalé hasta detenerme, salpicado de barro de arriba abajo, a tan solo unos centímetros de las puntas de sus armas, mientras el grito de mamá flaqueaba hasta desvanecerse por completo.

El más grande de los dos soldados, que era fácilmente medio metro más alto que su compañero, levantó la visera de su casco para verme mejor. Sus rasgos denotaban una estupidez algo menor que los de la muchedumbre que me rodeaba. La única luz que titilaba en sus ojos era alimentada por la certeza de que podía atravesarme de una sola estocada y dejarme inmóvil en el suelo para permitir que la chusma hiciese lo peor que se les ocurriese.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Jakabok Botch —le respondí—. Y por favor, créame…

—¿Eres un demonio?

Una oleada de acusaciones surgió de la multitud. Había asesinado a una mujer inocente, a quien había mandado al Infierno; y había emitido sonidos que habían dejado sordas a algunas personas.

—¡Callaos todos! —gritó el soldado.

El ruido se atenuó y el soldado repitió su pregunta. No parecía tener mucho sentido negar lo que resultaría demasiado evidente solo con que me obligase a despojarme de mi ropa. Así que lo admití.

—Sí —dije, levantando los brazos a modo de rendición—, soy un demonio, pero estoy aquí porque me engañaron.

—Huy, qué lástima —se mofó el soldado—, al pobre y pequeño demonio lo han engañado.

Me azuzó con la punta de su alabarda señalando la mancha de sangre que había en el lugar en que el propietario original de mi ropa me había apuñalado. No era más que una herida menor, pero la insistencia del soldado la hizo sangrar de nuevo. Me negué a emitir ni un solo sonido de queja. Había escuchado hablar a los amigos torturadores de papá G. y sabía que nada les satisfacía más que oír los chillidos y súplicas de aquellos cuyas terminaciones nerviosas se encontraban bajo sus gubias y sus hierros de marcar.

El único problema que suponía mi silencio era que inspiraba al soldado a inventar más técnicas para obtener alguna respuesta. Empujó la hoja de la alabarda más adentro mientras la giraba. El flujo de sangre aumentó considerablemente, pero yo seguía negándome a pronunciar una sola súplica de misericordia.

Una vez más, el soldado clavó y giró su arma; una vez más salió sangre; y una vez más permanecí en silencio. Para entonces mi cuerpo había empezado a agitarse con violencia mientras yo luchaba por reprimir la necesidad de gritar. Parte de la muchedumbre, la mayoría mujeres, arpías de veinte años o menos, se tomaron estos espasmos como una prueba de que me encontraba bastante deteriorado y ya no suponía una amenaza para ellas, por lo que se aproximaron y me agarraron de la ropa para arrancármela.

—¡Déjanos verte, demonio! —gritaba una de ellas agarrándome por la parte posterior del cuello de la camisa y tirando de él.

Las cicatrices de las quemaduras de la parte delantera de mi cuerpo no se distinguían prácticamente de las del cuerpo de un hombre; pero mi intacta espalda dio paso a la evidencia, con su despliegue de escamas amarillo y bermellón y las minúsculas púas negras que recorrían mi columna hasta la base de mi cráneo.

La visión de mis escamas y mis púas provocó gritos de repugnancia entre la gente. El soldado me puso la punta de la alabarda en la garganta y me pinchó con la fuerza suficiente para que de allí también manase sangre.

—¡Mátalo! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Córtale la cabeza!

El grito que pedía mi ejecución enseguida se extendió y estoy seguro de que el soldado me habría rajado la garganta en aquel mismo instante si su compañero, el de menor estatura, no se hubiera acercado junto a él para susurrarle algo. Lo que le dijo aparentemente surtió efecto, porque mi torturador levantó la mano armada y gritó a la muchedumbre:

—¡Silencio! ¡Callaos todos! ¡He dicho que os calléis, u os arrestaremos a todos y cada uno de vosotros!

La amenaza hizo maravillas. Todos los hombres y mujeres del malicioso círculo que me rodeaba cerraron la boca.

—Eso está mejor —dijo el soldado—. Ahora tenéis que retroceder y dejarnos algo de espacio aquí, porque vamos a llevar a este demonio ante su excelencia ilustrísima el arzobispo, quien decidirá el modo en que esta criatura será ejecutada.

El otro soldado, con el rostro oculto, dio un leve codazo a mi torturador, quien escuchó durante un momento y a continuación respondió a su camarada, en voz alta para que yo lo oyera:

—Es lo que pretendo —dijo—. ¡Sé lo que hago!

Entonces se dirigió de nuevo a la muchedumbre:

—Arresto formalmente a este demonio en nombre de su excelencia el arzobispo. Si cualquiera de vosotros se interpone en nuestro camino estará contradiciendo directamente la voluntad de su excelencia y, por tanto, la del mismísimo Dios. ¿Habéis entendido? Seréis condenados al fuego eterno del Infierno si intentáis evitar que llevemos a esta criatura ante el arzobispo.

La advertencia del soldado fue comprendida con claridad por la plebe, que habría cortado en pedazos mi cadáver ejecutado y habría conservado los trozos como recuerdo si se lo hubieran permitido. En lugar de eso, guardaron silencio; los padres cubrían la boca de sus hijos por miedo a que alguno de ellos emitiese un sonido, aunque fuese inocente.

Con un absurdo orgullo por su pequeña demostración de poder, el soldado miró de nuevo a su camarada. Los dos hombres intercambiaron un gesto con la cabeza y el segundo soldado sacó su espada (que seguramente había robado, ya que tenía un tamaño y una belleza excepcionales) y se colocó detrás de mí, azuzándome con la punta justo sobre el nacimiento de mis colas. No hizo falta que me ordenara que me moviese; avancé a trompicones siguiendo al otro soldado, quien caminó de espaldas durante unos metros apuntando todavía hacia mi cuello. El único sonido que procedía de la multitud era el de sus pies arrastrándose para dejarnos sitio a mí y a mis captores. Con aire de suficiencia y satisfecho de que sus amenazas hubieran amansado y convencido a la chusma de que no tenían nada que temer, mi torturador se volvió y siguió avanzando, para dirigir la salida de nuestro pequeño grupo de entre la multitud.

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