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Authors: Alejandro Suarez Sánchez-Ocaña

Desnudando a Google (20 page)

«Cuando mi hija se fue a estudiar al extranjero fui a visitar la universidad que había eligido. Allí conocí y congenié con la persona encargada de las admisiones. En un momento dado me comentó que durante el proceso de selección se habían informado sobre mí, y me mostraron dicha información. Cuando vi la procedencia de la fuente me sorprendió que fuera la versión inglesa de Wikipedia.» Pedro recuerda que echó un vistazo a los documentos, temeroso de encontrar cualquier barbaridad, consciente como era de que no había una rúbrica profesional e independiente detrás, y de que podría haber sido escrita por cualquiera. La figura de Pedro J. Ramírez es controvertida. Es una persona que despierta odios y pasiones y, en buena lógica, llegó a esperar lo peor en la información a la que estaba accediendo.

«Sin embargo —continuaba Pedro—, para mi sorpresa, no estaba mal. Era… correcta. Aséptica y superficial, sí, pero más o menos correcta. Me sorprendió, esperaba lo peor… Lo curioso es que casi al final, cuando llegué al apartado de vida personal, decía que estaba divorciado, y que actualmente vivía una relación como amante… ¡de Ralph Lauren!»

Pedro recuerda el jolgorio y las risas de los asistentes y la situación comprometida de Page, que justo segundos antes había basado la explicación de su modelo de nuevo consumo de información en esas fuentes. No sé si por hacer sangre, o ya gustándose como genio y figura que es, el director de
El Mundo
explicó que «a la salida del evento le esperaba fuera en un coche Ralph Lauren, para salir a disfrutar de la ciudad», ante el pitorreo y la ovación generalizada de los asistentes.

Quizá dolido en su orgullo, Larry Page le prometió que conseguiría la dirección IP del autor de aquel vandalismo informático para identificarlo. Pedro no me confirmó si el envío se produjo, por lo que imagino que, afortunadamente, el tema no pasó a mayores. Sin embargo, su ofrecimiento no deja de ser inquietante. Si tan seguro estaba de conseguir una dirección IP que había publicado algo en un sitio ajeno a Google, como es Wikipedia, tendríamos motivos para una honda preocupación. En los países «serios» tan sólo un juez puede pedir que se identifique una dirección IP, y en este caso entiendo que era Wikipedia la que la tenía almacenada en sus servidores. Si Page, o cualquier otra persona, pudiera acceder a ella lejos del control judicial, sería cuanto menos… sorprendente.

Anécdotas al margen, los editores de diarios y Google no tienen más remedio que entenderse. Los editores necesitan consumidores, y eso es precisamente lo que le sobra a la empresa del colorido buscador. Sobre todo, los editores necesitan nuevas opciones y posibilidades de negocio, y Google puede facilitárselas. Son dos piezas del mismo puzle, y acabarán por vivir una relación, si no de igual a igual, sí al menos más equitativa que la que tienen hoy en día, que es cualquier cosa menos justa.

En su relación con la prensa, Google no se limita únicamente a mostrar los titulares de medios online y resumir su contenido. Tenían intenciones mucho más ambiciosas. En 2008 comenzó su proyecto de digitalizar el archivo histórico de los más importantes periódicos antiguos. Este servicio también se ofrecería desde Google News, y sería accesible desde las páginas web de los propios periódicos.

En 2006 escanearon diarios como
The New York Times, Washington Post, Time
y otros. En algunos casos, como
The New York Times
, las consultas son de pago. Google corría con el gasto de la digitalización, que se financiaba con ingresos publicitarios compartidos con la empresa editora. Este servicio sí que fue, en principio, bien acogido por los editores, a los que por fin se les ofrecía un modelo para «entrar en el negocio» mediante el cual ganaban todos, o al menos en el que estaba previsto compartir los beneficios, de manera que no se sentían utilizados.

¿Qué pretendía Google con este proyecto? ¿Poner a tu disposición toda la información mundial? ¡Si ya lo dijo Larry Page! No, ahora en serio. Lo que Google pretendía era, simple y llanamente, un paso más en su transformación hacia el monopolio de acceso a la información que quieren llegar a ser y apropiarse de ese contenido, que quedaría así vetado a su competencia. Google aspira a ser la gran hemeroteca del mundo, el custodio de toda nuestra información. Con ello ganan, por supuesto, ingentes cantidades de dinero. Pese a ser una idea menos romántica que la que en su día pregonó Larry Page, resulta perfectamente lícita.

La hemeroteca recibió la única oposición de las empresas especializadas en procesar y buscar contenidos para librerías, escuelas, museos e investigadores. Para ellas era una mala noticia. Si el servicio se popularizaba, su negocio dejaba de tener sentido de la noche a la mañana. Dejarían de recibir encargos de búsqueda y digitalización, ya que todo el material estaría a una busqueda de distancia. ¡Mala suerte para ellas! Si Google pone los ojos en un segmento, provoca un terremoto en el que siempre hay víctimas colaterales. En este caso, parecía haberles tocado a ellos.

Al final tuvieron suerte. Según afirmaron en un comunicado oficial de mayo de 2011, la empresa decidió poner fin al proyecto para centrarse en otros relacionados con los medios de comunicación, especialmente Google One Pass. Para una vez que tenían licenciado el derecho de los contenidos, no iban a seguir adelante. ¿Cuál era el problema? Simplemente, que el negocio no estaba resultando tan interesante como preveían, por lo que el objetivo de hacer felices a los usuarios facilitándoles el acceso a la información quedaba en segundo plano. ¿Es eso lícito? En mi opinión, ¡totalmente! Es una estrategia empresarial a todas luces razonable. No ha sido rentable y, por lo tanto, se deja de invertir en ello. Correcto. Lo que sin duda no es ético es vender a los cuatros vientos la idea de que tu único centro de interés es el usuario, y que tu máximo objetivo es facilitar su acceso a la información mundial, como si eso fuera más propio de una organización sin ánimo de lucro que de una empresa, y luego seguir a pies juntillas criterios económicos que contradicen flagrantemente lo que pregonas.

Google quiere canalizar hasta tal grado la información histórica que en 2001 adquirió a Deja.com los grupos de noticias del archivo Usenet, es decir, los 650 millones de mensajes publicados en grupos de noticias, que representan algo así como la memoria histórica de internet previa a la masificación de la
world wide web
. Usenet se convirtió de esta manera en Google Groups. En Mountain View deben pensar, y con mucho acierto, que no hay mejor manera de almacenar y ordenar toda información que ser el propietario de la misma, pese a que esto pueda vulnerar a la competencia.

Google Books y Alejandría 2.0.

Google Books es un ambicioso servicio por el que, desde 2004, Google pretende digitalizar millones de libros en colaboración con editoriales, universidades y grandes bibliotecas. La idea se basa en la búsqueda del texto completo de los libros que Google escanea. El texto es convertido por medio de reconocimiento de caracteres y se almacena en una base de datos propiedad de Google. El proyecto nació en octubre de 2004 bajo la denominación Google Print. Así fue presentado en la Feria del Libro de Frankfurt, aunque después se llamara, definitivamente, Google Books.

Debo reconocerlo. La primera vez que oí hablar de este proyecto me maravilló. La idea nos acercaba al (¿mito?) del conocimiento universal. En internet hay una ingente cantidad de información, especialmente sobre las dos últimas décadas, cuando en los países más avanzados empezó a generalizarse el acceso. Desde el año 2000, todo está exhaustivamente documentado en internet, pero no es tan fácil encontrar información anterior a 1990. El proyecto que anunciaban Larry Page y Sergey Brin allá por 2004 nos llevaba a plantearnos si sería posible que cada ordenador estuviera conectado por medio de internet a todo el conocimiento de la humanidad.

Albergar el conocimiento universal ha sido durante siglos una ilusión recurrente de soñadores e intelectuales. Por primera vez parecía estar realmente cerca, aunque se necesitarían varias décadas para llevarlo a cabo. Se trata de la ilusión de una moderna biblioteca de Alejandría, abierta y digital.

La biblioteca de Alejandría fue en su época la más grande del mundo. Impulsada por Ptolomeo I en el siglo III a. J.C., estaba ubicada en la ciudad egipcia de Alejandría y llegó a albergar 900.000 manuscritos. Su destrucción se atribuye, según la fuente que consultemos, a romanos, cristianos o musulmanes. Sin embargo, no se sabe con certeza lo que sucedió realmente. Era un paraíso del conocimiento y de la investigación, algo inigualable para científicos, profesores, filósofos y estudiosos de su tiempo, quienes por colaborar y trabajar en ella obtenían manutención gratuita en la ciudad, e incluso se veían eximidos de pagar impuestos. ¡Vamos, que ya en el siglo III a. J.C. tenían unas condiciones de trabajo similares a las de los modernos ingenieros de Google! Tal vez por ese motivo algunos de los grandes pensadores de la Antigüedad estudiaron o desarrollaron su actividad en Alejandría, entre ellos Arquímedes o Euricles.

En aquella época, la voracidad de Ptolomeo I hacía que se compraran miles de manuscritos de todas partes del mundo conocido, pero del mismo modo obligaba a que se confiscaran los papiros de los barcos que se acercaban a la ciudad. Estos documentos eran requisados y copiados. Después devolvían las copias a sus legítimos propietarios y el original quedaba almacenado en la biblioteca. Ya en la Antigüedad no se podía aspirar a construir un auténtico monopolio cultural sin pisotear algunos derechos fundamentales. Como veremos a continuación, los tiempos no han cambiado demasiado pese a los años transcurridos. Google también ha necesitado con frecuencia pisotear algunos derechos fundamentales para poner en marcha su sueño.

Generalmente nada ni nadie se eleva a la categoría de mito sin pasar por el cementerio o sin caer en desgracia. La biblioteca de Alejandría no podía ser una excepción. Su destrucción resulta controvertida. Suele atribuirse a un incendio ordenado por Julio César, quien por entonces perseguía a Pompeyo. A ese incendio sobreviviría una gran parte del material allí contenido. Siglos más tarde, tras diversas guerras e incendios, la colección como tal acabó destruida y saqueada. Ahí terminó el primer gran intento de acumular el conocimiento de la humanidad. Hasta que, dos mil años después, llegó Google.

Larry y Sergey nos planteaban algo que iba mucho más allá de un servicio convencional. Se trataba de la auténtica revolución del conocimiento. A primera vista parecía apasionante, pero con el paso de los meses iban apareciendo nubarrones sobre lo que era una bella idea, tal vez utópica.

La base de datos de Google Books estaba en continuo y rápido crecimiento. En marzo de 2007 tenía digitalizado un millón de libros. En 2010 anunciaban haber escaneado 15 millones de los 130 millones de libros que estimaban que habría en el mundo en ese momento. Estamos hablando de algo más del 10% del conocimiento impreso del planeta escaneado página a página, organizado y almacenado en menos de una década.

Nadie puede negar a nuestros románticos jóvenes que son temerarios y, sobre todo, innovadores. Cuenta Richard. L. Brant en su libro
Las dos caras de Google
(Editorial Viceversa, 2010) que ya en 2002 Larry Page decidió averiguar el tiempo necesario para escanear un libro de 300 páginas. Acompañado por la entonces jefa de Producto de Google, Marissa Mayer, se encerró en su despacho con una cámara de fotos y un cronometro. Larry hacía fotografías mientras Marissa pasaba las páginas. Así comprobaron que el tiempo estimado era de 40 minutos, lo que representaba su primer hándicap: escanear millones de obras debería ser un trabajo mucho más rápido. Si querían lograr algún día su objetivo, deberían innovar e idear una manera mucho más eficiente, y a su vez respetuosa con los originales, para poder hacerlo.

Y lo consiguieron. Larry formó un equipo de trabajo y visitaron proyectos de digitalización por todo el mundo. Unió al equipo a expertos en robótica que pudieran diseñar una máquina para pasar las páginas y escanear a gran velocidad sin dañar los ejemplares. Los ingenieros de Google crearon un
software
de reconocimiento de caracteres que detectara hasta los más extraños e inusuales tipos y tamaños de texto. Aparentemente, lo consiguieron. Años más tarde, cuando la rectora de la Universidad de Michigan, Mary Sue Coleman, le confesó a Larry Page que los archivos de la universidad, que consistían en siete millones de libros, podían escanearse en un período de tiempo no inferior a mil años, éste, sin inmutarse, le replicó que Google podría hacerlo en seis.

Nadie sabe a cierta ciencia qué
hardware
emplean para el proyecto Google Books. Se especula que escanean a una velocidad de mil páginas por minuto con cámaras Ephel 323. Resulta curioso no saber a ciencia cierta cómo funciona un proyecto cuya finalidad es, precisamente, poner a nuestra disposición conocimiento. Como ya has visto en otras ocasiones, Google tiene mucho interés en devorar y apropiarse de la información, pero no tanto en que los demás conozcamos la suya propia, que suele estar protegida por rigurosos acuerdos de confidencialidad.

Muchos analistas, especialmente los europeos, fueron enfriando la cálida acogida al proyecto allá por 2004. Aparecían enormes lagunas legales y, sorprendentemente, la empresa no mostraba interés en el campo de la protección de los derechos de autor. Google había cerrado acuerdos para digitalizar los archivos bibliográficos de algunas bibliotecas y universidades, pero no se había interesado en llegar a ningún tipo de acuerdo con los propietarios de los derechos. Es más, la empresa de Page y Brin actuaba como si no los necesitara, lo que resultaba tremendamente inquietante.

Entiendo que tal vez, llegados a este punto, mi inquietud pueda no ser compartida. El malvado autor de estas líneas no está sino preocupándose de sí mismo. ¿Tal vez por su almuerzo? Es decir, ¿por los derechos de sus propias obras? A lo mejor en este momento alguien podría ver en mí una actitud provinciana en la que prevalece mi interés personal sobre el sueño del conocimiento global. Puedo garantizar que no hay nada más lejos de la realidad.

¿Será entonces que soy un malvado que intenta tirar abajo la brillante idea de estos chicos, agarrándome al clavo ardiendo de los argumentos de sociedades de derechos de autor que a todos nos caen mal? En absoluto. De entrada, y aunque eso pueda hacer perder un poco de halo de
glamour
al proyecto, es importante destacar que no fue Google el primero en tener esta ambiciosa idea, que ha sido recurrente en los últimos años. Si hoy tenemos en mente el proyecto de Google Books, y no algunos otros, es sobre todo porque los de Mountain View son una inmensa máquina de comunicación que lo engulle todo a su paso haciéndolo suyo. Son magníficos en la ejecución, son innovadores, pero sobre todo destacan por ser expertos en marketing. Aunque no lo pueda parecer, ideas como la de crear una enorme biblioteca universal no les pertenecen.

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