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Authors: Alice Sebold

Desde mi cielo (32 page)

—Lo siento —dijo mi padre—. Es la ropa de Susie, y yo sólo... Tal vez no tenga sentido, pero es suya... es algo que ella llevaba.

—Cogiste tú el zapato, ¿verdad? —dijo mi hermano. Había dejado de llorar.

—¿Qué?

—Te llevaste el zapato. De mi habitación.

—Buckley, no sé de qué me estás hablando.

—Guardaba el zapato del Monopoly, y de pronto desapareció. ¡Lo cogiste tú! ¡Actúas como si sólo tú la hubieras querido!

—Dime qué quieres decir. ¿A qué viene eso del padre de tu amiga Keesha?

—Deja la ropa en el suelo.

Mi padre la puso con delicadeza en el suelo.

—No se trata del padre de Keesha.

—Dime de qué se trata, entonces.

Mi padre era ahora todo apremio. Regresó al lugar donde había estado tras la operación de la rodilla, cuando salió del sueño como drogado por los analgésicos y vio a su hijo, que entonces tenía cinco años, sentado cerca de él, esperando que abriera los ojos para decir: «Cucú».

—Está muerta.

Nunca dejaba de doler.

—Lo sé.

—Pues no lo parece. El padre de Keesha murió cuando ella tenía seis años, y dice que apenas piensa en él.

—Lo hará —dijo mi padre.

—¿Y qué pasa con nosotros?

—¿Con quién?

—Con nosotros, papá. Conmigo y con Lindsey. Mamá se fue porque no podía soportarlo.

—Cálmate, Buck —dijo mi padre. Estaba siendo todo lo generoso que podía mientras el aire de los pulmones se evaporaba en su pecho. Luego, una vocecilla dentro de él dijo: «Suéltalo, suéltalo, suéltalo»—. ¿Qué? —dijo.

—No he dicho nada.

«Suéltalo, suéltalo, suéltalo.»

—Lo siento —dijo mi padre—. No me encuentro muy bien.

De pronto sintió los pies increíblemente fríos sobre la hierba húmeda. Su pecho parecía hueco, como bichos volando alrededor de un hoyo excavado. Allí dentro había eco, y le repitió en los oídos: «Suéltalo».

Cayó de rodillas. Empezó a sentir un hormigueo intermitente en el brazo, como si se le hubiera dormido, alfilerazos arriba y abajo. Mi hermano corrió hacia él.

—¿Papá?

—Hijo. —A mi padre le tembló la voz y alargó un brazo tratando de asir a mi hermano.

—Iré a buscar a la abuela. —Y Buckley echó a correr.

Tumbado de costado, con la cara contraída hacia mi vieja ropa, mi padre susurró débilmente:

—No es posible escoger. Os he querido a los tres.

Mi padre pasó aquella noche en una cama de hospital, conectado a monitores que pitaban y zumbaban. Había llegado el momento de dar vueltas alrededor de los pies de mi padre y recorrer su columna vertebral. El momento de imponer silencio y acompañarlo. Pero ¿adonde?

Un reloj hacía tictac encima de su cama, y yo pensé en el juego al que habíamos jugado Lindsey y yo en el jardín —«Me quiere», «No me quiere»— con los pétalos de una margarita. Oía el reloj devolviéndome mis dos grandes deseos con ese mismo ritmo: «Muere por mí», «No mueras por mí»; «Muere por mí», «No mueras por mí». Parecía que no podía contenerme mientras tiraba de su corazón debilitado. Si moría, lo tendría para siempre. ¿Tan malo era desearlo?

En casa, Buckley estaba acostado en la oscuridad, y estiró la sábana hasta la barbilla. No le habían permitido pasar de la sala de urgencias, donde Lindsey lo había llevado en coche, siguiendo la estruendosa ambulancia en la que iba mi padre. Mi hermano había sentido cómo una gran carga de culpabilidad se cernía en los silencios de Lindsey. En las dos preguntas repetidas: «¿De qué hablabais?» y «¿Por qué se acaloró tanto?».

El mayor temor de mi hermano pequeño era perder a una persona que significaba tanto para él. Quería a Lindsey, a la abuela Lynn y a Samuel y a Hal, pero mi padre lo tenía siempre en vilo, vigilándolo día y noche con aprensión, como si al dejar de vigilarlo fuera a perderlo.

Nos situamos —la hija muerta y los vivos— a cada lado de mi padre, unos y otros deseando lo mismo. Tenerlo para siempre con nosotros. Era imposible complacernos a todos.

Mi padre sólo había dormido fuera de casa dos veces en la vida de Buckley. La primera, la noche que había salido al campo de trigo en busca del señor Harvey, y la segunda, ahora que lo habían ingresado en el hospital y lo tenían en observación por si se trataba de un segundo infarto.

Buckley sabía que era demasiado mayor para que eso le importara, pero yo lo comprendía. A veces era el beso de buenas noches lo que mejor se le daba a mi padre. Cuando se quedaba al pie de la cama después de cerrar las persianas venecianas y pasar la mano por ellas para asegurarse de que estaban todas las lamas bajadas en el mismo ángulo y no se había quedado atascada ninguna rebelde que dejara entrar la luz del sol sobre su hijo antes de que éste se despertara, a mi hermano a menudo se le ponía la carne de gallina, tan agradable era la expectación. «¿Preparado, Buck?», preguntaba mi padre, y a veces Buckley respondía «¡Roger!», y otras, «Listo», pero cuanto más asustado y mareado se sentía y esperaba que todo acabara, se limitaba a decir «¡Sí!». Y mi padre cogía la fina sábana de algodón y hacía un ovillo con cuidado de sujetar los dos extremos entre el pulgar y el índice. Luego la soltaba de golpe, de tal manera que la sábana de color azul pálido (si era la de Buckley) o lavanda (si era la mía) se extendiera como un paracaídas por encima de él, y, con delicadeza y lo que parecía una tranquilidad increíble, la sábana descendía flotando y le rozaba la piel desnuda: mejillas, barbilla, antebrazos, rodillas. Aire y cobertura estaban de alguna manera allí, en el mismo espacio y al mismo tiempo; provocaban las sensaciones extremas de libertad y protección. Era agradable, y lo dejaba vulnerable y tembloroso al borde de algún precipicio, y lo único que podía esperar era que, si suplicaba, mi padre lo complaciera y volviera a hacerlo. Aire y cobertura, aire y cobertura, sustentando el vínculo no expresado entre ellos: niño pequeño, hombre herido.

Esa noche tenía la cabeza apoyada en la almohada y el cuerpo acurrucado en posición fetal. No se le había ocurrido cerrar las persianas y veía las luces de las casas vecinas desperdigadas por la colina. Miró al otro lado de la habitación, las puertas de listones de su armario; de pequeño había imaginado que de allí salían brujas malas para reunirse con los dragones que había debajo de su cama. Ya no le asustaban esas cosas.

—Por favor, Susie, no dejes que papá se muera —susurró—. Le necesito.

Cuando dejé a mi hermano, pasé junto al cenador y bajo las farolas que colgaban como bayas, y vi que los caminos de ladrillo se bifurcaban a mi paso.

Caminé hasta que los ladrillos se convirtieron en losas, luego en piedrecitas afiladas y finalmente en tierra que había sido removida durante kilómetros y kilómetros. Me detuve. Llevaba en el cielo el tiempo suficiente para saber que iba a tener una revelación. Y mientras la luz disminuía gradualmente y el cielo se volvía de un agradable azul oscuro, como había sucedido la noche de mi muerte, vi aparecer a alguien, tan lejos que al principio no supe si era hombre o mujer, niño o adulto. Pero cuando la luz de la luna iluminó la figura vi que era un hombre y, asustada de pronto, con la respiración entrecortada, corrí lo justo para ver. ¿Era mi padre? ¿Era lo que había deseado tan desesperadamente todo ese tiempo?

—Susie —dijo el hombre mientras yo me acercaba y me detenía a unos pasos de él. Levantó los brazos hacia mí—. ¿Te acuerdas de mí?

Volví a verme de pequeña, a los seis años, en el salón de la casa de Illinois. Y, como había hecho entonces, me subí a sus pies.

—Abuelo —dije.

Y porque todos estábamos solos y los dos estábamos en el cielo, yo era lo bastante ligera para moverme como me había movido cuando tenía seis años y él cincuenta y seis, y mi padre nos había llevado de visita a su casa. Bailamos despacito al compás de una canción que siempre había hecho llorar al abuelo en la Tierra.

—¿Te acuerdas? —preguntó.

—¡Barber!

—Adagio para cuerda —dijo él.

Pero mientras bailábamos y dábamos vueltas, sin la temblorosa torpeza de la Tierra, recordé el día que le había sorprendido llorando escuchando esta música y le había preguntado por qué lloraba.

—A veces lloras, Susie, incluso cuando hace mucho que ha muerto una persona a la que quieres.

Me había abrazado un momento y luego yo había salido corriendo a jugar otra vez con Lindsey en lo que nos parecía el enorme patio trasero de mi abuelo.

No hablamos más esa noche, nos limitamos a bailar durante horas bajo esa luz azul atemporal. Mientras bailábamos, yo sabía que estaba ocurriendo algo en la Tierra y en el cielo. Un cambio. La clase de movimiento de aceleración que habíamos estudiado en la clase de ciencias. Sísmico, imposible, una escisión y una fractura del tiempo y el espacio. Me apreté contra el pecho de mi abuelo y noté el olor a anciano que desprendía, la versión en naftalina de mi padre, la sangre en la Tierra, el firmamento en el cielo. A tabaco de primera calidad, a mofeta, a naranjita china.

Cuando dejó de oírse la música, podría haber transcurrido una eternidad. Mi abuelo retrocedió un paso y la luz se volvió amarillenta detrás de él.

—Me voy —dijo.

—¿Adonde? —pregunté yo.

—No te preocupes, cariño. Estamos muy cerca.

Dio media vuelta y se alejó, y desapareció rápidamente entre motas de polvo. El infinito.

19

Cuando mi madre llegó aquella mañana a la bodega Krusoe, encontró un mensaje esperándola, garabateado en el inglés imperfecto del vigilante. La palabra «urgencia» era lo suficientemente clara, y mi madre se saltó su ritual matinal de tomarse un primer café contemplando las vides injertadas en una hilera tras otra de robustas cruces blancas. Abrió la sección de la bodega reservada para degustaciones públicas y, sin encender la luz del techo, localizó el teléfono detrás del mostrador de madera y marcó el número de Pensilvania. No hubo respuesta.

Luego llamó al operador de Pensilvania y pidió el número del doctor Akhil Singh.

—Sí —respondió Ruana—. Ray y yo hemos visto una ambulancia hace unas horas delante de su casa. Imagino que están todos en el hospital.

—¿Quién es el enfermo?

—¿Su madre, tal vez?

Pero ella sabía por la nota que había sido su madre la que había telefoneado. Era uno de los niños o Jack. Le dio las gracias a Ruana y colgó. Cogió el pesado teléfono rojo y lo sacó de debajo del mostrador, llevándose con él un montón de hojas de colores que repartían a los clientes —«Amarillo limón = Chardonnay joven; Pajizo = Sauvignon Blanco...»—, y que cayeron y se desparramaron a sus pies. Por lo general, había llegado temprano desde que había cogido el empleo, y ahora dio las gracias por ello. Después de esa llamada, en lo único que podía pensar era en los nombres de los hospitales locales, de modo que llamó a aquellos a los que había llevado precipitadamente a sus hijos pequeños con accesos inexplicables de fiebre o posibles huesos rotos a causa de caídas. En el mismo hospital donde yo una vez había llevado a Buckley a todo correr, le dijeron:

—Ingresaron a un tal Jack Salmón en urgencias y aún sigue aquí.

—¿Puede decirme qué ha pasado?

—¿Qué relación tiene con el señor Salmón?

Ella dijo las palabras que llevaba años sin pronunciar:

—Soy su mujer.

—Ha tenido un infarto.

Ella colgó y se sentó en las alfombrillas de caucho y corcho que cubrían el suelo por el lado de los empleados. Se quedó allí sentada hasta que llegó el gerente y ella le repitió las extrañas palabras: «Marido, infarto».

Cuando, más tarde, abrió los ojos se encontraba en la furgoneta del vigilante, y éste, un hombre callado que casi nunca abandonaba el establecimiento, la llevaba a toda velocidad al aeropuerto internacional de San Francisco.

Ella compró un billete y subió a un avión que enlazaría con otro vuelo en Chicago y la dejaría por fin en Filadelfia. Mientras el avión ganaba altura y eran rodeados por las nubes, mi madre oyó vagamente los melodiosos timbres que indicaban a la tripulación qué hacer o para qué prepararse, y el tintineo del carrito-bar al pasar, pero en lugar de a los demás viajeros, vio la arcada de piedra fría de la bodega detrás de la cual guardaban los barriles de roble vacíos, y en lugar de a los hombres que a menudo se sentaban allí dentro para refugiarse del sol, visualizó a mi padre allí sentado, tendiéndole la taza Wedgwood rota.

Cuando aterrizó en Chicago con una espera de dos horas por delante, se serenó lo suficiente para comprarse un cepillo de dientes y un paquete de cigarrillos, y para llamar al hospital, esta vez para preguntar por la abuela Lynn.

—Madre —dijo mi madre—, estoy en Chicago y voy para allá.

—Abigail, gracias a Dios —dijo mi abuela—. Volví a llamar a Krusoe y me dijeron que habías salido hacia el aeropuerto.

—¿Cómo está?

—Pregunta por ti.

—¿Están ahí los niños?

—Sí, y también Samuel. Iba a llamarte hoy para decírtelo. Samuel ha pedido a Lindsey que se case con él.

—Eso es estupendo —dijo mi madre.

—¿Abigail?

—Sí. —Notó la vacilación de su madre, que era poco habitual.

—Jack también pregunta por Susie.

Encendió un cigarrillo tan pronto como salió de la terminal de O'Hare, y un grupo de estudiantes pasó en tropel por su lado con pequeñas bolsas de viaje e instrumentos musicales, cada uno con una brillante etiqueta amarilla en el lateral del estuche. En ella se leía: HOME OF THE PATRIOTS.

En Chicago hacía un día bochornoso y húmedo, y el humo de los coches aparcados en doble fila intoxicaba el aire cargado.

Se fumó el cigarrillo en un tiempo récord y encendió otro, con un brazo doblado sobre el pecho y extendiendo el otro con cada exhalación. Iba con su uniforme de trabajo: unos vaqueros gastados pero limpios y una camiseta de color anaranjado pálido con «Bodega Krusoe» bordado encima en el bolsillo. Estaba más morena, lo que hacía que sus ojos de color azul pálido pareciesen aún más azules en contraste, y había empezado a llevar el pelo recogido en una coleta. Yo veía canas sueltas cerca de las orejas y en las sienes.

Ella se aferraba a los dos lados de un reloj de arena y se preguntaba cómo era posible. El tiempo que había pasado sola había estado gravitacionalmente circunscrito cuando sus apegos tiraban de ella hacia atrás. Y esta vez habían tirado, y a conciencia. Un matrimonio. Un infarto.

De pie a la salida de la terminal, se llevó una mano al bolsillo de los vaqueros, donde guardaba la billetera masculina que había empezado a usar al empezar a trabajar en Krusoe, porque era más sencillo que preocuparse de dejar el bolso debajo del mostrador. Arrojó el cigarrillo al carril de los taxis y se volvió para sentarse en el borde de un cuadrado de hormigón dentro del cual crecían malas hierbas y un triste árbol joven asfixiado por el humo de los tubos de escape.

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